
"El cine debe ser el reflejo de nuestra rabia, de nuestra tristeza, de nuestra frustración, de nuestros temores. Esas son las emociones que hacen que el cine valga la pena”, expresó el cineasta húngaro Béla Tarr en su más reciente visita a México como presidente del jurado de la competencia oficial del Festival Internacional de Cine de Morelia. El realizador recibió a Crónica en exclusiva en un lujoso hotel del centro histórico de la capital michoacana, un día después de recibir la Medalla de la Filmoteca de la UNAM.
Sus manos temblorosas mostraban fragilidad, pero sus respuestas ásperas y directas denotaban su carácter fuerte que ha mostrado en su filmografía. Ahora tiene 62 años y es considerado por buena parte de la crítica internacional como uno de los mejores directores de cine del mundo, sin embargo parece ser el único que le ha costado trabajo asumirlo, “no me llevo bien con los cineastas porque ellos son directores y yo no. Yo no sé lo que soy”, dijo en una polémica entrevista años atrás.
Esta vez se mostró muy diferente. Se reconoce y celebra, sobre todo porque este año cumple cuatro décadas de carrera como profesional, como una persona que se convirtió en cineasta por accidente, incluso como algo forzado. Nació en Pécs, pero creció en Budapest en una familia de clase trabajadora, pero su madre soñaba que fuera estrella de la televisión.
A los 10 años debutó en la televisión húngara nacional en el papel de hijo del protagonista en una pequeña adaptación de la novela corta La muerte de Iván Ilich (1886), de León Tolstói. Pero él no quería ser actor, en realidad la cinematografía era un pasatiempo y su primer acercamiento al cine se dio en un pequeño papel de la película Temporada de monstruos de Miklós Jancsó.
Él quería dedicarse a la filosofía pero descubrió el poder del cine tras hacer una película en 8 mm, muy joven, sobre trabajadores gitanos, por la que el gobierno húngaro le impidió asistir a la universidad para estudiar filosofía, así que decidió hacer una película mientras definía su futuro, el resultado fue la icónica Nido familiar (1979), que narra los conflictos de una joven pareja que no puede mantener su propio hogar y se ven obligados a compartir habitación con los padres de él:
“Honestamente a mí me sorprendió. A veces tengo este sentimiento de cuando toqué por primera vez la cámara al grado de que me quería cortar la mano porque no sabía cómo usarla (…) Mi concepción del cine ha cambiado. En un principio no lo veía como algo potencial, por eso fue tan importante para mí esa primera película, porque me di cuenta que una película podría significar mucho más”, recordó el cineasta durante la charla.
“Fue un punto de inflexión en mi vida porque yo no quería ser cineasta, para mí la película era una especie de herramienta, yo era muy joven y como es normal el joven debe de tener la ambición de cambiar el mundo. Si eres joven es obligatorio querer cambiar el mundo y yo era igual. Me pregunté cómo podría hacerlo así que decidí que el cine era una buena forma de expresar lo que pienso, después de eso acabé siendo cineasta”, añadió.
Tras el éxito de esta cinta, Béla Tarr se convirtió en estudiante de la Escuela Húngara de Artes Teatrales y Cinematográficas. El intruso y Gente prefabricada fueron algunos de sus siguientes cintas, siendo esta última la primera en la que pudo contratar a actores profesionales. Posteriormente, consolidó su estilo a través de títulos como Macbeth y construyendo un lenguaje propio que muchos asocian con el del cineasta Andrei Tarkovsky.
“Cuando uno termina una obra te replanteas muchas preguntas y te formulas nuevas, uno no puede responder las preguntas nuevas con lo de antes. Las nuevas preguntas te provocan a que pienses con mayor profundidad en cómo ves el mundo, cada vez es más profundo y poco a poco, paso a paso, vas construyendo tu propio lenguaje cinematográfico”, explicó sobre como percibió su evolución en el cine.
“No hay un punto radical por completo que me cambió, porque cada vez hay nuevos retos, nuevas tentaciones, nuevas preguntas y si no eres muy tonto pues tu pensamiento te llevará cada vez más lejos. Así es que uno nunca envejece en realidad, porque el cerebro todo el tiempo está trabajando”, añadió.
Películas como Satantango y especialmente Journey on the Plain harían que a finales de siglo su trabajo saltara a la primera línea. El punto cumbre de su carrera llegó al final, con El caballo de Turín (2011), la película que le dio su máximo galardón pues fue con la que ganó el Gran Premio del Jurado de la Berlinale, y por la que confesó a Crónica termina su carrera cinematográfica:
“He estado desarrollando mi propio lenguaje cinematográfico. Fui profundizando en él y con El caballo de Turín llegué a un punto en el que trabajo estaba completo. El lenguaje estaba terminado. No quiero usarlo para repetirme… No quiero resultar aburrido. Está hecho, he terminado”, dijo.
El caballo de Turín está inspirado en un episodio que marca el fin de la carrera del filósofo Friedrich Nietzsche. El 3 de enero de 1889, en la plaza Alberto de Turín, Nietzsche se lanzó llorando al cuello de un caballo agotado y maltratado por su cochero y, después, se desmayó. Desde entonces, dejó de escribir y se hundió en la locura y el mutismo. En una atmósfera preapocalíptica, se nos muestra la vida del cochero, su hija y el viejo caballo.
“Es una película sobre el peso de la existencia humana. Cómo es difícil llevar tu vida diaria y la monotonía de la vida. No quería hablar sobre la mortalidad o algo general. Queríamos ver lo difícil y terrible que es tener que ir cada día al pozo a recoger agua, en verano, en invierno... Siempre. La repetición diaria de la misma rutina hace posible mostrar que algo va mal en su mundo. Es muy simple y puro”, destacó.
“Definitivamente es mi última película, porque ya no puedo hacer nada después de haber hecho una película acerca de la muerte. Después de la muerte no sé de qué hablar. ¿Quieren que filme a los gorriones o sobre ir a la playa o hacer filmaciones sobre los publicistas? ya no siento que pueda hablar de nada”, dijo.
El cineasta ahora se reconoce como tal, de hecho utiliza su experiencia para ser el mentor de nuevas generaciones en una labor que le absorbe el tiempo completo y no le permite hacer otras labores artísticas que quiere explorar, “ahora tengo una idea, es un proyecto que no es cine y tampoco es una exhibición. Ando por todo el mundo haciendo talleres con cineastas jóvenes. Mi calendario está totalmente rebasado hasta mayo, estoy muy ocupado y no tengo tiempo de pensar en nada”, comentó.
Finalmente, se despidió con un mensaje consciente de su historia en el cine, “he pasado 40 años haciendo películas en busca de encontrar un lenguaje que ayude a las personas a reflexionar sobre los vacíos, ahora le toca a los jóvenes hacer del cine su lenguaje con el cual desahogar lo que le duele, para saber cómo mejorar como artistas”, concluyó.
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