La modernización de cualquier país pasa por la transformación de los espacios de la vida colectiva, por la forma en que se mueve y se establecen los habitantes de una comunidad, en fin, por la manera en que hacen suyo, el lugar en el que han construido sus historias masivas o privadas. Esa transformación del espacio es sueño, es política, es pretensión, es sueño de progreso, pero también, es ingeniería. Por eso, Bernardo Quintana Arrioja (Ciudad de México, 1919-1984), cabeza de ICA, una de las empresas mexicanas emblemáticas de la segunda mitad del siglo XX, resulta tan importante tanto como empresario como uno de los artífices de la fisonomía actual de nuestro país.
Tal vez, la ingeniería civil sea una de esas disciplinas cuyos logros no siempre son advertidos de manera plena por los beneficiarios de su trabajo. Pero cada habitante de una unidad habitacional o “multifamiliares”, como se les llamó en un principio, cada usuario que aborda un convoy del Metro que opera en la ciudad de México, cuyo subsuelo es, en buena parte, fango, tienen un fragmento de sus biografías en espacios resueltos a partir de la labor ingenieril. Y muchos de los ingenieros civiles mexicanos con desempeño importante en las últimas décadas, salieron del semillero en que se convirtió ICA, a partir de la iniciativa de un puñado de muchachos, casi recién egresados de la Facultad de Ingeniería de la UNAM,dispuestos a competir y a ganarle contratos a constructoras extranjeras.
En un momento en que la industria de la construcción mexicana era poco más que incipiente, la audacia de los jóvenes ingenieros mexicanos los convertiría en personajes de eso que suele llamarse “desarrollo estabilizador”. El liderazgo de Quintana lo llevó a convertirse en cabeza de nuevas organizaciones empresariales que dieron estructura y perspectiva al tradicional sentido práctico de los trabajadores de la construcción.
Hijo de un matrimonio poblano de peculiar perfil “él, empleado en la United Shoe & Leather Co., productora de calzado; ella, concertista de piano” estudió sus primeros años en una escuela privada. Después, ingresaría a la Escuela Nacional Preparatoria y luego a la Facultad de Ingeniería de la UNAM.
Los testimonios familiares hablan de un joven enérgico, emprendedor, tenaz.
Decide casarse en 1940, antes de terminar sus estudios universitarios. Tres años después, ha terminado no solo la licenciatura; también su casa familiar, en la colonia Narvarte, donde el garaje y la bodega terminarían convertidos en un incipiente despacho para Quintana y sus compañeros. No bien se titula como ingeniero civil, emprende también los estudios de arquitectura. Quienes lo conocieron en esos días, en los que era padre de familia, profesional y estudiante al mismo tiempo, aseguran que se daba tiempo para asistir a las corridas de toros, al box, al futbol, sin faltar la gran fiesta de cada 20 de agosto, su cumpleaños y fiesta de San Bernardo.
Esos jóvenes universitarios habían visto, cómo poco a poco, su país, la ciudad que habitaban, se modificaba de manera radical: eran quinceañeros cuando vieron derrumbarse docenas de casitas virreinales para abrir la enorme avenida 20 de noviembre; se dirigían a sus primeras clases de licenciatura cuando en la memoria colectiva aún flotaba el eco de la última rebelión militar, la de Saturnino Cedillo. El recuerdo de los altibajos de los días revolucionarios estaba aún muy fresco. Pero ellos serían diferentes, “Fue un simple grupo de jóvenes cualquiera, de condiscípulos y colegas hermanados en la decisión de contribuir con algo al país; algo que no podía ser otra cosa que ambición, entusiasmo y fe, pues no teníamos nada más. Sólo vocación profesional y cariño por los problemas de la ingeniería”, recordaría muchos años después el ingeniero Quintana. Eran 18 socios fundadores; ninguno pasaba de los 27 años. El capital inicial de ICA, que llegaría a ser una de las grandes empresas mexicanas del siglo XX, con presencia internacional y capacidad para ejecutar grandes proyectos, era apenas de 100 mil pesos, una suma considerable para la época, pero más bien pequeña para los costos de construcción. Para reunirlo, los socios, incluso, vendieron sus automóviles, los que lo tenían. Poco a poco, con unas pocas máquinas, más bien pequeñas, la nueva empresa comenzó a trabajar. En opinión de Quintana, en los días en que ICA comenzó a abrirse camino, apenas se consolidaban las instituciones nacidas de los ideales revolucionarios.
Eran los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Era una época propicia para la expansión empresarial. El ingeniero Quintana recordaba esos momentos como de una importante racha exportadora de productos agrícolas, y el proceso de sustitución de productos industriales extranjeros construía un entorno de oportunidades.
Pero aquellos jóvenes ingenieros aspiraban a ser no solo empresarios exitosos; querían también participar en ese proceso modernizador: “Queríamos modernizar la construcción mexicana”, confesaría Quintana Arrioja. Estaban en el momento adecuado, con el proyecto adecuado. Se reconocieron y se promovieron nacionalistas; sabían que databa de pocos años que las carreteras de nuestro país ya se estaban haciendo por constructoras mexicanas; aspiraban a que fuesen ingenieros mexicanos los que resolvieran los retos que el momento planteaba. Por eso, aunque siempre consideraron que el desempeño del ingeniero civil tenía su campo natural de desarrollo en el mundo de la iniciativa privada, le imprimieron un perfil particular a la nueva empresa: tendría que ser, también, un centro de formación y actualización profesionales.
Así, acuñaron una frase en la que resumían ese afán de crecimiento que guía al empresario, y la visión de progreso que distingue a las generaciones que transforman un país: “se prospera más mientras más desinteresadamente se trabaja”. Era la ingeniería civil entendida como una de las muchas caras de la conciencia social.
Poco a poco, a fuerza de picar piedra, ICA fue ganando terreno, haciendo presencia. Poco a poco, le ganaron contratos a constructores extranjeros, y tuvieron que abrir brecha en un contexto en el cual la excelencia técnica no siempre era el recurso más solicitado; todavía, de manera predominante, “los contratos se otorgaban todavía en función principalmente de influencias y presiones políticas, no de la capacidad técnica.”
Por eso, la alianza entre los arquitectos Mario Pani y Salvador Ortega con el ingeniero Quintana dio lugar a una propuesta novedosa para solucionar el problema de una ciudad en expansión: el Centro Urbano Miguel Alemán, el “multifamiliar”, como se le conoció desde su construcción, iniciada en 1947 y terminada dos años después.
Quintana habría de reconocer que en aquella su primera gran obra, fueron audaces, tanto en costos como en tiempo de realización. Muchos de sus colegas los vieron con recelo; tal vez parecían demasiado jóvenes. Pero finalmente se les adjudicó el proyecto, y con ello, además de generar un conjunto habitacional que ha resistido el paso del tiempo y los sobresaltos de la sismicidad mexicana, adaptaron para nuestro país la manera de vivir en las ciudades, modelo que habían importado de Francia.
Había llegado la era de los multifamiliares, y ni la cultura urbana del mexicano ni su lenguaje ni su manera de vivir en colectivo, volvieron a ser las mismas. El proyecto construido por ICA sería el primero de miles que ahora constituyen la principal solución para los habitantes de las ciudades.
El ingeniero tenía años mirando hacia la consolidación del entorno empresarial que, a fuerza de esfuerzo y tenacidad ser habían ganado los constructores mexicanos. Así fue como promovió la creación, en 1953, de la Cámara Nacional de la Industria de la Construcción (CMIC), de la cual también fue presidente.
Puesto que construcción e insumos es un binomio indisoluble también trabajó para fundar lo que se llamó Cámara del Cemento y que hoy es la Cámara Nacional de la Industria del Cemento. Quintana fue también miembro de la Asociación Mexicana de Caminos, y es comprensible: durante años, el desarrollo de la red carretera mexicana fue uno de los grandes motores de la industria de la construcción.
La vocación de servicio social de Quintana no viró hacia la filantropía, sino hacia el respaldo para mejorar la ingeniería mexicana: fue uno de los miembros fundadores de la Fundación Barros Sierra y de la Federación Interamericana de la Industria de la Construcción, y fue, también, el primer miembro de la Academia Mexicana de Ingenieros. Naturalmente fue benefactor de la facultad de Ingeniería de la UNAM, cuyos egresados solían tener excelente acogida en ICA.
Con los años, el fomento al trabajo en equipo se volvió uno de los rasgos importantes en Quintana Arrioja: “El profesionista, el empresario, cualquier hombre de acción, no puede desarrollarse aislado, marginado de las diversas formas de asociación y de cooperación múltiple entre sus colegas, entre compañeros de trabajo, entre condiscípulos, entre empresas, en fin entre todas las entidades y personas vinculadas a su labor”, aseguró en un discurso. “Mi propia experiencia como constructor e industrial, es que me debo precisamente a una actividad de grupo.
Fallecido en 1984, un decreto del presidente Vicente Fox dispuso el traslado de sus restos a la Rotonda de las Personas Ilustres en 2005.
En términos de su obra personal, Bernardo Quintana Arrioja produjo proyectos importante para la modernización técnica del país: dirigió los proyectos de construcción de algunas de las grandes hidroeléctricas mexicanas, como Chicoasén, Infiernillo, Malpaso y Santa Rosa, y participó en el proceso de conclusión de las primeras líneas del Sistema de transporte Colectivo Metro.
Al fin y al cabo ingeniero, miraba en los grandes proyectos técnicos regionales la llave del desarrollo. En 1971, en un Congreso Nacional de Ingeniería, subrayó la relevancia de algunos de ellos: “Recordemos el caso de las comisiones del Tepalcatepec, el Balsas, el Papaloapan, que constituyeron promociones regionales de gran alcance y fueron realizadas con visión integral. Precisamente esas experiencias nos educaron y nos permitieron advertir que, visto de conjunto, nuestro desarrollo económico y social necesitaba de una acción mucho más programada, más previsora, más multilateral, que asimilara las ricas enseñanzas de aquellas realizaciones hechas de acuerdo a planes globales.Pero si en términos de las grandes obras regionales, ICA es un necesario elemento en los recuentos técnicos, en la memoria de los grandes hitos arquitectónicos e ingenieriles de la segunda mitad del siglo XX, Quintana y sus compañeros se vuelven artífices de los espacios de la memoria: desde el Estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria hasta el Papalote, Museo del Niño de la ciudad de México.
Obras conocidas por millones de mexicanos, como el Palacio de los Deportes, el Estadio Azteca y el Estadio Omnilife fueron realizados por ICA. Son también parte de su huella el centro comercial Plaza Universidad –el primer mall mexicano—y la Torre Mayor, que en sus primeros días tuvo un mirador para contemplar la megalópolis que ya era la ciudad de México, infinitamente más grande que aquella en la que el ingeniero Quintana empezó a soñar.
Copyright © 2018 La Crónica de Hoy .