Con las primeras horas de diciembre de aquel 1828 llegó el caos a la capital, aunque en realidad, era la consecuencia de un forcejeo político que había comenzado meses atrás: en el verano, en agosto, se habían efectuado las elecciones presidenciales para elegir al sucesor del presidente Guadalupe Victoria. Dieciocho estados generaron 36 votos; Durango se abstuvo, pues su legislatura no estaba aún reunida. Los resultados dieron la victoria a Manuel Gómez Pedraza, con once votos. El segundo lugar lo tuvo Vicente Guerrero, con 9 votos, y el resto se los dividieron otros tres candidatos: Melchor Múzquiz, Ignacio Godoy y Anastasio Bustamante.
Era una lucha de poder. Los yorkinos más moderados apoyaban la candidatura de Gómez Pedraza, y los radicales se pronunciaban por Vicente Guerrero, quien se inconformó; alegó que los votos provenían de estados solamente favorables a Gómez Pedraza. Los partidarios del antiguo insurgente se pusieron en movimiento. Empezaba septiembre cuando Antonio López de Santa Anna se trasladó a la fortaleza de Perote, a la cabeza de 800 hombres. Posesionado del lugar, emitió un plan donde desconocía la victoria de Gómez Pedraza, y exigía se reconociera a Guerrero como presidente. A la rebelión se sumaron otros personajes; se supo que en Acapulco habían tomado el fuerte de San Diego, luego llegó a la capital la noticia: en Chalco y en Apam ocurrían cosas similares. Poco a poco el conflicto llegó a las puertas de la ciudad de México. El desastre comenzó en las orillas de la capital, a las puertas de un sitio que llegaría a ser conocido como la prisión más oscura e infecta del país.
INICIA EL MOTÍN Y SE ACERCA AL PARIÁN
La Acordada se encontraba en las cercanías de la Alameda. Se trataba de una construcción de 1710, y servía como tribunal y cárcel. Curioso nombre tenía: provenía de “una disposición acordada” en el seno de la Audiencia. Ahí se juzgaba a ladrones y salteadores de caminos; se ejecutaban criminales, se dictaban sentencias de destierro y trabajos forzados en obra pública o en los hospitales, y de ahí se enviaban reos a las cárceles de la Inquisición.
Sin que se le asignara algún nombre más preciso, los novohispanos del siglo XVIII y los mexicanos de la nación apenas independizada se referían al sitio como “la Acordada”. En 1828, también se almacenaban ahí municiones y piezas de artillería.
La noche del 30 de noviembre de 1828, comenzó la sublevación en la ciudad de México. Santiago García, coronel del Batallón Tres Villas, inició el alzamiento contra el gobierno de Guadalupe Victoria. La exigencia era la misma: que se le otorgara el triunfo electoral a Vicente Guerrero, desconociendo los votos de Gómez Pedraza. A Santiago García se sumó otro coronel, José María de la Cadena. A poco, se sumó el brigadier José María Lobato, y a la rebelión se agregaría Lorenzo de Zavala, que era gobernador del Estado de México.
Atrincherados en la Acordada, García, De la Cadena y Lobato, empezaron a azuzar a la tropa y a todos los que se acercaron al lugar para ver qué ocurría.
Los rebeldes le ofrecieron a todo aquel que quiso escuchar, que, si triunfaban, habría permiso para apoderarse de las abundantes y ricas mercancías que lo mejor del comercio capitalino ofrecía, a quien pudiera pagarlo, en el concurridísimo Parián.
Era el Parián un almacén que ocupaba la parte poniente de lo que hoy es la plancha del Zócalo capitalino. Ahí se vendían las mejores mercancías y objetos de deseo de toda la ciudad de México; ahí llegaban los objetos más exquisitos, traídos de Oriente por la Nao de China. En la planta baja tenía accesorias y en el piso alto se encontraban los almacenes de mercaderías. Dentro, el edificio tenía corredores llenos de comercios. La fachada oriente, que daba a Palacio Nacional, tenía comercios de rejas, campanas e instrumentos de labranza, y relojerías famosas por los artefactos que vendían: relojes con campanitas que tocaban delicadas melodías, y relojes con pájaros mecánicos. Del lado contrario, que daba al Portal de Mercaderes, estaban famosos comercios, como la Gran Sedería de Rico, el local de oro de Morquecho y Prieto (abuelo de Guillermo Prieto), Muy conocido era también el local de reboceros muy famosos y ricos, los señores Romero y Mendoza.
Eran los comercios del Parián, “el templo de la moda”. Los cajones -así se les llamaba en el siglo XIX a los comercios- vendían lo más fino de lo más fino; desde medias y ropa interior, hasta las casacas más finas, los vestidos y los tápalos -especie de chal que se inventó para atenuar los escotes amplios- más ricos. Los dependientes del Parián eran atentos y de finas maneras. Ir al Parián era ir a comprar, ver y dejarse ver; era el centro social de buen tono, de currutacos y petimetras, de elegantes y pretensiosos; ir a comprar al Parián quería decir que se tenía el dinero y la elegancia. Los clientes del Parián eran la élite de la capital. Era natural que todos aquellos que ni en sueños podrían ganar, en toda su vida, lo suficiente para comprar cualquier chuchería de la tienda más menor del Parián, viera con ambición, incluso con envidia, a quienes sí podían hacerlo. Esa fue la gran tentación, el anzuelo que alborotó a los más desamparados de la ciudad, a los léperos, a los truhanes que vivían de robos y trampas en los juegos de azar. Así se empezó a incubar el motín que se haría oscuramente célebre.
CUNDE LA VIOLENCIA
Empezó diciembre. Las tropas del gobierno se enfrentaron a los rebeldes. Hubo intercambio de disparos. Era el 2 de diciembre, y uno de los sublevados, el coronel García, estaba muerto. El coronel Gaspar López, de las fuerzas gubernamentales, también. El día 4, la policía asignada a la Acordada se sumó a la sublevación, se declararon en rebeldía y también comenzaron a invitar al pueblo sumarse a ellos. A cambio, tendrían una parte del botín del Parián.
Con esa promesa en mente, militares, policías y el populacho alborotado empezaron a moverse hacia la ciudad. Eran las cinco de la tarde cuando una multitud, ciega y sorda, llegó a la Plaza Mayor. Se fueron sobre el Parián y empezó el caos: un caos oscuro, violento, que arrasó todo a su paso.
Empezó el saqueo: no hubo puerta, reja o candado que pudiera contener a los amotinados. Los que no se llevaron las ricas vestimentas, los elegantes sombreros, o los curiosos relojes, se fueron directo a las cajas donde se guardaban las ganancias. Se robó, se rompió. Se destruyó. De paso, buena parte de los más pobres de la capital se cobraron lo que hoy llamaríamos sus resentimientos sociales. Nadie pudo ponerles freno.
Los amotinados llegaban al Parián, tomaban lo que apetecían y se iban corriendo a ver quién les daba unos pesos por el fruto de su hurto. Luego, volvían por más objetos para repetir la operación. Después de robar, le pegaron fuego al lugar, pero las llamas, que consumían lo que aún quedaba, no fueron obstáculo para los que llegaban con retraso al asalto, y se internaban en el incendio para pepenar lo que pudieran.
La ciudad entró en pánico, No hubo hogar que no se enterara de lo que estaba ocurriendo en la Plaza Mayor. En muchas casas, el desastre del Parián iba a dejar familias en la miseria. Un niñito, Guillermo Prieto, que desde pequeño era curioso, observador y memorioso, escribió, muchos años después, una postal de aquella tarde enloquecida:
Se rompían puertas, se regaban joyas y encajes por los suelos, se desbarataban cajas con tesoros, se herían, se asfixiaban por arrebatarse lo que cogían, y ni el delirio, ni el incendio, ni el terremoto puede dar idea de aquella invasión, vergüenza y oprobio eterno de sus autores… que se paseaban triunfantes entre los vítores del populacho, ebrio y desenfrenado… las calles de la Palma, del Refugio frente al Empedradillo [la actual Monte de Piedad] y Plateros [Madero], se tapizaban con el cambray, los riquísimos paños, los vistosos listones…
ADEMÁS DEL ROBO, LOS ASESINATOS
Todos los testimonios coinciden: el pueblo se sumó al pillaje. Ya no fue solamente el Parián. Todos los comercios fueron tomados por asalto, y murieron todos aquellos que intentaron poner freno a los ladrones.
Las ambiciones humanas se desataron: los ladrones eran asaltados a los pocos metros del lugar donde habían obtenido su botín. Apuñalados, degollados, ahorcados abundaban por las calles sumidas en el humo y la gritería; los cadáveres flotaban en las acequias que aún existían en la ciudad. Con las ropas rasgadas, las cabelleras alborotadas, los soldados rebeldes eran una visión aterradora, y aún así, tenían fuerzas para ir a esconder el producto de sus robos hasta la Acordada. En la Plaza Mayor, el fuego había alcanzado parte del Palacio Nacional.
La violencia se extendió. Crímenes grandes y pequeños se cometieron por toda la ciudad. Los resentimientos afloraron y vieron la hora propicia para satisfacerse. El gobernador Lorenzo de Zavala decidió que iba a cobrar algunas cuentas pendientes, y ordenó el fusilamiento del teniente coronel Manuel González y al coronel Cristóbal Gil de Castro. Encarrerado, De Zavala se dirigió a la casa del senador Tomás Vargas, en la calle del Indio Triste. Como no lo encontró, enfurecido, permitió el saqueo, y después incendió la librería que Vargas tenía en la planta baja de su hogar. Atacó también a un magistrado, Juan de Raz, y lo hirió con pistola.
En ese oscuro ir y venir entre la ciudad y la Acordada, empezaron a reunir los cadáveres. En las cercanías del tribunal-prisión, se cavaron zanjas a donde fueron apilados los cuerpos de las víctimas de aquel huracán.
Luis González Obregón apunta que Lorenzo de Zavala no fue el único que se cobró sus resentimientos asesinando contrincantes políticos: muchos crímenes así se cometieron aquella noche, pero las noticias de uno en particular, han sobrevivido: las del homicidio ocurrido en la Casa de los Azulejos, hogar de los condes del Valle de Orizaba.
La víctima era el ex conde, don Andrés Diego Suárez de Peredo: cuando el caballero bajaba las escaleras del palacio, fue atacado a puñaladas por un militar, un oficial llamado Manuel Palacios, quien lo dejó muerto, sangrando por numerosas heridas. ¿La causa? Don Diego se oponía a un noviazgo entre el militar y una muchacha de la familia. Ahora, cuando en el siglo XXI se insiste en la leyenda urbana, según la cual hay un fantasma que ronda en la Casa de los Azulejos, no queda duda, si hubiera espíritus errantes, que se trataría de aquel hombre, víctima de la violencia desatada por el Motín de la Acordada.
El desastre fue total: el Congreso, amedrentado por la violencia, transgredió el orden constitucional y declaró presidente a Vicente Guerrero (del que siempre se sospechó como instigador del motín); el presidente electo, Gómez Pedraza, prefirió escapar de la ciudad y se refugió en Guadalajara. Anastasio Bustamante fue nombrado vicepresidente electo.
Guillermo Prieto recordó que el miedo flotaba en la ciudad en los días que siguieron. Nadie se atrevió a denunciar los saqueos; mucho menos se reclamó el resarcimiento de las cuantiosísimas pérdidas. En los oídos de los habitantes de la ciudad todavía resonaba, en ese oscuro fin de año, el grito enloquecido de los sublevados:
¡Vivan Guerrero y Lobato!
¡Y viva lo que arrebato!
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