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Caricaturas entrañables y lacrimógenas; preparatorianos alborotados y niños cantantes: la memoria entrañable de los 80

No solo de telenovelas vive el hombre. Y la industria televisiva mexicana lo sabía muy bien. Los años ochenta trajeron algunos programas y series memorables, dieron continuidad a las alegrías y a las fobias de infancia de muchos que hoy son adultos, y pusieron a los chavos de entonces a bailar de un modo distinto

No solo de telenovelas vive el hombre. Y la industria televisiva mexicana lo sabía muy bien. Los años ochenta trajeron algunos programas y series memorables, dieron continuidad a las alegrías y a las fobias de infancia de muchos que hoy son adultos, y pusieron a los chavos de entonces a bailar de un modo distinto

Caricaturas entrañables y lacrimógenas; preparatorianos alborotados y niños cantantes: la memoria entrañable de los 80

Caricaturas entrañables y lacrimógenas; preparatorianos alborotados y niños cantantes: la memoria entrañable de los 80

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El México de los ochenta no podía hacer oídos sordos a las voces de la globalidad que comenzaban a sonar, de manera más acentuada, y que provenían de los vaivenes de la cultura occidental. Si bien el género telenovelero siguió siendo la carta fuerte de la televisión privada, y su llave para los mercados extranjeros, la demanda de contenidos de entretenimiento y musicales eran una realidad insoslayable, y así aquella generación tuvo sus propios programas, creados para dejarles en la memoria un mar de recuerdos.

DE REMI AL CONDE PÁTULA, PASANDO POR LA REPETICIÓN DE LOS PICAPIEDRA. Los contenidos infantiles no eran, en realidad, mucho problema: durante más de un cuarto de siglo, los niños mexicanos habían visto transmisiones y retransmisiones de algunas series animadas —comenzaba a dejar de estar de moda llamarlas “caricaturas"— y nadie parecía cansarse de ver, una y otra vez, Los Picapiedra, La Pantera Rosa (uno de los hits de la década anterior), Don Gato y su Pandilla (otro hit, pero de veinte años antes), cualquier cosa que tuviese que ver con Mickey Mouse —ya nadie le decía Ratón Miguelito, como no fuera Alejandro Suárez en su gustadísima sección La Palabra Canta, del programa La Carabina de Ambrosio— y el infaltable Correcaminos, siempre triunfante, en hilarantes correrías, sobre el eternamente apaleado Coyote, y Los Pitufos, a pesar de las leyendas urbanas, vivían sus momentos de gloria en tierras mexicanas.

La llegada de las series de animación japonesas vino a enriquecer el mundo de la televisión infantil, y en los años ochenta los niños vieron lo mismo adaptaciones de clásicos con manufactura nipona, como Heidi o Marco (un lacrimógeno cuento sacado del libro decimonónico Corazón, de Edmundo de Amicis o Remi, proveniente de una historia francesa aún más lacrimógena. Los traumas infantiles por las desgracias de Remi, las muertes del monito Corazón Alegre y del Señor Vitalis son el origen de que, hoy día, muchos adultos empleen la expresión “Ojo Remi” u “Ojito Remi” para definir ese momento en que, ante la adversidad o ante tragedias que derrumban al más echado para adelante, las lágrimas, esas tercas delatoras del drama interno, brillan apenas en los ojos del infortunado o infortunada.

En esa misma tónica de animación japonesa con fuertes acentos dramáticos, estaba Candy Candy, animación sobre las peripecias de una jovencita, con sus amores, sus esperanzas y sus anhelos, y que, en el fondo, no desmerecía ante las tramas de las telenovelas  que en México se creaban para un segmento de audiencia con más años. Las animaciones de aventuras, alejadas del melodrama. Atraían también a los chicos de la casa: historias como Mazinger Z, cargadas hacia la especialidad japonesa de muchas naves voladoras, robots con poderes sorprendentes y sentimientos casi humanos, personajes humanizados provenientes de otros mundos como los Thundercats, los felinos Cósmicos, o salidos de mundos fantásticos, parecidos a eras muy lejanas del género humano, cuando lo fantástico y lo mágico se mezclaban en la eterna lucha entre el bien y el mal, como en He-Man y los Amos del Universo.

Pero los tiempos cambiaban, y exigían novedades hasta para los más pequeños. Eso explica que, a la par que Plaza Sésamo se consolidaba como una presencia consolidada en el campo de la televisión que, al mismo tiempo que entretenía, educaba, surgiera Odisea  Burbujas, una apuesta de la televisión privada para plantear nuevas temáticas para los niños, acordes con la nueva década: la conservación del planeta, eso que ya empezaba a llamarse “ecología”, era una de las preocupaciones que la serie compartió con los seguidores de Mafafa Musguito, el sapo Patas Verdes, su ahijado Mimoso ratón, y el abejorro reportero Pistachón ZigZag. Y aunque la Televisa de aquel tiempo afirmaba que le interesaba eliminar la violencia de su programación para niños, lo cierto es que todas las series animadas que se veían en el canal 5, eran emocionantes, tenían mucha audiencia, y no eran precisamente, un paraíso de la paz.

Una de las mejores adquisiciones que la televisión mexicana hizo en aquella década, en materia de series animadas, fue el incomparable Conde Pátula, pato-vampiro-vegetariano de manufactura inglesa, llegado en la segunda mitad de los ochenta, y que, gracias al delicioso doblaje al español mexicano, se había convertido en el tiernísimo y simpatiquísimo Patolín, custodiado por su amargado mayordomo Igor, agobiado por su sobreprotectora y tontísima Nana, y que, en un descuido, cantaba una o dos canciones rancheras, y aseguraba que su tío muy querido era, nada más y nada menos, que el actor Germán Robles, el legendario vampiro del cine mexicano.

El Conde Pátula se quedaría por un buen rato en las pantallas mexicanas, en el conocido esquema de la retransmisión, sin que nadie se quejara por ello.

Fue en los ochenta en que las series animadas dejaron de ser patrimonio exclusivo del público infantil. Adultos jóvenes, preparatorianos, universitarios se convirtieron en consumidores de “caricaturas”, y no era raro escuchar, en un andador de Ciudad Universitaria, que alguien hablase de Remi, o del dulce pato vampiro.

UN PREPARATORIANO COMO TÚ: LOS CACHUNES. Aún resonaba en la radio mexicana el eco de las grandes películas musicales de los años setenta: Fiebre de Sábado por la Noche, y Vaselina, que era un musical que en México se montaba desde 1974 por Julissa. Como las tramas y personajes de Vaselina se remitían al mundo de los años 50, el productor Luis de Llano Macedo ideó una versión actual de la vida diaria, con sus dramas y sus alegrías, de los preparatorianos que iban, poco a poco, convirtiéndose en adultos jóvenes. Ese fue el origen de una serie gustadísima y que lanzó al estrellato a algunos de los jóvenes actores que se estaban formando en el entonces muy joven CEA, el centro de formación actoral  de Televisa: Cachún Cachún Ra Ra, cuyos protagonistas fueron conocidos, muy pronto, como Los Cachunes.

En ese momento nadie sabía que algunos de esos jovencitos harían carrera larga en alguna de las muchas ramas de la actuación. En esos momentos, eran solamente Baby, Petunia, Chicho, Lenguardo, Calixto y muchos más. Mucho de la personalidad real de aquellos muchachos traslucía en sus personajes, como Arianne Pellicer, que encarnaba a una chica punk, Nina —como la punk Nina Hagen—. Pero en la vida de todos los días, Arianne sí era una muchacha punk, y tenía entre sus amistades a algunos grupos de rock mexicano que se empeñaban en abrir brecha de nuevo, como Ritmo Peligroso.

Surgidos en 1980, Los Cachunes se volvieron un fenómeno para la teleaudiencia adolescente mexicana, a grado tal, que, consagrados en la televisión, dieron el salto al teatro musical. Contra el escepticismo del actor y productor Manolo Fábregas, Los Cachunes volvieron a ser un éxito desde el día de su ensayo general, cuando 2 mil personas llenaron el teatro San Rafael de la Ciudad de México para verlos. Los boletos se agotaban, mientras los muchachos grababan un disco con las canciones de la obra. Inevitablemente, apareció una película: Cachún Cachún Ra Ra: Una loca, loca preparatoria.

Los Cachunes se volvieron tan queridos por los televidentes mexicanos, que la muerte de una de ellos, Viridiana Alatriste, hija de Silvia Pinal, en un accidente automovilístico, en 1982, fue una tragedia más allá del mundo del espectáculo. Empezó a tejerse otra leyenda urbana, “la maldición de Los Cachunes”, pues, al correr del tiempo, otros siete de los protagonistas fueron falleciendo por causas diversas.

El “Concepto Cachún” empezaba a desgastarse; una segunda generación de actores jóvenes del CEA entraron al quite en una producción teatral musical que se llamó Vacachunes. Eran jóvenes que a la vuelta de unos pocos años, iban a estar en el candelero de las telenovelas, como Ari Telch, Adela Noriega, Nailea Norvind y uno que otro personaje peculiar, como Eugenio Derbez.

Aquella segunda generación cachún actuaba en los Televiteatros de la avenida Cuauhtémoc de la Ciudad de México. El 19 de septiembre de 1985, aquellos teatros de la colonia Roma se derrumbaron y la temporada se suspendió. Así terminaba una historia de adolescentes ochenteros. Sus protagonistas, del mismo modo que muchos de sus televidentes, se iban convirtiendo en adultos, y les tocaría un México distinto al que habíamos tenido hasta entonces.

NIÑOS QUE CANTAN: TIMBIRICHE. Fuera de clásicos longevos como Cri-Cri; de consagrados que ahí seguían, como Chabelo y el Tío Gamboín, y que habían caído en la tentación de grabar discos con temas infantiles, sumado a la música que se derivaba de las películas de Walt Disney, y unas pocas canciones salidas de Plaza Sésamo, lo cierto es que en los tempranos años ochenta había muy poca producción musical para niños. Con el disco de Odisea Burbujas, el género dio un pasito más, pero solo un pasito. Entonces, y ante la inminente llegada a México del grupo infantil español Parchís, se discurrió la creación de un grupo de niños que cantaran pop. Pop simple, sencillo para los chamaquitos mexicanos. Ese fue el origen de Timbiriche, con Diego, Sasha, Mariana, Paulina, Benny y Alix, que tenían entre 11 y 13 años. Estaban a punto de ser adolescentes ochenteros.

Timbiriche apareció en la televisión mexicana el día del niño de 1982, en Hoy Mismo, un programa que conducía el periodista Guillermo Ochoa. Era un programa especial donde el joven cantante español Miguel Bosé hacía de diablo y en torno a él aparecían los niños, caracterizados como diablillos y angelitos. Después hicieron su aparición formal en el clásico Siempre en Domingo de Raúl Velasco.

Cuando, a poco, llegaron a México los Parchís, hubo en televisión un mano a mano. La diferencia cultural era notoria: los chicos españoles, venidos de un país que vivía su transición democrática, apenas ocho años después de la muerte de Francisco Franco, aún cantaban canciones que, para los gustos actuales, podrían ser calificadas de “ñoñas”. Los Timbiriche venían de otro momento, de una cultura más global —en México nadie tenía la menor idea de lo que era el parchís, un juego de mesa—. El nuestro era un país que se iba construyendo, entre crisis y esperanzas, su modernidad, y al que, la cercanía de la cultura estadunidense proporcionaba otros referentes. Timbiriche cantaba rock, pop, y versiones suavizadas de grandes musicales, como El baile del sapo, proveniente del Show de terror de Rocky. Así salieron al mundo, así crecieron y se convirtieron en los compañeros indispensables de los jóvenes de los ochenta.