Cultura

Ciento Cincuenta Cuentos Cortos, de Lydia Davis

Ciento Cincuenta Cuentos Cortos, de Lydia Davis

Ciento Cincuenta Cuentos Cortos, de Lydia Davis

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La gente no sabía lo que ella sabía, que en realidad no era una mujer sino un hombre, a menudo un hombre obeso pero más a menudo quizá un anciano. El hecho de ser un anciano le dificultaba ser una mujer joven. Le dificultaba hablar con un hombre joven, por ejemplo, pese a que éste mostrara un claro interés por ella. Tenía que preguntarse: “¿Qué hace este joven coqueteando con un anciano?”.

Está de pie ante un pescado, pensando en ciertos errores irreparables cometidos hoy. El pescado ha sido cocinado y ella se halla a solas con él. El pescado es para ella: no hay nadie más en casa. Pero ella ha tenido un día difícil. ¿Cómo puede comerse el pescado que se enfría sobre una losa de mármol? Y sin embargo el pescado, inmóvil como se encuentra, despojado de huesos y piel plateada, tampoco se ha visto nunca tan completamente solo como ahora: violado de una manera definitiva y observado con mirada de fatiga por esta mujer que ha cometido el último error de su jornada y le ha hecho esto.

Anoche Mildred, mi vecina del piso inferior, se masturbó con un oboe. El oboe chilló y resopló en su vagina. Mildred gimió. Después, cuando creí que había terminado, empezó a gritar. Permanecí en la cama con un libro sobre la India. Podía sentir cómo el placer atravesaba la duela y se colaba en mi habitación. Claro que podría haber otra explicación para lo que escuché. Quizá no fue el oboe sino quien tocaba el oboe el que penetraba a Mildred. O quizá Mildred golpeaba a su perrito nervioso con algo delgado y musical similar a un oboe.

Mildred la gritona vive debajo de mí. Tres chicas de Connecticut viven arriba de mí. Y luego está una pianista con dos hijas en el segundo piso y algunas lesbianas en el sótano. Soy una persona sobria, una madre, y me gusta acostarme temprano, pero ¿cómo puedo llevar una vida normal en este edificio? Es un circo de vaginas que brincan y retozan: trece vaginas y un solo pene, el de mi hijo pequeño.

Era tan sigiloso, tan delgado y pequeño, que apenas notaban su presencia. El cuñado. No sabían de quién era cuñado ni de dónde venía ni si llegaría a marcharse.

Aunque buscaban un hundimiento en el sofá o un desacomodo entre las toallas no podían adivinar dónde dormía por la noche. No dejaba ningún olor tras de sí.

No sangraba, no lloraba, no sudaba. Estaba seco. Hasta su orina se divorciaba de su pene y caía en el inodoro casi antes de abandonar su cuerpo, como bala expelida por una pistola.

Apenas lo veían: si entraban en una habitación él se fugaba igual que una sombra, escabulléndose por el umbral de la puerta, deslizándose por el alféizar. Todo lo que oían de él era una respiración, y aun así no podían garantizar que no se trataba de una brisa fugaz al pasar sobre la grava de afuera.

No les podía pagar. Cada semana dejaba dinero, pero cuando ellos entraban en el cuarto a su modo lento y ruidoso el dinero era sólo una niebla verde y plateada en la bandeja de la abuela, y al momento que querían tomarlo ya no estaba allí.

Pero no les costaba prácticamente nada. Ni siquiera podían decir si comía, ya que tomaba tan poco que no significaba mayor cosa para ellos que tenían un gran apetito. Salía de algún lugar en la noche con una navaja filosa en la mano blanca y de huesos finos y se arrastraba por la cocina, rasurando rodajas de carne, de nueces, de pan, hasta que le pesaba el plato delgado como papel. Llenaba su taza con leche, pero la taza era tan pequeña que no le cabían más de una o dos onzas.

Comía sin hacer ruido, con pulcritud, sin permitir que una sola gota cayera de su boca. No dejaba marca alguna en la servilleta con que se limpiaba los labios. No había mancha alguna en su plato, ni migajas en su tapete, ni rastros de leche en su taza.

Tal vez se habría quedado varios años más si un invierno no le hubiera resultado tan severo. Pero no podía tolerar el frío, así que empezó a desvanecerse. Durante largo tiempo no estuvieron seguros si aún se hallaba en la casa. No había una forma infalible de constatarlo. Pero en los primeros días de primavera asearon el cuarto de huéspedes donde con justa razón él había dormido y donde ya no era más que una especie de vapor. Lo sacudieron del colchón, lo barrieron del piso, lo limpiaron del cristal de la ventana, y nunca supieron qué habían hecho.

El único despierto, la casa en silencio, las calles a oscuras, la presión del frío a través de las mantas, no quiere despertar a sus anfitriones y por ende, primero, su enroscamiento fetal, su búsqueda de un hueco cálido en el colchón…

Después su sigilosa excursión por el piso en pos de una silla para ponerse de pie y alcanzar con mano insegura las cortinas, que coloca sobre las otras cubiertas de su cama…

Su satisfacción con el nuevo peso que lo presiona hacia abajo y entonces su sueño pacífico…

En otra ocasión este visitante insomne, otra vez con frío y sin hallar cortina alguna en su habitación, sale y toma el tapete del pasillo con el mismo propósito, inclinándose y enderezándose entre las sombras…

Cómo la pesadez es una mano férrea sobre él y el polvo que le congestiona la nariz no es nada en comparación con el modo en que el tapete sofoca su inquietud…