Escenario

Cine documental en México: Cronología de un género menospreciado

Primera Parte. De la llegada del cine a México, pasando por el uso didáctico y el menosprecio, hoy en día la escena nacional del género es una de las más importantes del mundo

Primera Parte. De la llegada del cine a México, pasando por el uso didáctico y el menosprecio, hoy en día la escena nacional del género es una de las más importantes del mundo

Cine documental en México: Cronología de un género menospreciado

Cine documental en México: Cronología de un género menospreciado

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El historiador Aurelio de los Reyes ha repetido en muchas ocasiones que la verdadera Época de Oro del cine mexicano no se vivió entre los años 30 y 50, sino que fue durante los años de la Revolución Mexicana. Su principal argumento ante sus declaraciones es que fue el momento en que se usó el cine para hacerlo testigo de un hecho histórico con el ejercicio cinematográfico documental.

Desde entonces el género documental ha tenido un desarrollo que ha pasado de lo histórico a lo didáctico y del menosprecio a una de las principales formas de expresión para plasmar la cruel realidad. Así ha sido la historia del cine documental en México, que en el nuevo milenio está viviendo su segunda era más importante, si aceptamos el argumento de De los Reyes, con directores como Tatiana Huezo, Juan Carlos Rulfo, Everardo González, Roberto Fiesco y el recientemente fallecido Eugenio Polgovsky, que retan a las raíces culturales que hacen pensar que México vive en la ficción.

El cine documental llegó a México de la mano con el inicio del cine mismo. La noche del 6 de agosto de 1896, el presidente Porfirio Díaz, su familia y miembros de su gabinete presenciaban asombrados las imágenes en movimiento que los dos enviados de los hermanos Lumière proyectaban en uno de los salones del Castillo de Chapultepec. Encantado por sumar su imagen en celuloide con el zar Nicolás II y con el presidente francés Félix Faure, el presidente Díaz permitió que lo filmaran, convirtiéndose en el primer actor del cine mexicano. Ahí comenzó la historia del documental en México.

Hombres como Jesús H. Abitia, Enrique Rosas, Enrique Echaniz y Salvador Toscano, fueron algunos de los pioneros del género, pues su cámara fue testigo de momentos históricos como el fraude electoral de 1910, en medio de la toma maderista de la plaza, que se manifestaba indignada y que comenzaba el levantamiento del pueblo. Toscano estuvo también en la última toma de protesta del reelegido presidente el 1 de diciembre de 1910, en un ambiente que su madre calificó de “paz casi sepulcral”. “Es como si la historia desfilara frente a la cámara”, así lo definió el estudioso del cine mudo en México, Aurelio de los Reyes.

Desde ese momento se tomó al cine como una forma de propaganda, primero al servicio de los revolucionarios y luego del gobierno. Francisco I. Madero supo aprovechar las habilidades de Salvador Toscano y de los hermanos Alva; Victoriano Huerta intentó utilizar a los norteamericanos Frank Jones y Fritz Arno Wagner, para ilustrar el supuesto poder y profesionalismo de un ejército federal; Venustiano Carranza contó con los servicios del cineasta George D. Wright y Álvaro Obregón se hizo acompañar por el notable fotógrafo Jesús H. Abitia a lo largo de sus ocho mil kilómetros en campaña, por sólo mencionar algunos casos.

Uno de los grandes documentales nacionales es Memorias de un mexicano (1950) de Salvador Toscano, en el que su hija Carmen se dio a la tarea de recuperar y organizar todas las imágenes que su padre había filmado durante la revolución. Los filmes sobre los hechos históricos se extendieron hasta la llegada de Lázaro Cárdenas al poder, cuando decide darle al cine un uso didáctico, particularmente al género documental de la mano de la docuficción de Redes (1934), dirigida por Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel.

En la mentada Época de Oro, el cine documental sólo destacó por retratar aspectos de la geografía o la cultura nacional: Nace un volcán (1943) de Luis Gurza, documentó la erupción del Paricutín en el estado de Michoacán; Carnaval chamula (1950) de José Báez Esponda, capturó el universo místico indígena; y Torero (1956) de Salvador Velo, mostraba material sobre el matador Luis Procuna y su familia, por mencionar algunos filmes.

Los parámetros del cine documental no cambiaron hasta los convulsos años 60. La Época de Oro del cine nacional había terminado simbólicamente con la muerte del ídolo de Guamuchil, Pedro Infante. El séptimo arte no solo cayó en decadencia por problemas económicos sino que se había estancado en líos burocráticos y sindicales. Fue en esta década cuando surgió una generación de directores como Alberto Isaac, Juan Ibáñez, Carlos Enrique Taboada y Sergio Véjar, que comenzaron a hacer filmes de ficción de una transición ideológica.

Posteriormente, algunos cineastas de esa camada se pasaron al terreno documental, como Alberto Isaac, que a pesar de estar al servicio del gobierno llegó a competir por un Oscar al Mejor Documental por su rodaje de las Olimpiadas en México (1969). Sin embargo, el documental más importante de esos años fue El grito (1968) de Leobardo López Aretche, que fue un testimonio del movimiento estudiantil de 1968 en Tlatelolco y que marcaría el comienzo de una gradual politización de la cinematografía nacional.

Los directores noveles de entonces como Jorge Fons, Arturo Rípstein, Giovanni Korporaal, Felipe Cazals, Alejandro Pelayo, Rafael Montero y José Luis García incursionaron en la realización de documentales con temáticas de corte sociopolítico con obras como Así es Vietnam (1970) de Fons; Lecumberri: el palacio negro (1976) de Rípstein; e Islas Marías (1979) de Korporaal, por citar algunas.

Algunos documentales más encaminados a temas de denuncia como Los hombres cultos (1972), de Nacho López; Ser (1973), de José Rovirosa; Historia de un documento (1971); Etnocidio: notas sobre El Mezquital (1977), de Paul Leduc y Jornaleros (1977), de Eduardo Maldonado, tuvieron poca o nula difusión. Otros documentales importantes de la época fueron El día en que vinieron los muertos/Mazatecos I (1979) de Luis Mandoki; Judea, Semana Santa entre los coras (1973) y María Sabina, mujer de espíritu (1979), ambas de Nicolás Echevarría, además de que Centinelas del silencio (1971), de Manuel Arango y Robert Amram se convirtió en el primer y único cortometraje documental mexicano en ganar un Oscar.

Durante la década de los 80 y los 90 la aparición de nuevas tecnologías de grabación de bajo costo, como el videocasete, propiciaron un cambio decisivo en la capacidad de difusión de las obras documentales, porque se pudieron evadir los mecanismos de censura política del Estado que llegaron desde que el presidente José López Portillo, en enero de 1977, nombró a su hermana Margarita como directora de Radio, Televisión y Cinematografía (RTC), dependiente de la Secretaría de Gobernación, con una administración funesta.

Dos de las principales realizadoras tenaces de los años 80 fueron Maricarmen de Lara con No les pedimos un viaje a la Luna (1986), que relata la experiencia de un grupo de costureras en el Distrito Federal, quienes a raíz de los terremotos de 1985 perdieron a varias de sus compañeras; y Lourdes Portillo, quien destacó con Las madres de la Plaza de Mayo (1985), su primer largometraje, quien sigue la perseverancia de estas mujeres que no olvidan a los desaparecidos de las dictaduras argentinas; más tarde con La ofrenda (1989) y El diablo nunca duerme (1994) que exploran la singularidad de la mexicanidad.

Posiblemente el más importante de esos años de transición fue Carlos Mendoza, quien fundó la productora Canal 6 de Julio con la que sacó cerca de 50 títulos, entre ellos Crónica de un fraude (1988), que consigna las truculentas maniobras que llevaron a Carlos Salinas de Gortari a la Presidencia, La guerra de Chiapas (1994), que analiza las acciones del movimiento zapatista, y Tlatelolco, las claves de la masacre (2003).

Con ellos llega la semilla de la renovación del género. “El documental resurge en México como resultado de una introspección temática y de la profesionalización de nuevos talentos que conjuntaron la destreza técnica con el interés de dotar a su trabajo de una dimensión estética más acabada”, dijo el escritor Ricardo Poery en su artículo La ética en el documental mexicano.

Si bien es cierto que el documental de corte político se mantuvo vigente de la mano del mismo Carlos Mendoza, con títulos como EPR: Retorno a las armas (1996) y Operación Galeana/ la historia inédita del 2 de octubre de 1968, así como con Los últimos zapatistas, héroes olvidados (2002) de Francisco Taboada; surgió una generación de documentalistas que mostraron trabajos más intimistas o con historias familiares en filmes como Un beso a esta tierra (1994) de Daniel Goldberg; La línea paterna (1995) de José Buil y Maryse Sistach y El abuelo chemo y otras historias (1995) de Juan Carlos Rulfo.

Para finales de los años 90, los directores del género tenían una mayor preocupación por la construcción dramática con casos destacados como Del olvido al no me acuerdo (1999), de Juan Carlos Rulfo, en el que hace una reflexión en torno a la figura de su padre, el escritor Juan Rulfo. Y para el nuevo milenio surgió una generación que hasta la fecha predomina con éxito reflejado en múltiples premios a nivel mundial, como Everardo González que se dio a conocer con La canción del pulque (2003).

Con Everardo y otros exponentes se abrieron las fronteras temáticas en una vasta variedad de propuestas de nuevas inquietudes de los realizadores, incluidos los de la perspectiva de género y la libertad sexual como en Alaíde Foppa Falla, la sin ventura (2014), de Maricarmen de Lara y Morir de pie (2011), de Jacaranda Correa; se habla también de los movimientos sociales en trabajos como Mitote (2012), de Eugenio Polgovsky o El paciente interno (2012), de Alejandro Solar; y además se profundiza en la relación de la violencia y la ley en El Alcalde (2012), de Emiliano Altuna, Diego Enrique Osorno y Carlos Rossini, por mencionar sólo algunas de las obras.

Finalmente llegan otras propuestas con una perspectiva más crítica como Hecho en México (2012), de Duncan Bridgeman; Los ladrones viejos (2007) y Cuates de Australia (2011), de Everardo González que se vuelve el documentalista más constante; llega el fenómeno comercial de Presunto culpable (2008), de Geoffrey Smith y Roberto Hernández; se consolida Juan Carlos Rulfo con filmes como En el hoyo (2006) y hacen acto de presencia nuevas figuras como Tatiana Huezo con El lugar más pequeño (2011) y recientemente Tempestad (2016); Roberto Fiesco con su Quebranto (2013) y Maria José Cuevas con su Bellas de noche (2016), por mencionar a algunos de los que han hecho que el cine documental en México sea uno de los más interesantes del mundo.

10 documentales fundamentales de la historia

Redes (1934) - Docuficción

Memorias de un mexicano (1950)

El grito (1968)

No les pedimos un viaje a la luna (1986)

Crónica de un fraude (1988)

Del olvido al no me acuerdo (1999)

En el hoyo (2006)

Los ladrones viejos (2007)

Presunto culpable (2008)

Tempestad (2016)