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Combate en Malpaso: los primeros muertos de la Revolución

El coronel Martín Luis Guzmán Rendón, otros 105 soldados muertos en combate y más de una veintena de adversarios comenzaban una lista que, en los siguientes diez años, no dejó de crecer

(La Crónica de Hoy)

Cuando Francisco Ignacio Madero dejó su refugio en San Antonio, Texas, y cruzó la frontera, el 20 de noviembre de 1910, para encabezar la insurrección a la que convocó en el Plan de San Luis, ignoraba que Toribio Ortega se había adelantado y había iniciado rebelión el día 14 en Chuchillo Parado. Madero esperaba a su tío, Catarino Benavides, que debía llegar con muchos seguidores, armas y municiones. Pero Benavides llegó con cuatro hombres, y el arsenal, pagado por adelantado, no había llegado. Madero volvió sobre sus pasos, pero a las pocas semanas empezó a tener noticias: la revolución estaba incendiando la tierra de Chihuahua: se empezó a hablar de muertos, los primeros de una larga serie de caídos, en una historia que abarcaría una década.

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La fiebre no le permitía hablar con claridad de mente; cuando lo llevaron al Hospital Salas, en la ciudad de Chihuahua, alcanzó a decir que rendiría su parte en cuanto recobrara la salud. Pero la vida se le empezó a desmoronar: a ratos soltaba alguna frase de elogio para sus soldados. Se le escapó un lamento: si los jefes no hubieran sido heridos, aquello no hubiera terminado tan mal. No lo sabía el coronel Martín Luis Guzmán Rendón, pero se estaba muriendo. Él, otros 105 soldados muertos en combate y más de una veintena de adversarios comenzaban una lista que, en los siguientes diez años, no dejó de crecer: los muertos de la revolución.

Más de un siglo después, ya se ha empezado a desbaratar aquel lugar común, vigente durante mucho tiempo, según el cual “la Revolución” había matado a un millón de mexicanos. El dato, salido del censo de 1921, elaborado por el gobierno de Álvaro Obregón, impresionó en su momento, y a muchos les pareció que reflejaba con fidelidad aquella década de violencia y dolor. Quizá porque en las familias mexicanas de la primera mitad del siglo XX pesaba más el recuerdo del padre, de los hermanos, del esposo que se fue a “la bola” y nunca más volvió; acaso porque en muchos pueblos y ciudades quedaban las huellas de los fusilamientos, de las batallas, fue muy sencillo atribuirle a los movimientos revolucionarios tan grande mortandad. Parecería que pesaba más la muerte por bala que por epidemia, pues fue en esa misma década cuando la pandemia de “gripe española” también enlutó muchos hogares del país.

Pero todo empezó en Chihuahua, donde el llamamiento a la rebelión contra el gobierno porfirista se encendió con vigor y se extendió como llama en pasto seco. Ahí empezaron los combates; ahí se empezaron a agrupar los primeros revolucionarios, que, tal vez, no olvidaban el pasado reciente, de represión y ataques despiadados. No habían sido ni una ni dos veces las que los chihuahuenses vieron llegar a las tropas que mandaba don Porfirio para aplacar a “los sediciosos”, a “los revoltosos”, a los que en aquellas tierras duras e inmensas no alcanzaban a vislumbrar en sus hogares la concreción de las profecías de progreso y bienestar que brillaban en la capital.

No era Chihuahua el único estado donde la gente consideraba que había cuentas pendientes que saldar con el gobierno federal. Pero en Chihuahua estaban los primeros en decidirse: ardía el rescoldo del conflicto electoral; aún humeaba la sangre cada vez que se hablaba de la represión a los clubes antirreeleccionistas o de la persecución contra Pancho Madero y su gente.

Así, saltaron las primeras chispas; era natural que prendiera la lumbre y se extendiera. Habría caídos, sí. De uno y otro lado. Unos estaban cansados del presente y no veían mal arriesgar el pellejo por buscarse un futuro. Otros, conocedores del oficio de la guerra, abordaban los trenes para ir al encuentro con el azar. A esos, ni siquiera les perturbaba el batir de las alas del ángel de la muerte, que en diciembre de 1910 los acompañó en un viaje a Chihuahua.

Los rebeldes de aquí y de allá empezaron a juntarse; de pronto, eran ya mil 500. Luego, fueron más. Surgieron liderazgos, como el de Pascual Orozco, un tipo flaco y alto, de 28 años de edad. Aquellos chihuahuenses, duros y correosos conocían al dedillo su tierra. Ya podía don Porfirio mandar a sus soldados.

La magnitud del movimiento inquietó a algunos políticos del estado. Se comunicaron con la capital; le sugirieron a don Porfirio alguna negociación. Desde luego, el presidente rechazó la ocurrencia. Sabía de dónde venía: eran alborotados que todavía le creían a Panchito. Con ellos, mano dura. Ese criterio estaba fortalecido por el reporte del comandante militar en el estado. Se trataba, decía un reporte enviado a la capital, de “chusma, gente malvada e ingrata, que desconocía todo lo que el presidente había hecho por los mexicanos”.

Así las cosas, se repetiría la dosis: se enviarían tropas, se arrasaría con los levantiscos y se fusilaría a los cabecillas. Habría que tomar fotos de los ejecutados -para eso también servía el progreso-  para que en otros lados se escarmentara por adelantado.

El gobierno federal acordó con el gobierno de Chihuahua prepara algunos destacamentos formados por leva, con vagos, reos, indígenas, carne de presidio y de miseria. Mientras los medio ponían en orden, partiría al norte un contingente que encabezara la acción contra los sublevados.

Era 13 de diciembre de 1910 cuando el Sexto Batallón de Infantería, destacamentado en Querétaro, recibió la orden de abordar el tren hacia Chihuahua. Aquella tropa estaba al mando del coronel Martín Luis Guzmán Rendón, Martín L., para sus hombres. Era el coronel Guzmán un buen hombre, que a sus 54 años llevaba ya 35 en el ejército, y todavía no le daban la condecoración que merecía por su largo servicio. En cambio, la vida militar le había dado una paga más bien exigua, que no daba margen para ahorros y un constante movimiento por el territorio nacional: era yucateco, y su primer hijo había nacido, casualmente, en Chihuahua. Había estado en Sonora y, mientras la familia vivía en la ciudad de México, él se encontraba en Querétaro con sus hombres. Esa era su vida, la del soldado de oficio, que, en los primeros años del siglo XX, ya había visto más que suficiente de rencores, protestas locales y descontentos en el gran país que, con delicados equilibrios, aún gobernaba Porfirio Díaz.

Tres días tardó el Sexto Batallón en llegar a Chihuahua, en vagones cerrados para que a nadie se le ocurriera desertar. Llegaron a la capital del estado sólo para encontrarse que muchos empleados del ferrocarril se habían ausentado. Unos, para unirse a la rebelión, otros para evitar que luego les cobraran con sangre haber ayudado a los soldados a movilizarse. Ni siquiera había maquinistas para llevar los trenes con el arsenal hasta la estación de Pedernales, de donde marcharían las tropas para buscar enfrentarse con la gente de Pascual Orozco.

La salida hacia Pedernales se retrasó. El coronel Guzmán estaba inquieto. La tropa que mandaba estaba engrosada por la leva, y eso la hacía una fuerza que en cualquier momento podría caer en el abismo del caos. Sin instrucción, sin disciplina, cualquier cosa podría ocurrir. Además, iban mal pertrechados para aguantar el frío decembrino de Chihuahua. El coronel mismo, no tenía abrigo propio. Llevaba una capa dragona que le prestaron en Querétaro. Con un extraño sentimiento, Guzmán aclaró que, si lo mataban en combate, no podría devolver la prenda.

Finalmente, emprendieron la marcha al encuentro con esos, los primeros orozquistas: eran cien caballos, 600 hombres: 4 jefes, 20 oficiales, 562 soldados, 2 médicos y un pagador. Los acompañaban las indispensables soldaderas. Era el 17 de diciembre.

En aquel contingente iban hombres que, con los años harían carrera e historia en la Revolución. A las órdenes del coronel Guzmán servía el mayor Vito Alessio Robles. Él pudo contar lo que, en su agonía, Guzmán ya no hizo.

El movimiento de las tropas era algo ya muy bien puesto: por tren llegaban a la zona donde se sabía operaban los rebeldes. Llegaron a la estación de Aldana. Pasaron la noche en un poblado llamado San Antonio. Mandaban exploradores, tanteando el terreno. El frío congeló los cristales de la estación. A Vito Alessio Robles no se le olvidaría que al abandonar el vagón para empezar a ordenar la marcha, se encontró con un extraño despojo sanguinolento: era la placenta dejada ahí por una soldadera, que acababa de dar a luz en la helada sierra de Chihuahua.

Avanzaron todavía en tren. La marcha se detuvo al escuchar cañonazos. La caballería del segundo tren, sin pedir autorización, salió a perseguir a los agresores. Con noventa jinetes flanqueando los trenes, llegaron a otra pequeña estación: Casas de Piedra. Cerca de ahí estaba el Cañón de Malpaso, y era preciso cruzar por ahí para llegar a Pedernales.

Calcularon los militares que los rebeldes no los atacarían en el cañón; solían pelear pertrechados por la vegetación y las rocas. La columna de caballería se adentró en el desfiladero, apenas poco más ancho que la vía del ferrocarril.

Entonces ocurrió la emboscada.

Un grupo de rancheros sublevados, comandados por José de la Luz Blanco trepó por la ladera del cañón. Habían subido desde temprano, y con paciencia aguardaron el paso de los federales. Eran las dos de la tarde cuando empezaron los disparos sobre los militares. Jamás olvidó Alessio Robles que en ese preciso instante el coronel Guzmán miraba su reloj.

Estalló el caos: los caballos enloquecieron, cayeron algunos jinetes. Guzmán, furioso, le gritaba a sus adversarios; les exigía que combatieran de frente. Luego discurrió otra maniobra: él, y 150 hombres, subirían para enfrentarse a los atacantes.

Iniciaron el ascenso, pero a los pocos metros, cayó herido. Una bala explosiva le había dado en una pierna.  Continuó dirigiendo el ataque tirado en el piso. Sus hombres lo regresaron al tren en una camilla. Alessio Robles tomó el mando; no había avanzado 30 metros cuando también cayó herido. También lo sacaron del fuego cruzado.

Alcanzó a ver la tremenda herida del coronel Guzmán; la hemorragia no cedía, y empezaba a caer la tarde.  El combate se detuvo no porque alguien fuera vencedor, sino porque se le acabaron las balas a los rebeldes. Resguardados, apenas habían tenido bajas. Se retiraron en la oscuridad.

El desastre era completo. Había refuerzos en Pedernales, a cuatro kilómetros de Malpaso, pero supusieron que, a la primera descarga de los alzados, la tropa se había replegado. Nunca se movieron en apoyo de las fuerzas federales.

El convoy dio marcha atrás. Eran las 8 de la noche cuando llegaron a San Antonio. De ahí, trasladaron a los heridos a Chihuahua. El coronel Guzmán dormía, débil por la pérdida de sangre. Lo atendieron. La bala había lastimado la tibia y el peroné, dijeron los médicos. No había problema, se restablecería.

Pero el coronel Martín Luis Guzmán Rendón murió cerca de la navidad de ese 1910. Lo acompañó en su agonía su hijo de 21 años, que dejó su empleo de escribiente en el consulado mexicano de Phoenix para ir a cuidar de su padre. Nada pudo la medicina contra las dos horas en que el coronel se había desangrado. Se le declaró muerto en combate, y las autoridades pagaron su entierro, para que la última paga fuese entera para su viuda y sus hijos menores.

El gobierno envió mucha más tropa. En los primeros días de enero, aseguraron que habían arrasado con los orozquistas. Pero la revolución apenas empezaba. En total, aquel ejército había perdido 105 hombres en la campaña, y se reportaban 23 rebeldes fusilados. Al coronel lo enterraron en Chihuahua. Muchos años después, su hijo mayor, que se convertiría en un clásico de las letras mexicanas, trasladó sus restos al Panteón Español de la capital mexicana. En su mausoleo puso una leyenda, donde recordaba que el poder político no siempre reconoce a quienes dan la vida por su patria.

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