Opinión

De entre las ruinas de Tenochtitlan

La periodista Bertha Hernández, corresponsal de guerra
La periodista Bertha Hernández, corresponsal de guerra La periodista Bertha Hernández, corresponsal de guerra (La Crónica de Hoy)

Bertha Hernández

Cuando llegó el silencio, se dieron cuenta de que se habían quedado sordos, como quien asiste a los repiques más intensos en un campanario, y después abandona el sitio. Era el resultado natural, después de tantos días, en que escucharon, “de noche y de día”, los gritos de furia de los guerreros mexicas, las voces de los capitanes gritando instrucciones a sus hombres; el ruido de las canoas, de las armas golpeando, machacando carne y huesos. Y, por encima de todo, los tambores: los tremendos, los malditos tambores que nunca dejaron de atronar, de llenar el aire, entonando la canción de la muerte de un mundo, porque Tenochtitlan, la poderosa ciudad-Estado, peleaba por su existencia, en esa batalla que parecía interminable, y que solo acabaría con el desastre para uno de los dos combatientes.

Nunca, a lo largo de las duras jornadas del sitio, que Bernal calculó en 90, habían dejado de ahogar el ambiente: a donde quiera que se movieran, por extraña y recóndita que fuera la oquedad donde se resguardaran por un instante los atacantes, indígenas o españoles, por lejano que fuese el punto de combate, ahí estaban los horribles tambores, heraldos del desastre y de la muerte.

De repente, habían guardado silencio, y eso no significaba otra cosa que la gran ciudad había caído, que el enorme ejército de muchos pueblos indígenas y una terca tropa española, habían vencido. Había humo, suciedad y desastre por todas partes.

MUERTE Y DESTRUCCION

La mortandad desatada por la epidemia de viruela se había acrecentado por la falta de agua y alimentos en la ciudad sitiada, y el horror se extendió, como niebla malsana, a la vecina Tlatelolco, donde Cuauhtémoc pensó resistir. Cuando todo terminó y el último tlatoani era ya un prisionero de guerra, los vencedores caminaron por las calles en ruinas. Jamás olvidarían que no podían andar “sino entre cabezas y cuerpos de indios muertos”. Olía a espanto, olía a carne descompuesta, a cadáver de varios días, abandonado. Era tal el hedor que “se le entró en las narices” a Hernán Cortés y aquejado de un dolor de cabeza violentísimo, decidió, como todos los hombres de mando que habían combatido junto a él, abandonar ese sitio, en el que los dioses de la muerte se habían enseñoreado.

Cualquiera que permaneciera en las ciudades arrasadas, moriría, seguramente, enfermo de viruela o de tanta insalubridad. Cuauhtémoc pidió a Cortés que permitiese la salida de todos los que quedasen en Tenochtitlan y en Tlatelolco, para refugiarse en las poblaciones cercanas. Durante tres días con sus noches, por las tres calzadas que comunicaban a las ciudades caídas con el exterior, caminaron hombres, mujeres y niños, todos sobrevivientes del horror.

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Bernal Díaz del castillo no olvidaría aquella salida: de entre las ruinas de Tenochtitlan, como tremenda procesión de fantasmas, los habitantes de la que fue una orgullosa y poderosa ciudad, dejaban sus hogares en busca de un poco de seguridad. “tan flacos, y amarillos y sucios y hediondos que era lástima de verlos”.

Mientras los sobrevivientes abandonaban las ruinas de Tenochtitlan, dispuso Cortés se hiciera exploración de calles y plazas. El testimonio que llevaron era tan terrible como lo que vieron en Tlatelolco. “Veíamos las casas llenas de muertos, y aun algunos pobres mexicas que entre ellos no podían salir, y lo que purgaban de sus cuerpos era una suciedad como echan los puercos muy flacos, que no comen sino hierba”. Era gente que estaba demasiado débil para poder moverse; débiles por enfermedad y débiles por un hambre atroz; lastimados los estómagos por las semanas enteras de beber el agua salobre del lago, porque el acueducto con el agua limpia y buena que solían beber había sido destruido por los sitiadores.

El drama de la cruenta guerra entre mexicas y la alianza de pueblos indígenas y españoles se cuenta siempre en extremos polares: como la narrativa de la conquista, en el sentido europeo de aquellos tiempos, o como la resistencia heroica de los mexicas. Menos se cuenta el dolor de los habitantes de la ciudad: los exploradores de Cortés se encontraron con los restos de los alimentos de los mexicas: las raíces de “las hierbas buenas”, que a falta de otra cosa, habían cocinado para comer; las cortezas de árboles, las mil y una pequeñas cosas que en otras circunstancias pasarían inadvertidas: insectos benignos, bichitos, animalejos pequeños, se habían convertido en los únicos manjares a los que, con suerte y desesperación habían tenido los habitantes de aquel infierno. Siete años después de que los hombres de Cortés recorrieron las calles de Tenochtitlan, asomándose a los restos de aquel infierno, alguien escribió:

Hemos comido palos de colorín.

Hemos masticado grama salitrosa,

Piedras de adobe, lagartijas,

Ratones, tierra en polvo, gusanos…

“Todo eso que es precioso, en nada fue estimado…”, dice el llamado Manuscrito Anónimo de Tlatelolco. El hambre trastocó los valores; se despreciaron el oro, los jades, las mantas de algodón más ricas, las plumas de quetzal. Se cifró la sobrevivencia en unos puñados de maíz, en tortas de moscos, en tortas de aquel fango salitroso. No había más para comer. ¿El agua? “Agua dulce no les hallamos ninguna”, anotó Bernal; “solamente agua salada”.

Templos y palacios, el mercado, los colegios las casas, todo eran ruinas. Muchos grandes señores, sacerdotes, comerciantes estaban desaparecidos. Nada se supo de ellos. Mientras, los sobrevivientes se refugiaban fuera de aquel sitio que, ojos deslumbrados, un par de años atrás habían descrito como una nueva Venecia, así de armoniosa, así de señora de las aguas, brillaba Tenochtitlan.

Empezaba, en esas ruinas, otra manera de ver el mundo, otra manera de vivir. Una vez que “se ganó esta tan grande y populosa ciudad, tan nombrada en el Universo”, Cortés y sus hombres cercanos se fueron a establecer al pueblo de Coyoacán, donde hicieron banquete con vino y con puercos. A poco, volvería a mirar el espacio de la batalla, y comenzaría la traza de una ciudad nueva, asentada en las ruinas de templos, palacios y casas. Pero, al mismo tiempo, empezaría otra manera de resistir: con palabras que se metieron en el habla de propios y extraños y que, hasta la fecha, empleamos; con los sabores y los alimentos que se mezclaron con los traídos del otro lado del mar, y que construyeron una amalgama de platillos que no se parece a otra en el mundo; sobrevivieron los huipiles, los huaraches, los animales, los rostros. Del caos y la destrucción de la gran ciudad, aquella cauda de sobrevivientes llevaban lo esencial para comenzar de nuevo.

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