Opinión

De palas, morgues rodantes y Rulfo

De palas, morgues rodantes y Rulfo

De palas, morgues rodantes y Rulfo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Juan Rulfo, un aparecido, es una de las cumbres de nuestra literatura. Dueño de un mensaje que no necesitó muchas palabras, sus “Pedro Páramo”, “El llano en llamas” y “El gallo de oro” parecen ser la suma de la mexicanidad. O al menos, de aquella que se construyó entre la revolución y el inicio del alemanismo.

La primera vez que leí “Pedro Páramo”, pensé que era una novela de la revolución. Mi segunda lectura fue posterior a una enfermedad que me provocó calenturas muy altas y alucinaciones, así que entonces pensé que Rulfo retrataba las agonías de un casi muerto. La tercera ocasión que la visité, después de ser padre, la entendí como una alegoría de la relación padre-hijo, marcada por la ausencia del primero.

Sin embargo, en una magnífica entrevista con Joaquín Soler Serrano, nuestro autor aparecido afirmo que era su novela de fantasmas.

Cierto, los lugares y las personas que describió Rulfo no existen. Pero están tomadas, dirían los caricaturistas del siglo XIX, “del natural”, esto es, inspiradas en lo que el jaliciense (¿con qué se alimentan en esa zona de Jalisco, que nos ha dado a Rulfo, a Juan José Arreola y a José Mojica?) observo en su infancia y juventud.

Marcado por la violencia que se cebó en varios integrantes de su familia, en los hechos de la Cristiada que sucedieron por sus rumbos, la literatura rulfiana refleja, entre otras cosas, dolor, injusticia, tragedia.

Como sucedió con Altamirano, por referencia a su novela “El Zarco”, en ocasiones las plumas del pasado reflejan realidades que apenas vendrán, y así le sucede a Rulfo, que al pintar un México cruzado por la revolución y la cristiada, tal vez sin saber, trazó una realidad que ya no le tocaría ver.

Hemos visto en estos días que en un municipio se le entregaron palas y cubetas a un grupo de mujeres buscadoras de restos humanos. La noticia, que desde luego puede tener diversas explicaciones, es por sí misma digna de una página del jaliciense.

Ya sé, podrás pensar que es aplicable algún otro adjetivo literario. Tal vez podría afirmarse que es “dantesca”. Pero no, esta es una tragedia demasiado mexicana.

Recuerda también ese camión-morgue, que llevaba cadáveres congelados de un lado a otro porque ya no había dónde guardarlos. Insisto, Rulfo en estado puro.

Vivos muertos en vida buscando a muertos vivos en la memoria.

Recuerdo entonces a un escritor más reciente, el filósofo José Ramón Narváez, que ha escrito sobre la idea del Necroderecho. Esto es, de un derecho (así, con minúsculas) construido para administrar la muerte, esa que siempre ha sido tan cercana e inmediata.

José Ramón habla de cómo pareciera que el fin elemental de las normas sería la protección de la vida, pero que frente a lo que se ha vivido en nuestro país a partir de aquella guerra declarada, que se dijo no era lo primero pero que así nos ha costado, en realidad se ha convertido en un instrumento para encubrir con eufemismos y con trámites burocráticos una situación de muerte constante e injustificada.

El uso de las palabras, entonces, se vuelve relevante. Recuerda cuando, por ejemplo, en los años ochenta y noventa no se hablaba de “desnacionalizaciones” cuando se vendían empresas públicas, sino de “desincorporaciones”. Suena más burocrático porque es un término más tranquilizador.

Pero no. La realidad en que caímos puede cubrirse de adjetivos que pretendan quitarle la carga dramática, pero no debemos, no podemos, aceptarla ni acostumbrarnos. Es perder la humanidad.

Cierto, se realizan esfuerzos en la materia, y esperamos que resulten positivos. Cierto, es un problema multifactorial que se debe atacar por varios frentes. Cierto, hay un componente de desintegración familiar, como demostró la interesantísima investigación de Karina García Reyes. Pero la realidad es que detrás hay un modelo de producción explotador, un esquema de deshumanización y una sacralización de la ganancia económica.

Cierto, también, que corregir todo llevará tiempo.

En “Los recuerdos del porvenir”, otra novela cruzada por la violencia, Elena Garro retrata a una familia que sabe “acomodarse” a los nuevos tiempos. Que aprende a lidiar con los nuevos mandamases y a mantener así sus privilegios; aprenden a adaptarse a una nueva realidad para poder seguir en la cresta de ola.

Pero México, como país, no puede adaptarse a eso. No puede comprar la realidad trágica aunque parezca tan profundamente nacional. No podemos aceptar que el único destino es ir de muertes en muertes, en camiones refrigerados, o buscando con palas en la tierra lo que se lleva en el corazón.

El derecho, la política (también con minúsculas) deben tener como objetivo conseguir mejores niveles de vida. Lo dice, casi poéticamente, nuestra Constitución, cuando define en su artículo 3° que la democracia es un sistema basado en el constante mejoramiento del pueblo. Si queremos aspirar a vivir como lo dice nuestra propia Carta Magna, ese debe ser el objetivo.

Las tragedias inevitables hay que dejarlas para la literatura. Y nada más.