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El autogolpe de Ignacio Comonfort

Un 21 de enero de hace 159 años, el general Ignacio Comonfort echó una última mirada a Palacio Nacional, antes de salir al exilio. Nada había salido bien. Las presiones del clero, de los conservadores y de su propia madre lo llevaron al abismo. Y él estaba conduciendo al país a una guerra civil

Ignacio Comonfort
Ignacio Comonfort Ignacio Comonfort (La Crónica de Hoy)

La escena resultó conmovedora hasta para los críticos más ácidos del general Ignacio Comonfort. El otrora héroe de la Revolución de Ayutla, el vencedor de Santa Anna; el Presidente que había conducido los destinos de la Nación mientras liberales, moderados y conservadores construían trabajosamente la nueva Constitución, abandonó el Palacio Nacional aquel 21 de enero de 1858, ante la mirada de una multitud silenciosa: “Lo vieron con el mismo respeto que en los mejores días de su poder y de sus triunfos”, escribiría después Guillermo Prieto. “Ésta es la verdad que en vano negará el espíritu de partido, que testifican todos los habitantes de esta capital y que ha sido confesada ya por algunos de los adversarios más decididos del gobierno y de la política conciliatoria del señor Comonfort”.

Profundamente religiosa, católica devota y con grandes amistades en los niveles más altos de la jerarquía eclesiástica, doña Lupita, decían las lenguas venenosas, se encargaba de derribar por las noches, cuando se reunía con su hijo, cualquier avance que los liberales lograban en el día haciendo trabajo político con Comonfort.

Y es que, al correr de los meses, la Constitución, la endiablada Constitución empujada por los liberales y a la que él mismo había jurado lealtad aquel 5 de febrero de 1857, mostraba ya sus limitaciones. Era Comonfort presidente constitucional y ya sentía la rígida camisa de fuerza que la Carta Magna le imponía como titular del Ejecutivo: mucho poder para los legisladores, un papel casi de obediente servidor para el Presidente de la República.

Comenzó a reflexionar en la necesidad de transformar la Constitución, de hacerle algunos ajustes que facilitaran la vida política y administrativa del país. Al fin y al cabo uno de los diputados que habían llevado la voz cantante en el Constituyente, el periodista Francisco Zarco, lo había dicho: en la propia Constitución estaba trazado el camino para su reforma, siempre y cuando fuese sancionado por la voluntad popular.

Y es que, la verdad, después de los primeros días de euforia, todos los que tenían algo que ver o qué hacer en la vida política mexicana sentían que la Constitución era una obra formidable pero inacabada y no del todo acertada: los conservadores pensaban que era profundamente demagógica; los liberales moderados le ponían peros a todas las limitaciones al Ejecutivo. Los religiosos estaban convencidos que la Constitución era impía y entrañaba un salvoconducto directo al infierno. Hasta los liberales radicales estaban un tanto inconformes: ya estaban creyendo que se habían quedado cortos en las innovaciones. Bien mirado, casi no extraña que la lucha ideológica se trasladara a los campos de batalla.

Pero Ignacio Comonfort llevaba dentro la duda, la angustia. Le desagradaba que los más ácidos se refirieran al sistema de gobierno dispuesto en la Carta Magna como “la dictadura liberal”. Conforme pasaron los meses, la inconformidad de los conservadores  se hizo más patente.

Supo Comonfort que eran tres los que conspiraban contra el orden liberal: su ministro de Hacienda, Manuel Payno; el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz; y el general conservador Félix Zuloaga.

Resolvió Ignacio Comonfort enfrentar el asunto, se reunió con los tres conspiradores, quienes le confirmaron los rumores. Estaban convencidos de que la nueva Constitución resultaba más bien un estorbo y que “había que hacerla a un lado”. Y se necesitaba algo más: disolver al Congreso.

Los argumentos convencieron a Comonfort: no se podía gobernar con esa Constitución. Pidió que, para llevar adelante el plan, se consiguiera el apoyo de algunos gobernadores: Parrodi, de Jalisco; Manuel Doblado, de Guanajuato; y el veracruzano De la Llave.

Manuel Doblado se los advirtió: en los hechos, Comonfort se estaba dando un “autogolpe de Estado”, y, al romperse el orden legal, sobrevendrían mil calamidades para el país, empezando por la guerra civil. Aún le recomendó a Comonfort que intentara negociar con el Congreso algunas reformas. Si fracasaba, entonces tal vez podría impulsar la disolución del Legislativo.

Los liberales lo miraban como a un traidor; los conservadores lo desecharon como a una pieza inútil. Lo invadió la vergüenza. Aún intentó hacerse de un ejército espontáneo que lo ayudara a defender la legalidad que él mismo había ayudado a dinamitar. El primer día, reunió en torno a él a varios miles de hombres que resguardaron Palacio Nacional. Al segundo día, sólo quedaban unos cientos. Empezaban las escaramuzas entre liberales y conservadores en distintos rumbos de la ciudad. Pidió Comonfort sacar los enfrentamientos de la capital y nadie le hizo caso. Entonces se dio cuenta de que había perdido todo.

No le quedaba otra que el exilio. Se sentía “un facineroso”. Avergonzado, liberó a Juárez que, conforme a la ley, asumió la Presidencia con facultades extraordinarias. Eran las 8 de la mañana de ese 21 de enero de 1858 cuando Ignacio Comonfort, general en derrota y Presidente autoderrocado, salió de la ciudad. Dejaba al país en el umbral de una guerra que iba a durar tres años.

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