
Un cuadro infinitesimal lleno luces se abre paso en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Está rodeado por grandes edificios, por locales que ofertan aparatos caseros y comida barata; ambulantes e inmuebles desgastados por la vida, donde transitan los estruendos de la bullanga comercial. Es un cuadro mínimo maquillado por aromas asiáticos, pequeños papiros radiantes que llevan impresas frases de autoayuda y faroles de papel que fulguran las veinticuatro horas. Es el Barrio Chino.
Es una calle peatonal donde se ofrece té de jazmín, globos de papel, pan al vapor y películas asiáticas, además de los souvenirs llenos de energía positiva para espantar malas vibras y demás imprevistos cotidianos. A pesar de la vox populi sobre que venir aquí produce relajación, los aromas chinos y el polvo de cemento que sale del callejón de las Damas dificultan la respiración, polvo que se esparce en el arroz, en el helado frito, con lo cual el sabor exótico de los alimentos queda reducido a la sazón del asfalto en cuanto llega al paladar.
En un rincón está una plaza, bautizada con el nombre del Héroe de las Derrotas, que intenta darle identidad a la zona, donde no se ven turistas fotografiándose bajo el Arco Chino, sino indigentes pidiendo dinero, otros vendiendo acuarelas, y un grupo pequeño, guarecido bajo un mamotreto abandonado, combinando el aroma oriental con la mariguana. En la calle una patrulla exige a los conductores que avancen, que está prohibido estacionarse.
—¿Qué le ofrecemos? —me pregunta a la puerta de su negocio un comerciante que de chino no tiene ni la ropa que usa. — ¿Sufre de alguna enfermedad? ¿Tiene ansiedad, estrés, dolores en el cuerpo? —continúa antes de que decido detenerme en una esquina de la Dolores.
El comerciante empieza a enlistar lo que vende: café de Lavazza para recuperar el ánimo; pomada del Tigre, que dilata los vasos sanguíneos, baja la presión arterial y previene infartos; ajo chino “muy efectivo para evitar el cáncer”; —Y si su esposa está pasadita de kilos, nada como el Té de Bojenmi para bajar de peso —me expone y sigo indagando en este rincón plagado de exuberancias.
En la banqueta, frente a la Plaza Juárez, cinco ambulantes venden películas y series, muñecas rusas, collares y pulseras de jade. Cinco ambulantes levantan su alfombra repleta de fayuca en cuanto ven a los policías acercarse y se pierden rumbo a Salto del Agua. A mitad de la cuadra, de una caja de barrotes apostada sobre la jardinera, cuelgan los tradicionales papeles de la fortuna: “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”.
Pasos adelante, apostado en la puerta de un restaurante, un muchacho me dice, con voz suave y cálida, que llegué al lugar ideal para probar comida china. Las mesas están en la segunda planta y al parecer no es muy popular, apenas si suman cinco comensales en las dos mesas que están ocupadas. La música oriental y el olor a Jazmín relajan el cerebro y, en vez de comer, el cuerpo prefiere tomarse una siesta. Si al terminar queda una partícula de estrés, nada como las paletas gourmet con combinaciones exóticas como guayaba y pimienta que relajan hasta al mismo demonio de Tanzania, me recomiendan al pagar.
Al final de la cuadra, hay dos locales abandonados. Dos locales a los que nadie les ha quitado los anuncios rojizos donde destacan platillos chinos. Dos locales perdidos en el tiempo y los grafitis que a nadie le interesa borrar. Del callejón de las damas brotan las estrofas inarmónicas por el trabajo de albañilería.
Pasan personas con cajas de aparatos de cocina, otros con diablitos repletos de fayuca, indigentes ofreciendo dulces. Salen tres estudiantes de secundaria de un local, con sus ojos rasgados se despiden de la madre y se dirigen hacia la Alameda Central.
Las vitrinas de las tiendas están saturadas de figuras que protegen de distintos males: gatos, budas, búhos, dragones, tigres, gallos.
—Protege, salud, prosperidad— me explica, con su escaso español, una señora china mientras señala cada parte de un colgante rojo, con piedras y un ojo turco.
Los techos están adornados de globos chinos. Los pocos paseantes se entretienen con las figuras, pero no preguntan por su precio ni cuáles son sus propiedades; su emoción se desvanece al instante y continúan su camino.
El Barrio Chino ya no es una atracción turística, ni tampoco la zona de compra y rareza que fue hace algunas décadas. Los edificios, algunos en remodelación, lo sumen en el olvido, mientras las estatuas de dos tigres asiáticos se desgastan al ser parte de la perdida de encanto de un barrio con arraigo identitario para el Centro Histórico.
—Valore mística, tradiciones, más que figuras, papel, aromas y globos —me reclama la china mientras me rehúso a comprar el colgante y salgo de su local, con el cerebro pasmado por el fulgor oriental y los distintos inciensos herbáceos.
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