Encontrarse con él, a la vuelta de una esquina cualquiera, debió ser impresionante: adoptó muy pronto el sombrero mexicano, en su versión más vistosa, pero siempre llevaba su capa de coronel del ejército francés, a veces roja, a veces negra; con botas altas de montar, negras o amarillas; blancos pantalones y tres o cuatro condecoraciones prendidas de la chaqueta. Le gustaron las espuelas mexicanas y las agregó a su atuendo. Siempre llevaba revólver al cinto, y en su silla de montar colgaba un sable que lo había acompañado por sus correrías por el mundo.
Conforme se acostumbró a la vida en México, desplegó sus oscuros talentos, y entonces, a su extraño aspecto, distinto a todos los soldados franceses, se sumó el oscuro sobrenombre que se ganó a pulso: El Carnicero Rojo, comandante de la contraguerrilla francesa; en muchos pueblos del México de la invasión francesa, era el jefe de una tropa malvada y cruel. El Diablo en persona.
UNA TROPA HARAPIENTA, CAÓTICA Y MORTAL.
Tan insólito personaje se llamaba, en realidad, Achille Charles Dupin, tenía rango de coronel, y era uno de esos personajes que incomoda a todo el mundo, pero que está dispuesto a hacer el trabajo sucio que otros, sea por debilidad, por cobardía o por sentido del honor, no están dispuestos a hacer. Dupin fue, en México, el comandante de aquel movimiento conocido como “la contraguerrilla”, y que fue uno de los instrumentos desarrollados por los invasores franceses para hacer frente a la resistencia mexicana.
Dupin encabezó aquella extraña tropa multinacional y brutal entre febrero de 1863 y marzo de 1865, muchas de las acciones más bárbaras de aquella guerra se ejecutaron bajo sus órdenes; no extraña que, en general, el pueblo se refiriera a sus hombres como “los diablos”. Por lo tanto, el militar francés que los dirigía tenía una fama que se acercaba a la del mismísimo Satanás.
Y eso que la tropa de la contraguerrilla había visto mucho mundo, y había derramado sangre de muchas nacionalidades. Entre la gente que acompañaba a Dupin, los había de muy diversos orígenes. Estaban, por ejemplo, Murguía, Llorente y Figueredo, tres mexicanos que se habían sumado a las fuerzas invasoras, y que a su vez capitaneaban pequeñas bandas. Pero también estaba el suizo Stoeklin, que había llegado a México desde 1862 y que también dirigía una banda integrada por hombres de las más variadas nacionalidades. Allí encontraron su lugar antiguos piratas, cazadores de bisontes y buscadores de oro.
El conde Émile de Keratry, que sirvió una temporada dentro de tan extravagante compañía, los describió muy bien, con una mezcla de repulsión y asombro:
“Esta banda de aventureros ignoraba la disciplina; oficiales y soldados se embriagaban en la misma tienda de campaña; los disparos de revólver frecuentemente hacían las veces de toque de diana. Por lo que se refiere a su indumentaria, si esta tropa hubiera desfilado —precedida por los clarines— por las calles de París, se hubiera creído presenciar el paso de una vieja banda de truhanes exhumados del fondo de la ciudad. El cuartel, situado en lo bajo del río, circundado por una cerca de madera dura a través de la cual una carreta de mulas fácilmente hubiera podido abrirse paso, era una cloaca inmunda en donde aquellos hombres no podían encontrar refugio ni siquiera en tiempo de lluvias.”
Aquellos hombres tenían su base de operaciones en la población veracruzana de Medellín. Allí llegó Dupin, el 20 de febrero de 1863, para asumir el mando de aquella extraña pandilla.
Sí, había franceses. Pero también griegos, españoles, mexicanos, estadunidenses, sudamericanos, ingleses, napolitanos, holandeses y suizos. En el fondo, su origen era muy similar: todos aventureros, todos viajeros, todos dispuestos a vender su alma al demonio por una fortuna que llevaban años persiguiendo sin alcanzarla.
Esos hombres encontraron en Dupin a su jefe ideal: tan corrido como ellos, cargaba una leyenda donde el valor a toda prueba y mil deshonestidades se combinaban, pues Achille Charles Dupin había recorrido medio planeta, dispuesto a hacer todo cuanto le mandasen… y un poco más, para obtener su propia tajada.
¿De dónde salió? ¿Cómo había mutado, de la un tanto rígida oficialidad francesa, orgullosa y con alto sentido del honor, a ese perfil oscuro, extraño? De Dupin se decía que carecía de escrúpulos y que en su alma alentaban todos los vicios, con excepción de uno: nunca bebía.
Un compañero de armas, Gallifet, diría de Dupin que era como un condottiero del siglo XVI: no le interesaba la estirada etiqueta militar del ejército francés, que llegó a México presumiendo ser “el mejor del mundo”. En cambio, se hablaba de tú con sus hombres -cosa impensable para cualquier otro oficial francés-, no le importaban las buenas maneras ni la disciplina; el uniforme era algo que le traía sin cuidado, y su muy peculiar atuendo era la prueba andante de ello. Encima, su gestión de los recursos era una pesadilla para su equipo; nunca cuadraban las cuentas, nunca se sabía bien en qué se gastaban los dineros, entre otras cosas, porque era un poco complicado andar haciendo comprobaciones de pagos a soplones o a malhechores a sueldo, con los que el jefe de la contraguerrilla no tenía el menor reparo en tratar.
Pero eso sí; a la hora del combate, nadie como él: era el mejor tirador del ejército francés; sus hombres, que lo adoraban, habrían ido con él hasta el fin del mundo. Como de alguna manera tenía que identificarlos, a los franceses a sus órdenes, les dio unas casacas azules. A los que otra nacionalidad, casacas rojas. Así los vio el pueblo mexicano y así los bautizó: unos eran los “diablos azules” y otros los “diablos rojos”. Por encima de ellos estaba el Diablo mayor, el Carnicero Rojo. A tal grado fue conocido por su violencia y su crueldad, que Dupin se convirtió en una fantasmagoría, en el Malo más Malo de estas tierras; tan Malo, que las madres de la Tierra Caliente amenazaban a sus críos rebeldes, malportados o simplemente groseros, con que llamarían a aquel Diablo que fumaba puros y a veces gastaba botas amarillas y sarape mexicano; a aquel Diablo del que, se decía, era capaz de cometer todos los males del mundo.
Por difícil que pareciera imaginarlo, hubo un tiempo en que Achille Charles Dupin hizo toda la carrera que un buen soldado francés debía desarrollar: se formó en la Escuela del Estado Mayor, y se reveló como un muy competente topógrafo. Testimonio de ellos fueron los abundantes mapas que levantó en sus viajes por África, China, Japón y México.
En Francia era famoso, después de su participación destacada en la guerra en Argelia, en 1843. Ahí se hizo duro, reveló sus talentos de combatiente, y se hizo notoria su gran debilidad: no podía resistirse a los juegos de azar, y, persiguiendo a la Diosa Fortuna, varias veces se arruinó, y en alguna ocasión quiso, acorralado por las deudas, suicidarse.
Pero tantas virtudes militares le granjeaban la simpatía de sus superiores, que optaban por rescatarlo del desastre y la deshonra, aunque a veces se pasara de la raya. Dupin podía hacerse inmensamente rico, y en tres horas de juego quedar más pobre que una rata. Aquel hombre llegó a poseer una fortuna que superaba los 150 mil francos, y todo lo había quemado en la infernal mesa de los naipes y las apuestas.
Cuando llegó a México, aún estaba en la memoria de sus compañeros de armas, el gran escándalo que se armó en Francia cuando se supo que había tomado para sí parte de los objetos valiosos desaparecidos en el ataque a Pekín -sí, hasta allá andaba- de 1860 y luego los había vendido con buenos beneficios.
Al mismo tiempo, Dupin era un extraño, insólito estuche de monerías: era un competente pintor, y tenía don para las lenguas distintas a las suyas. Hablaba un árabe impecable, un excelente español y se daba a entender en chino.
Tal era el hombre al que los mexicanos llamaban Diablo o Carnicero, y que hizo honor a sus sobrenombres.
Como se sabía desde hacía muchos años, las guerrillas eran un recurso muy usado en tierras mexicanas. Por medio de guerrillas, movedizas y conocedoras de las intrincadas sierras mexicanas, el movimiento independentista había logrado sobrevivir, en los primeros años del siglo XIX. Cuando la invasión francesa se hizo una realidad, en 1862, una de las medidas adoptadas por el gobierno juarista fue extender permisos para formar guerrillas en regiones determinadas o donde mejor le pareciera al titular de dicha autorización. Sabemos, por ejemplo, que, en diferentes momentos, el coronel Ignacio Manuel Altamirano y el general Vicente Riva Palacio recibieron comisiones de este tipo. Sabemos también que en la ruta que las internaba en tierra mexicana, las tropas francesas sufrieron los aguijonazos de guerrillas, que aprovechaba el perfil complicado del territorio y el desconocimiento que el enemigo tenía de la tierra que pisaba.
Por eso se decidió inventar a la contraguerrilla; para que usara los mismos recursos y fuera, si era posible, aún más peligrosa que las formales tropas que mandaba Forey y luego Bazaine. Con Dupin a la cabeza, el objetivo se consiguió.
Dupin sembró el terror en el noreste de México: se ganó el odio de los habitantes de todos los pueblos que lo vieron pasar. Desde la base de Medellín, empezó a enviar misiones cada vez más lejos. De Veracruz, saltó a Tamaulipas, y de allí hacia el norte.
El método usual de Dupin, al llegar a un nuevo poblado era la extorsión: recursos, alimentos, animales, con tal de que no arrasara el lugar. Y con todo, se hizo famoso por quemar pueblos enteros. O recurría a las delaciones: a la menor insinuación de que el señor X o el caballero Y o el profesor A o la familia B eran simpatizantes de la causa juarista, los “diablos” iban en pos de aquellos desdichados y le administraban una muerte lenta y dolorosa. Se hizo famoso uno de sus procedimientos preferidos: enterrar vivas a sus víctimas.
Para Dupin apenas existían las leyes de la guerra y los códigos de honor. En poco tiempo, a Elias Forey, primer comandante de las fuerzas invasoras, le llegó a inspirar un cierto horror, que hizo peligrar la posición del Diablo. Pero cuando a Forey lo remplazó Achille Bazaine, la cosa cambió.
Achille Bazaine, que fue el segundo hombre más poderoso del imperio, después de Maximiliano —o acaso el primero— protegió a Dupin, a pesar de sus excesos y su crueldad
Resultó que a Bazaine, que también había luchado en África, le simpatizaba aquel truhán cincuentón -muy cercano en edad al propio Bazaine- y lo protegió cuanto pudo, aún del propio Maximiliano, que también le cobró repugnancia al desvergonzado y cruel Dupin.
Pero esa protección no duró para siempre. Eran tales los excesos de Dupin, que a Bazaine no le quedó otra que sacarlo del mando de la contraguerrilla. Las versiones se bifurcan. En algunas fuentes se asegura que al Diablo lo repatriaron en 1865, y otras estiman que salió con Bazaine en 1867. Dejó acá una leyenda, pues, aunque nunca se casó, sí tuvo amores y descendencia en México: hay quien cree que a Dupin lo mataron en Guadalajara, del mismo modo que él asesinaba a sus víctimas: enterrado vivo, con todas sus armas.
Esto, que correspondía mucho a la idea de justicia divina, es falso. En realidad, el Carnicero Rojo murió en Francia hacia 1868. Corrió otro rumor, recogido a fines del siglo XIX por Juan de Dios Peza: el Diablo había muerto en su patria, sí, pero envenenado, a causa de alguna de las muchas cuentas pendientes, entre propios y extraños, que llevaba a cuestas.
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