Opinión

El día en que Cristóbal Colón vio sirenas

El día en que Cristóbal Colón vio sirenas

El día en que Cristóbal Colón vio sirenas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

¿Sirenas? Sí, sirenas. O al menos eso creyó ver el Almirante de la Mar Océano. Y por si alguien tuviese dudas al respecto, lo anotó en el diario que llevó durante aquel primer viaje, el que se considera como el descubrimiento de las tierras que todavía no tenían nombre, pero que al paso del tiempo empezó a llamarse América. Ese diario es la narración de un hombre que iba llenándose la mirada de cosas nunca vistas.

Sirenas. Seguro, segurísimo. ¿Qué otra cosa iban a ser? El hombre que las vio, eso sí, no respondía por la belleza de aquellos seres sorprendentes que avistó una mañana de invierno, en un mundo que era nuevo y que, a cada centímetro revelaba una sorpresa, una maravilla. Eran sirenas. Y el hombre que las avistó, y que luego se preocupó por anotarlo en el diario que llevaba en ese viaje, respondía ante sus hombres, que hablaban español, como Cristóbal Colón.

Entre las muchas cosas que Colón dejó consignadas en aquel diario del primer viaje, están las sirenas. Era el miércoles 9 de enero de 1493, antes de la reforma gregoriana al calendario. El almirante navegaba en la carabela La Niña, entre los 72 y 73 grados, longitud oeste, cuando las sirenas hicieron su aparición:

“El día pasado, cuando el Almirante iba al Río del Oro, dijo que vido tres sirenas, que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara. Dijo también que otras veces vido algunas en Guinea, en las costas de Manegueta.”

Sirenas, pero no tan bellas como las leyendas aseguraban que eran. ¿Qué vio Colón, exactamente? En ese mundo habituado a las leyendas y los prodigios, en el que vivían los seres humanos hace medio milenio, donde cada día había una nueva sorpresa, era usual que los europeos intentaran descifrar esa tierra nueva a la que se asomaban intentando encontrar símiles en lo que ya conocían. Aquellos seres no eran precisamente sirenas. De hecho, nada tenían que ver con lo que el almirante y cualquiera de los hombres que iban con él entendían por “sirenas”. ¿Rasgos “de hombre”? ¿Cómo habían “salido de la mar”? Al paso del tiempo, las muchas leyendas de avistamiento de sirenas en la nueva tierra fueron aclaradas: se trataba de manatíes, cuyos rostros, que a los habitantes del siglo XXI les parecen simpáticas, a los hombres de la época de Colón les parecían de tosca masculinidad. El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua aún señala como “voz caribe” la palabra manatí. Estos mamíferos, que hoy también llamamos “vacas marinas”, pueden elevarse considerablemente sobre el agua, y en ocasiones hasta muestran su cola. Eso explica que Colón describiera a sus “sirenas” sobresaliendo de las aguas en lo que hoy es Haití.

Con el paso de los años, y en la medida en que los europeos se familiarizaron con la fauna de esas tierras sorprendentes, aprendieron a llamar “manatí” a las falsas sirenas. En algún momento, el célebre dominico, fray Bartolomé de Las Casas, que llegó a conocer muy bien las islas americanas, le dedicó tiempo y agudeza a leer el diario de Colón. Para entonces, el manatí era, según los que ya habían tenido oportunidad de verlo de cerca –y de comérselo- “un gran pescado, semejante a una gran ternera”. Lo decían, en primer lugar, por la mansedumbre del animal, que provocó, durante siglos, que se mataran cientos de manatíes para servir de alimento.

Los manatíes dieron mucho de qué hablar en los años que la corona española conquistó y colonizó los reinos americanos. Hay testimonios de que su carne era muy gustada, precisamente porque a los europeos les recordaba el sabor y la consistencia de la carne de ternera. En tiempos de Las Casas, había testimonios de que “en tajada”, la carne de manatí era muy sabrosa, y su grasa era de lo mejor que se podía conseguir para freír huevos.

Si Cristóbal Colón hubiese vivido para enterarse de las elevadas disputas que se dieron en los años de los virreinatos españoles por comer o no comer manatí, se hubiera sorprendido, porque sus humildes “sirenas” fueron materia de intensas discusiones de orden teológico, como ocurrió con el chocolate: del mismo modo que a la Iglesia católica le preocupaba determinar si ese producto, codiciado y muy gustado, elaborado del grano de cacao, y que habían llevado a España de las tierras nuevas, era una bebida o un alimento, con el manatí se discutió si era un animal terrestre o era un pescado: el origen de estas dudas –que hoy día nos pueden parecer extrañas o extravagantes- era muy serio: si el chocolate era un alimento, no se podía ingerir en los días de ayuno que mandaba la iglesia; y si el manatí no era un pescado, tampoco se podía comer en esos días. En el caso del manatí las dudas aumentaban porque todo aquel que lo comía aseguraba que “sabía a ternera”.

Pero al dominico Las Casas, que siempre tuvo preocupaciones mucho más terrenales, las visiones de Colón no le parecieron tan sorprendentes, y la glosa que escribió del diario de navegación fue despojado del sentimiento de maravilla por el avistamiento de sirenas: “Debió ser manatí”, concluyó, despiadado, Las Casas.

LA AMBICIÓN Y EL PRIMER VIAJE DE COLÓN

Ahora, que la figura de Colón es severamente cuestionada, aún más que en 1992, no puede menos que pensarse que, si el Almirante hubiese sido consciente de la importancia real de sus “sirenas”, tal vez habría pensado en la manera de sacarles provecho, porque, si algo era aquel hombre, era ambicioso.

Colón estaba decidido a asegurar su futuro a partir de aquel primer viaje, y pidió mucho, muchísimo, aunque a la hora de la verdad no conseguiría tanto como soñó. Logró que el otorgaran el título de Almirante de la Mar Océano, pero su lista de peticiones iniciales era larga y escandalosa: deseaba ser nombrado Virrey Gobernador de todas las tierras que descubriera. Deseaba, también la décima parte de todos los productos que se explotasen en las nuevas tierras mientras él fuese Almirante, y se reservaba el derecho de ser socio, hasta con un octavo de participación, en cualquier otra expedición.

A los Reyes Católicos no les gustaron las desmesuradas peticiones de Colón, pero el inversionista principal de aquel proyecto, el judío converso Luis de Santángel apoyó al ambicioso, aunque su explicación era muy sensata: si don Cristóbal fracasaba en su expedición, nada se perdía. Pero si Colón tenía éxito, las expectativas de ganancias podrían ser tan grandes, que habría suficiente para todos, y no dolería darle al ambicioso cuanto pidiera. A fin de cuentas, los reyes católicos accedieron al torrente de exigencias, y aun así, Colón no quedó conforme. En su testamento todavía les ajustaría las cuentas: “Sus altezas no quisieron ni gastar para ello”, se quejó. Era cierto. Aquella leyenda de la reina Isabel usando sus joyas para costear la expedición es eso, una leyenda. Lo que hubo fue un grupo importante de inversionistas –era negocio, a fin de cuentas, en una intensa carrera comercial contra los portugueses- donde estaba Santángel, pero también banqueros italianos y hasta los famosos hermanos Pinzón. Colón también invertiría un poco, para adquirir, junto con otros compañeros de proyectos, la que sería la nave insignia; una carabela conocida como La Gallega. Pero cuando el Almirante se enteró que las tripulaciones llamaban “La Marigalante” a la nave, le pareció espantoso que su nave principal tuviese nombre de cortesana, y la rebautizó como la Santa María. Y luego, se lanzó a la aventura.