
Nadie se convierte en héroe de manera consciente. Son los actos de los seres humanos los que, en una coyuntura política o social, reciben el calificativo de heroicos. El amor a la patria, la lealtad a una causa política o simplemente el respeto o la pertenencia a una comunidad, pueden determinar, en un instante, la decisión, el comportamiento audaz, imprevisto, que lleva a un individuo a entrar en la memoria colectiva de aquellos que se sienten beneficiados por esa decisión. Entonces, se les empieza a llamar héroes, aunque, los personajes en cuestión no se plantearon, ni de lejos, tal posibilidad. Ese es el caso de Jesús García Corona, conocido en todo el país como El Héroe de Nacozari.
Abundan en México calles y escuelas “Héroe de Nacozari”. De su natal Sonora hasta el estado de Veracruz, pasando por la Ciudad de México, hay estatuas y bustos de este maquinista, que tenía solamente 25 años en ese remoto 7 de noviembre de 1907, cuando tomó una decisión que le costó la vida: al alejar de Nacozari una locomotora que arrastraba dos vagones incendiados y cargados con toneladas de dinamita, evitó la muerte de los habitantes de aquella población minera.
No actuó aquel hombre pensando en convertirse en una celebridad; habría sido descabellado. El riesgo era enorme, y acaso pensó en que había probabilidades de salir con vida, de saltar a tiempo de la locomotora. Pero eso nunca lo sabremos. El hecho, el dato que registra la historia, es que ese 7 de noviembre, Jesús García Corona, suplió a su compañero, el alemán Alberto Biel, que se encontraba hospitalizado, y a su cargo quedó la máquina número 2, que hacía el recorrido de 4 kilómetros entre Nacozari y la mina de Pilares, y que ese día salvó a un pueblo entero.
Hablar de minería significa hablar de tecnología, de esa clase de progreso que llega con todos los recursos para generar una explotación eficaz y redituable. En los tiempos de Jesús García, significaba, entre otras cosas, la llegada del ferrocarril como el vehículo idóneo e indispensable para el transporte de insumos y de mineral extraído para su procesamiento.
Con 17 años cumplidos, el joven Jesús fue a pedir trabajo a la oficina ferroviaria de Nacozari. Le dieron empleo de aguador. Se sabe que era un muchacho trabajador, empeñoso y cumplido. Eso explica que, en el curso de tres años, lo ascendieran en la medida en que demostró su seriedad y sus méritos. Así, pronto estuvo haciendo mantenimiento de vías. Luego, lo convirtieron en controlador de frenos y después en bombero. En 1901, con veinte años, ya tenía las habilidades como para ocupar el puesto de ingeniero de máquinas, a pesar de no tener estudios formales.
García tenía fama de buen empleado. En 1904, junto con otros siete compañeros de distintas áreas de la empresa minera, recibió un premio: un viaje con gastos pagados a San Luis, Missouri, en Estados Unidos. Tenía veintitrés años y un futuro que se antojaba prometedor. Seguiría ascendiendo en la empresa, tendría su propia familia, vería crecer a sus hijos, y, muy probablemente, algunos de ellos entrarían a laborar en alguna área de la compañía. Pero un momento de decisión borró ese sueño.
Las locomotoras movidas a base de carbón generan chispas y, como medida esencial de seguridad, se tenía un contenedor que evitaba que, al saltar, las chispas fueran causa de incendios. Pero aquel día de noviembre, la pieza no estaba en buenas condiciones.
El primer viaje de la jornada se hizo sin complicaciones. Durante el regreso, un empleado abordó el tren a la altura de un caserío conocido como El Seis, donde vivían empleados de las vías. El hombre le explicó a Jesús que había necesidad de trasladar algunas toneladas de dinamita a la mina. Entonces ocurrió el error fatal: los furgones con la dinamita quedaron contiguos a la locomotora. La anécdota cuenta que, mientras se cargaba el tren con los explosivos, Jesús aprovechó para hacer una breve visita a su madre. Después, se dijo que la mujer tuvo un “mal presentimiento” sobre su hijo.
Arrancó Jesús la locomotora. Debido al viento, las chispas saltaron a los furgones con explosivos, y se desató un incendio. Todo se volvió un caos de gritos, ahogados por el estruendo del tren, que, en marcha, aún no salía del pueblo.
La historia cuenta que Jesús alcanzó a escuchar el grito de alarma de un obrero: ¡había fuego en los furgones! Los compañeros del maquinista le gritaban que se detuviera, que, frenada la locomotora, entre todos podrían apagar el incendio. Pero, ¿acaso había tiempo? Y lo peor: ¿había a la mano agua suficiente para sofocar el fuego?
El viento avivó el fuego; era cosa de segundos una explosión de tremendas proporciones. Entonces Jesús tomó la decisión: avanzaría con el tren hacia campo abierto, donde la explosión no matara gente: aumentó la velocidad, les gritó a sus compañeros que saltaran del convoy. Se quedó solo.
Eran las 2 de la tarde con 20 minutos. Se dice que la onda expansiva de la explosión cimbró a Nacozari entero; los cristales de las ventanas se quebraron, las casas se sacudieron como en un temblor de tierra. La locomotora quedó destrozada y Jesús murió en el acto. Con él, trece personas más, habitantes de El Seis, perdieron la vida. Pero Nacozari y con él toda su población, se había salvado.
Jesús García Corona no era un militar arrojado ni un político audaz. No conoció los intrincados pasillos del poder, ni experimentó las ambiciones que conocemos de tantos personajes de la historia política mexicana. Simplemente era un buen hombre que, en un momento de crisis tomó la decisión de canjear su vida por la de muchos. Un héroe civil, ni más ni menos.
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