
En mayo de 1867, Benito Juárez se hallaba establecido, con su gobierno, en San Luis Potosí. Mucho había librado en cuatro años, y, desde la capital potosina, miraba los acontecimientos de Querétaro. Allí había llegado con menos colaboradores de los que habían partido con él de la Ciudad de México, pero en todos esos días, habían sido inevitables las separaciones, las divergencias y una que otra ruptura.
¿La razón? Al dar cuenta de la llegada del archiduque al puerto de Veracruz, Zarco habló del “desembarque” del austriaco. Hombres de periódicos todos ellos, fueron varias voces las que, a la distancia, llamaban la atención del ex redactor en jefe de El Siglo Diez y Nueve: “Pancho [Zarco], no se escribe “desembarque” cuando se trata de personas; se escribe “desembarco”. La palabra “desembarque” se queda para los objetos”. El buen Zarco se lo tomó con sentido del humor, como conviene tomarse esos pleitos: “Fue a propósito”, le escribió con descaro a todo el mundo. “¡Muchacho ingenioso!”, le respondió Guillermo Prieto, que viajaba al lado de Juárez. “Sólo por eso, te perdono que te robes las notas que publico en el Diario Oficial para publicarlas en tu periódico”. En aquel pleito, casi de muchachos, se les fueron semanas.
La verdad es que así funcionaron los periódicos liberales de la época: tomaban la mayor parte de sus contenidos de otras publicaciones editadas en sitios cercanos a lo más intenso de la resistencia; el reproche de Prieto era más jocoso que airado. Aquellos periódicos circulaban por todo el país gracias a complicadísimas conexiones de correos que involucraban barcos que partían de Acapulco, Mazatlán o Manzanillo, y subían la costa del Pacífico para llegar a los puertos del territorio estadounidense y cruzar la frontera hacia Chihuahua, donde se encontraba el presidente oaxaqueño, o viajar a Washington o a Nueva York, donde se asentaron los exiliados mexicanos partidarios de la República, grupo que incluía a la familia de Juárez, al cuidado de su yerno, Pedro Santacilia.
A la larga, Zarco tendría que dejar México y establecerse en Nueva York, donde tuvo que sobrevivir, con todo y su pequeña familia –una de sus hijas nacería en aquella ciudad-, haciendo tareas de corresponsal para periódicos de Estados Unidos y América del Sur, porque su eterno jefe, el acaudalado propietario del suspendido Siglo Diez y Nueve, le ayudó poco o nada a sobrevivir. Por esos complicadísimos vínculos que suelen sostener los periodistas con los dueños de los fierros, no bien se acabó la guerra de intervención y regresó a la ciudad de México, Zarco volvería a ocupar su puesto de redactor en jefe –equivalente a ser director de la publicación— en el Siglo Diez y Nueve.
A muchos kilómetros de distancia, en la sierra de Guerrero, en el pueblo de Tixtla, otro feroz republicano se guardaba sus diferencias con Juárez y le escribía larguísimas cartas, contándole todo lo que averiguaba sobre la resistencia republicana en el sur del país: “Yo pregunto todo para poder escribirle”, apuntó el brillante corresponsal, que respondía por Ignacio Manuel Altamirano, quien, refugiado en su tierra natal, no solo llenaba sus días recopilando información que enviar a don Benito; escribía largas cartas para todos sus conocidos, llenas de encendidos alegatos y exhortos a mantener la fe en la resistencia.
Cuesta trabajo imaginarse a Altamirano, que en 1861 formaba parte del Congreso que pidió la renuncia de Juárez, escribiendo, haciendo frente a los rumores diseminados por las fuerzas imperiales, según las cuales el presidente republicano había escapado de México: “Yo no sé cuál es el pedazo de tierra donde se encuentra Juárez, pero sí tengo por cierto que está en México, pensando y luchando por la República, que está allí con él”.
Por la base guerrerense de Altamirano pasaron lo mismo Vicente Riva Palacio que Porfirio Díaz en su ruta hacia Oaxaca: “Porfirio Díaz sea fugado de su prisión de Puebla”, le escribió el buen Nacho a don Benito, en octubre de 1865, “y en este momento está aquí a mi lado, conversando con los amigos. Él contará a usted cómo se evadió”. Lo que no sabía Juárez es que, restablecida la República, Díaz y Altamirano se aliarían con otros compañeros suyos, para hacer trabajo político y disputarle la presidencia. Ya habían pasado los peores años, aquellos que Altamirano recordaría como “la época de prueba”.
Un notorio damnificado de esta ruptura fue Guillermo Prieto, que decidió secundar el reclamo de González Ortega. El resultado fue un feo intercambio epistolar –de una cuadra a otra cuadra- entre el poeta metido a político y el mandatario oaxaqueño, que habían sido tan amigos, que en el lejano 1860 iban a las playas veracruzanas a tomar baños de mar por consejo médico. “Mientras yo pueda hilar una cuarteta, y mientras me llame Guillermo Prieto, nada necesito de Juárez; acaso en un balance, él me deba más de lo que yo le debo a él”, lloriqueaba por carta el sentimental chilango , quejándose con Santacilia, el yerno de Juárez. “Pobres diablos”, escribió un Juárez despectivo, refiriéndose a Prieto y a todos los que apoyaron a González Ortega. “Valen algo porque el gobierno los ha hecho valer”, contándole a Santacilia su versión del pleito. “Tú tienes la culpa”, se metió Margarita Maza a regañar a la distancia a su esposo: “porque no es la primera que te hace Prieto”. A la larga, a fines de 1867, Juárez y su salvador de Guadalajara -”los valientes no asesinan”- se darían un abrazo y se reconciliarían… hasta cierto punto. Guillermo Prieto nunca volvió a ocupar un lugar en los gabinetes de Juárez.
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