
Era un 19 de septiembre, pero de 1786. En el Real Palacio de la ciudad de México, los músicos tocaron desde la una hasta las tres de la tarde, para alegrarle el ánimo al señor virrey, don Bernardo de Gálvez, porque “estaba muy malo”, dijeron los chismosos que nunca faltan, y se trataba de hacerle amena la hora de la comida. Dos meses y once días más tarde, el virrey estaba muerto. Era joven, entusiasta y generoso. Hasta esposa bella y fama de héroe militar tenía. Al paso de los años, muchos se preguntaron si tantas prendas, sumadas a la ambición política, no habrían sido la real causa de su muerte.
Que el pronóstico no era bueno, quedó claro cuando, cinco días después, el 13 de octubre, Bernardo de Gálvez recibió los sacramentos en público. Quiso el virrey mantener su dignidad, y evitar que el pueblo lo viese como un hombre debilitado. Así, se hizo afeitar la noche anterior y resolvió que esperaría el Viático de pie, engalanado con su uniforme de teniente general.
Quienes presenciaron la comunión del virrey enfermo, juraron después que no se había visto ceremonial así en la Nueva España. Rodeado por representantes de todos los tribunales, de frailes y religiosos de todas las órdenes del reino y curas de todas las parroquias, en presencia del arzobispo Alonso Núñez de Haro, el deán de la catedral, Leonardo Terraya, le dio el sacramento de la eucaristía.
El virrey se recluyó en sus habitaciones. No se movió ni siquiera para asistir a los funerales de su compadre, el capitán de las milicias de Guanajuato, don José Villarreal, a quien se enterró en el Sagrario de la catedral. Los criticones que nunca faltan, dijeron que había sido un funeral de lo más deslucido, porque, por no perturbar al virrey, ni doblaron las campanas por el difunto, ni se hicieron salvas de honor como le correspondía por su rango.
A Bernardo de Gálvez ya le importaban pocas cosas de esta tierra. El 31 de octubre se lo llevaron en litera al cercano pueblo de Tacubaya, para que “mudara temperamento”, porque no mejoraba. Y no mejoraría. El 8 de noviembre hizo su testamento y entregó a la Real Audiencia el mando civil, conservando el mando militar. El testamento del virrey llama la atención, porque casi todo eran cuentas pendientes por cobrar: legaba a su esposa, la criolla francesa de Nueva Orléans, Felícitas de Saint Maxent, 30 mil pesos que la corona española le adeudaba de sus sueldos como gobernador de la Luisiana y la Florida. Esa deuda se remontaba a 1783 y la administración del rey Carlos III aún no podía pagarla. Y todavía le debían el sueldo de un semestre en su cargo de virrey, otros treinta mil pesos. En suma, creía don Bernardo, con esos sesenta mil pesos pendientes, quedaba asegurada la manutención de su familia.
También dividió sus bienes entre sus hijos: el pequeño Miguel de cinco años, una niña aún menor, llamada Matilde, y un hijo que estaba por nacer. El problema es que esos bienes, unos terrenos y el bergantín Galveston, estaban en la Luisiana. El pequeño primogénito heredaría, además, un capital de 50 mil pesos, toda una fortuna, que Bernardo había heredado de su padre y antecesor en el cargo de virrey, don Matías de Gálvez, y que estaba invertido en “acciones” de la institución bancaria creada por Carlos III como parte de sus políticas modernizadoras: el banco Nacional de San Carlos.
Corrió el rumor de que el virrey agonizaba. Los habitantes de Tacubaya se agolparon en torno al palacio arzobispal, donde Bernardo de Gálvez pasaba sus últimas horas. Se supo que le administraron los santos óleos. La muerte llegaba inevitable.
Era el virrey tan querido que, cuando asistía a las corridas de toros, ocasiones hubo en que, en coche descubierto y con su esposa, le dio vuelta al ruedo, para que toda la concurrencia pudiese verlo y saludarle de cerca. Disfrutaba el ambiente festivo de las corridas y demostraba su buen ánimo arrojando su pañuelo a la arena, y si estaba muy satisfecho, hasta los pañuelos de toda su familia lanzaba. A veces paseaba por la Plaza Mayor, con “la Francesita” y solo un par de alabarderos por toda seguridad. Fue el autor de un bando que prohibía a los propietarios de esclavos negros marcarlos a fuego.
Pero a nadie se le escapaba que Bernardo de Gálvez era, además, sobrino del poderoso Ministro de Indias, José de Gálvez, que había influido para que su hermano Matías fuese virrey de la Nueva España, y a la muerte de este, un año y medio después de haber asumido el cargo, Bernardo asumiese el poder.
Las obras que mandó a hacer Bernardo en lo alto del cerro de Chapultepec levantaron habladurías. Se dijo que era una fortificación militar, pero otros pensaron que parecía más bien un palacio, un palacio digno de un rey.
El regreso del virrey muerto a la capital fue alucinante. Con ayuda de arneses, se sentó al cadáver, vestido de gala, en un coche descubierto. Iluminada por antorchas, la comitiva tomó rumbo hacia la capital del reino. A su paso, la gente del pueblo se santiguaba y lloraba. En el Real Palacio embalsamaron el cadáver. La fila de dolientes era tal que tardaron cuatro días en llevar el cuerpo a la catedral. Allí lo colocaron, en la cripta, en espera de llevarlo a su tumba definitiva, cosa que ocurrió hasta la primavera de 1787. Solo entonces, Felícitas de Saint Maxent abandonó la Nueva España, llevando a sus tres hijos, Miguel, Matilde y la hija póstuma del virrey, una niña que se llamó Guadalupe y que fue apadrinada por la ciudad de México.
Las esperanzas de Bernardo fueron eso, esperanzas vanas. Felícitas nunca logró cobrar los sueldos pendientes de su marido, y el banco Nacional de San Carlos quebró, de modo que los Gálvez nunca entraron en posesión de su herencia. Pero con los años los rumores afloraron: se dijo que el popular virrey ambicionaba “alzarse con el reino”, es decir, hacer de la Nueva España una nación independiente, y que tal vez, sólo tal vez, esa ambición no tan secreta, le había costado la vida.
Copyright © 2017 La Crónica de Hoy .