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Entre ovaciones, los aficionados a la lucha libre acompañaron a El Santo a la tumba

El Santo fue afortunado: cuando, en 1952, el editor José Guadalupe Cruz puso a circular Santo, el Enmascarado de Plata, la historieta se empezó a vender por millares; su fama salió del mundo deportivo y llegó al de la imaginación colectiva

El Santo fue afortunado: cuando, en 1952, el editor José Guadalupe Cruz puso a circular Santo, el Enmascarado de Plata, la historieta se empezó a vender por millares; su fama salió del mundo deportivo y llegó al de la imaginación colectiva

Entre ovaciones, los aficionados  a la lucha libre acompañaron a  El Santo a la tumba

Entre ovaciones, los aficionados a la lucha libre acompañaron a El Santo a la tumba

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

A lo largo de los años, Rodolfo Guzmán combatió contra las más variadas encarnaciones del mal; lo mismo un “científico loco” que soñaba con dominar el mundo, que curiosidades de museo, como las Momias de Guanajuato resucitadas, o antiguos espectros coloniales, como la mismísima Llorona. De todas esas batallas salió triunfante. Muchos lo vieron: conduciendo un automóvil convertible, con su brillante capa ondeando con el viento, acompañado de guapas muchachas o de fieles amigos, tan buenos luchadores como él. Guzmán, conocido por todo México como Santo, el Enmascarado de Plata, era el ídolo, el héroe perfecto, al que —y se vuelve insoslayable el lugar común— solamente pudo derrotar la muerte de a deveras, muy distinta a la que llegó a conocer en el mundo de las películas.

LA CONSTRUCCIÓN DEL HÉROE. A partir de 1952, la joven televisión mexicana comenzó a transmitir, los viernes por la noche, las funciones estelares de lucha libre. Personajes como El Santo, Blue Demon, el Cavernario Galindo o el Huracán Ramírez se volvieron, entonces, ídolos masivos más allá de la arena, donde ya eran personajes muy conocidos, y que despertaban pasiones  materializadas en porras y alaridos, cuando luchaba alguno de esos grandes.

El Santo, para esos días, llevaba una década en el mundo de la lucha libre. Intentó algunos nombres con razonable fortuna;  se le vio luchar como Rudy Guzmán, como El Hombre Rojo, como El Demonio Negro, y algunos otros. Pero cuando se cubrió el rostro con aquella máscara plateada y Rodolfo Guzmán Huerta le cedió el espacio a El Santo, a fines de abril de 1942, se empezó a construir un ídolo químicamente puro, de tantas virtudes que el personaje acumuló, después de demostrar  que era un excelente luchador.

Al principio, era rudo, de esos a los que el público no quería y solía abuchear. Después, se pasó al bando de los técnicos. Perfeccionó su estilo y comenzó a destacar. Los aficionados a la lucha le elogiaban la fuerza, la agilidad. En 1952, a la par que, casi inadvertidamente se iba convirtiendo en una de las estrellas televisivas aportadas por la lucha libre, se convirtió en personaje de historieta.

El México de los 50 era un país que miraba hacia sí. Los superhéroes eran cosa que los chamacos y los jóvenes podían conocer en los “cuentos”, lo que hoy llamamos historietas. Y en esos días, el catálogo de héroes con superpoderes o con habilidades especiales era más bien pequeño. Ya estaban por ahí los que serían clásicos como Batman o Supermán, pero también estaban El Fantasma o el Mago Mandrake.

De factura nacional había pocos personajes con esa complejidad. En las historietas de la época había charros justicieros, personajes que emulaban a los héroes de importación, pero que no hicieron páginas duraderas en el mercado mexicano. Pero El Santo fue afortunado: cuando, en 1952, el editor José Guadalupe Cruz puso a circular Santo, el Enmascarado de Plata, la historieta se empezó a vender por millares; su fama salió del mundo deportivo y llegó al de la imaginación colectiva. Era una curiosa técnica la que usaba el editor Cruz: el luchador era fotografiado, y esas imágenes, montadas sobre fondos dibujados, se empleaban para armar la trama de la historieta. Y, aunque a la larga el luchador y la historieta siguieron caminos separados, después de tener algunas diferencias, lo esencial estaba logrado: El Santo no sólo era un ídolo de la lucha libre, sino un héroe en toda la extensión de la palabra.

Los luchadores se habían convertido en personalidades nacionales gracias a la televisión. Era cuestión de tiempo para que saltaran a la pantalla de cine, cosa que ocurrió en los primeros años de la década de los cincuenta. El Santo debutó en la pantalla de plata con dos películas de aventuras: Santo contra el cerebro del mal, y Santo contra los hombres infernales.

Sus películas se convirtieron en favoritas del público: el luchador se había convertido en un personaje muy complejo: tenía la habilidad y la fuerza del campeón que era en el cuadrilátero, combinado con atribuciones de “detective” independiente que cooperaba en cuanta investigación criminal le solicitaran las autoridades policiacas.

Así, poco a poco se convirtió en una especie de James Bond enmascarado, que, solo o en alianza con algunos de sus colegas luchadores, podía disolver un complot internacional con la misma facilidad con la que derrotaba al mismísimo conde Drácula.

UN SUPERHÉROE NACIONAL. En los años sesenta y setenta, cuando el cine internacional no estaba inundado de los héroes de los cómics estadunidenses, las estrellas de la lucha libre eran lo más parecido a un superhéroe materializado en la vida real. Como Kalimán, el Hombre Increíble llegó a la radio y a las historietas hacia 1963, El Santo y sus colegas ya llevaban un buen trecho de ventaja.

Gustaban mucho aquellas películas en las que El Santo, y Blue Demon, hacían dupla, tanto en el ring como en el mundo cinematográfico. Para ellos, no había enemigo —siempre malvado— imposible de vencer.

Así nació un género cinematográfico, el “cine de luchadores”, donde El Santo fue siempre una estrella. El conocido grito, nacido en las arenas y coliseos mexicanos, “¡San-to, San-to!”, era indispensable en las películas. Y los programadores de las cadenas de cines, sabedoras de que uno de los ideales de los chiquillos mexicanos de aquellos años podía ser una tarde entera viendo películas de luchadores, solían programar, al mismo tiempo, tres o cuatro películas en diferentes salas. Era  entretenimiento seguro, y para los cines, ganancia igualmente asegurada.

Como era inevitable, el género comenzó a declinar cuando la industria de los efectos especiales enriqueció al cine, y empezaron a llegar a México las primeras películas de superhéroes. Y aunque El Santo llegó a protagonizar películas que ya empezaban a rozar la comedia, como una en la que se enfrentó al cómico Capulina, o definitivamente extrañas, como aquella en la que, junto con el boxeador José Ángel Mantequilla Nápoles, enfrentaba La venganza de la Llorona,  o, cuando persiguió al “asesino de la televisión”. Filmó 52 películas, todas vistas por millones de seguidores.

Dejó el set cinematográfico al mismo tiempo que el cuadrilátero. Pero ya era un personaje mítico. Jamás había perdido la máscara en un combate, y parecía que nadie había conocido su rostro. La incógnita del hombre oculto detrás de la máscara plateada contribuyó a mantener la leyenda.