PARTE 16
El hecho real fue que tras la manifestación del martes 27 de agosto un grupo pequeños de estudiantes (¿serían 3 mil?) permanecieron en la plaza del Zócalo, instalando en ella tiendas de campaña. Acampar en ese lugar era algo exótico, era como un juego y los jóvenes lo tomaron con buen humor. Hubo quienes llevaron guitarras y al poco tiempo comenzaron las canciones de serenata. Sin embargo, pronto se advirtieron pequeñas desventajas: no había baños públicos en el entorno. ¿Qué hacer ante eso? Pronto el frío comenzó a calar los huesos y eso hizo que algunos de los estudiantes de la guardia desertaran. A medianoche, sin embargo, un sonido atronador rompió el silencio: desde los altoparlantes instalados en la plaza se conminó a los estudiantes a que se retiraran de la explanada. Se les dio dos minutos para hacerlo. Enseguida, aparecieron por las calles adyacentes a Palacio decenas de vehículos militares y algunos camiones de granaderos. Eran tanquetas, jeeps y patrullas que avanzaron desde el oriente haciendo un movimiento envolvente en torno a la plaza y causando una estampida de estudiantes que, apresurados, recogieron sus enseres y salieron huyendo en dirección poniente. Algunos estudiantes, mientras huían, entonaron el himno nacional. Pero los militares no tuvieron miramientos y lanzaron contra ellos los carros blindados, al mismo tiempo que encendían luces y sirenas. El escándalo era ensordecedor. Los estudiantes salieron corriendo del Zócalo, pero la persecución no se detuvo. Los militares los persiguieron hasta más allá de Bucareli. En el trayecto, un chofer que conducía un transporte civil, indignado por lo que veía, tomó la decisión audaz de interponer el autobús que conducía para impedir el avance de la tropa, pero los vehículos militares lo desplazaron fácilmente. En cierto punto, los soldados dieron alcance a una camioneta oficial de la UNAM cargada de estudiantes y los soldados, enfurecidos, destrozaron los cristales y comenzaron a golpear a los pasajeros hasta que aparecieron oficiales de alta gradación que los detuvieron. Esta fue la primera noche triste del movimiento estudiantil.
El desalojo del Zócalo fue el principio de una contraofensiva del gobierno para acabar definitivamente con el problema estudiantil utilizando todos los recursos del Estado. Desde ese momento, los acontecimientos adquirieron una velocidad sorprendente. Por la mañana, la prensa y la radio anunciaron que el gobierno del DF convocaba a realizar un mitin “de desagravio a la bandera nacional” que tendría lugar en el Zócalo a las 11 horas. ¿Desagravio a la bandera nacional? El argumento para el mitin era, en realidad, ridículo. Lo que ocurrió fue esto: al concluir el mitin de la noche anterior, uno de los líderes estudiantiles del grupo de provocadores infiltrados en el CNH izó una pequeña bandera rojinegra en una de las astas (eran por lo menos tres) que había en la plaza. El gobierno tomó este incidente como pretexto para propinarle a los estudiantes una lección sobre lo que era una verdadera política de masas; para ello echó mano de todas las agrupaciones corporativas del partido oficial (PRI, CNC, CTM, CNOP, etcétera) y las convocó a una concentración popular gigantesca que significaría un golpe político demoledor para la lucha de los estudiantes. Era, en realidad, una prueba de fuego para el sistema. La tensión que se sentía esa mañana era enorme. Todos los medios al unísono transmitían mensajes oficialistas que manifestaban la indignación social por “el agravio que se había consumado contra el símbolo de la Patria”. Finalmente, cuando se acercaba la hora de inicio del acto, desde las oficinas públicas y desde todos los rincones de la urbe grupos numerosos de personas marcharon hacia el centro, pero el tono distintivo lo dieron los burócratas (Tesorería, SEP, Gobierno del DF, Hacienda) que mientras marchaban hacia el Zócalo comenzaron a corear:
–¡Somos borregos, nos llevan a la fuerza! ¡Somos borregos, nos llevan a la fuerza! ¡Somos borregos, nos llevan a la fuerza!
Pronto el Zócalo era un hervidero de gente que se movía inquieta, lanzaba gritos, discutía, y el nerviosismo que privaba en la multitud se transmitió hacia los organizadores que incurrieron en una serie de desaguisados. No pasó mucho tiempo para que se escucharan gritos a favor del movimiento estudiantil, pero lo peor se produjo cuando el líder juvenil del PRI, montado en un camión –imitando el estilo estudiantil—arrió una bandera rojinegra, de grandes dimensiones y de factura nueva (nada que ver con el trapo sucio y descolorido que subió el estudiante la noche anterior), que colgaba de una de las astas de la plaza y se dispuso enseguida a izar el lábaro patrio. Pero la suerte lo traicionó. Cuando la bandera llegó a media asta, por razones que todavía hoy se ignoran, el mecanismo se estropeó y comenzó un forcejeo ridículo del líder juvenil con las cuerdas del artilugio. Entre la multitud estallaron risas y gritos:
–¡Déjala así! ¡Déjala así! ¡Deja la bandera a media asta por la humillación de anoche!
En realidad, desde temprano llegaron al Zócalo brigadas de estudiantes que se infiltraron entre las filas del mitin oficialista, pero no se puede decir que el derrumbe del acto se debió al sabotaje de los estudiantes. Lo que se expresó ese día fue el cansancio de empleados y trabajadores con el régimen burocrático y autoritario. La gente estaba harta. El sistema PRI-Gobierno, manifiestamente, naufragaba y lo que la sociedad reclamaba era un cambio, un cambio en la dirección señalada por los estudiantes. Hacia la democracia. Cuando el ejercicio de izar la bandera se resolvió, los organizadores intentaron comenzar el mitin, pero las masas, indignadas, los impidieron; en medio de una gigantesca rechifla, la gente comenzó a lanzar monedas contra el orador principal y pocos minutos el desorden fue completo. Los líderes oficialistas no salían de su desconcierto: ¿qué hacer ante eso? La crisis se prolongó una media hora, pasado ese tiempo ocurrió algo totalmente inesperado: de súbito, aparecieron de nuevo las tanquetas del Ejército, pero esta vez no atacaban estudiantes, a quienes atacaban era, precisamente, a los simpatizantes del gobierno. Los soldados no hicieron distingos: las tanquetas atacaron el mitin, lo dispersaron, y enseguida iniciaron una persecución por todo el centro de la ciudad.
En las horas que duró el zafarrancho se dieron acontecimientos extraños que fueron en realidad actos terroristas. Sin justificación, estalló una balacera en el centro. Se habló de que había francotiradores, pero esos sucesos jamás fueron aclarados. El Ejército, una vez más, quedó a cargo del orden en la ciudad. “La situación que priva en la ciudad”, dijo el secretario de la defensa, Marcelino García Barragán, “no es un estado de sitio, sólo está vigilada por el Ejército para dar garantías y seguridad al pueblo”. En realidad, ese día se echó a andar una estrategia represiva que buscaba disuadir a la población, desprestigiar a los estudiantes y, eventualmente, reprimirlos. Esta escalada represiva iba a concluir el 2 de octubre en Tlatelolco.
El significado histórico de las decisiones que en ese momento tomó el gobierno, me parece evidente: al negarse a negociar con los estudiantes y dar solución pacífica al conflicto, se estaba cerrando la posibilidad de que México transitara sin violencia hacia una gradual democratización del sistema político; en cambio, al optar por la represión, se estaría empujando a los estudiantes hacia la desesperación y la locura, contexto que sería caldo de cultivo para la guerrilla urbana. Pero la opción oficial por la violencia reflejaba claramente el pavor que se apoderó de los gobernantes ante la perspectiva del cambio hacia la libertad y la democracia. Para el poder eso significaba un salto hacia lo desconocido.
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