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Furia criminal en el siglo XVIII: once homicidios en una noche, en casa del comerciante Dongo

Fue “la mayor novedad y desgracia que se ha visto”. O, al menos, así lo veían los habitantes de la Ciudad de México en el lejano 1789. Año aciago había sido aquel en que los novohispanos guardaron luto por el rey Carlos III, que había muerto en diciembre de 1788, pero la América española se enteró hasta marzo del año siguiente. Un virrey se iba y otro llegaba, y al nuevo representante de la corona le tocaría enfrentarse al mayor crimen ocurrido desde que había memoria: un caso en el que la traición y la codicia dejaron su huella ensangrentada.

Furia criminal en el siglo XVIII: once homicidios en una noche, en casa del comerciante Dongo

Furia criminal en el siglo XVIII: once homicidios en una noche, en casa del comerciante Dongo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Siete días, siete apenas, llevaba ejerciendo como virrey de la Nueva España don Juan Vicente de Güemes Pacheco Padilla, segundo conde de Revillagigedo cuando se le acabó la alegría del recibimiento. Era octubre de 1789, y el ilustre caballero había desembarcado en el puerto de Veracruz dos meses antes. Quienes lo habían visto pasar rumbo a la capital del reino todavía se hacían lenguas acerca del lujo y la pompa con que se movía, en su carruaje inglés, tirado por seis caballos con penachos de plumas, y con dos ricamente vestidos, como nunca había llegado al reino un representante del rey. Y empezaba a tomarle el pulso al trabajo diario cuando un horror, nunca antes experimentado por la ciudad de México. brotó a unas pocas calles del mismísimo palacio virreinal: once muertos, en una misma noche, en una misma casa.

Así lo anotó en su diario el curioso alabardero de Palacio José Gómez, que tenía por costumbre anotar todo lo sobresaliente o llamativo que ocurría en la ciudad: “…amaneció la mayor novedad y desgracia que se ha visto, y fue que en su propia casa mataron, para robarlo, a don Joaquín Dongo, y a un cuñado suyo y a nueve criados que tenía: cinco hombres y cuatro mujeres, que con la del amo y el cuñado fueron once. Las muertes que mayor espectáculo no se ha visto ni se lee en historias…”

El espanto corrió por la ciudad a medida que la historia empezaba a desgranarse. Los habitantes de la capital novohispana, ni siquiera los más viejos, tenían datos de un crimen similar.

¿Qué había pasado? ¿Quién podía odiar a los habitantes de la casa Dongo como para matarlos a todos? ¿Eran ladrones o era alguien enfermo de rencor o acicateado por el mismo Diablo? El hallazgo de los cadáveres se había dado con el amanecer, y a medida que la mañana avanzaba, nuevos y horribles detalles se convirtieron en la única noticia de la que se hablaba en la ciudad, desde el barrio más alejado y pobre, hasta el despacho del señor virrey, que se enfrentaba al primer reto de su estadía: encontrar a los asesinos y hacerlos pagar sus crímenes.

EL ATERRADOR HALLAZGO. Todo empezó con el hallazgo de un carruaje sin ocupantes y sin cochero. El vehículo, lujoso y bien puesto, se encontraba en las cercanías del convento de Santa Catarina. Lo encuentra un cabo de dragones, que tiene guardia en su cuartel, en el barrio de Tenexpa. Un cochero que pasa por ahí, cuando la ciudad apenas empieza a iluminarse, le dice que ese es un carruaje muy conocido en la capital: pertenece al comerciante español don Joaquín Dongo, que vive en la calle de Cordobanes. No puede equivocarse, dice el cochero, servicial, al dragón: el señor Dongo vive en una casa alta y lujosa, en el número 13. Cualquiera le puede indicar el sitio, añade, pues el comerciante es un caballero de “la mejor notoriedad", conocido por todos los vecinos.

Finalmente, el cochero se ofreció a ir a la casa del señor Dongo a avisar del hallazgo del vehículo. Cuando el hombre llegó al domicilio del comerciante, encontró la puerta principal cerrada, pero la puerta cochera estaba abierta y “emparejada”, y se animó a empujarla.

La sorpresa del pobre hombre fue terrible, pues en el patio estaban tirados y “nadando en su sangre”, los cadáveres de Joaquín Dongo y varios de sus criados. Aterrorizado, el cochero corrió a avisar al alcalde de barrio, don Ramón Lazcano, quien apenas fue notificado, corrió con sus superiores. A los pocos minutos, la Real Sala del Crimen era notificada y se echaba a andar el engranaje del aparato de justicia novohispano, empezando por reconocer la escena del crimen.

Dentro de Cordobanes 13 reinaba el horror. Las autoridades entraron por la misma puerta cochera, y empezaron a tomar nota de sus terribles hallazgos.

A primera vista, bajo la escalera del almacén, estaba tirado el huacal del indio mensajero que iba y venía entre la casa Dongo y su hacienda del Valle de Toluca. A unos pasos, un candelabro de plata estaba tirado en el piso, y muy cerca, estaba el cadáver de Joaquín Dongo, “con atroces heridas”, aún con capa y sombrero. Apuñalado, con la cabeza abierta, los asesinos, no contentos con arrasar la casa, le habían quitado al muerto el reloj, las charreteras y hasta las hebillas de los zapatos, que, entre la gente adinerada solían ser de plata bien trabajada.

A los pies de Dongo, estaba el cadáver de uno de sus criados. En el hueco bajo la escalera, atado de manos, un anciano portero jubilado al que apodaban El Inválido, con el cráneo destrozado.

En la puerta de la bodega, la autoridad halló al cochero de Dongo, muerto de la misma manera, y en la habitación del portero en funciones, hallaron dos cadáveres más: el del propio portero y el de un indio correo.

Seis muertos llevaba el reconocimiento de la autoridad y aún faltaba recorrer la planta alta: en el entresuelo encontraron un baúl descerrajado, de donde el cajero y sobrino de Dongo, Miguel Lanuza, denunció la falta de cincuenta pesos. Dos habitaciones adelante, estaba el cadáver del primo de don Joaquín, Nicolás Lanuza. Don Nicolás fue hallado en su cama, en actitud que indicaba que intentó incorporarse y echar mano de su escopeta, pero los asesinos habían sido más rápidos.

En el almacén, el cajero Lanuza echó en falta papeles canjeables por dinero y nueve mil pesos en plata. Una revisión más a fondo halló un arca, también descerrajada, de donde los asesinos se habían llevado otros catorce mil pesos.

Al subir a las habitaciones principales del edificio, en el pasillo de la cocina, estaba el cadáver de una galopina, una jovencita de quince años, recién contratada, “con los sesos por los suelos y los cabellos esparcidos”.

No bien entraron a la cocina, hallaron el cuerpo de la cocinera, y pasos más adelante, a la lavandera y al ama de llaves. En las habitaciones de Dongo había baúles y roperos con las cerraduras saltadas.

Los cuerpos de la servidumbre fueron llevados a la real cárcel de corte, y los de Dongo y su primo Lanuza al cercano convento de Santo Domingo. Cuando empezaron a sacar los cadáveres de Cordobanes 13, ya se arremolinaba una muchedumbre curiosa, que daba ayes y gritos a cada cuerpo que veían salir.

Los cadáveres de Joaquín Dongo y su primo Nicolás Lanuza se resguardaron en la casa, y caída la noche, se les trasladó al convento de Santo Domingo, donde los sepultaron al día siguiente por la tarde.

Lo que no sabían las autoridades era que, entre los dolientes, en ese doble sepelio, estaban dos de los asesinos.

LA JUSTICIA DEL REY ENTRA EN ACCIÓN. El virrey Revillagigedo, un caballero con mentalidad moderna, no estaba dispuesto a que, apenas una semana después de su llegada a la Ciudad de México, unos locos asesinos le tomaran la medida y se burlaran de su autoridad. Así, y ante el clamor de los aterrados novohispanos, desplegó entonces una red eficacísima de indagaciones e información. Fue, en toda forma, una investigación policiaca que no tendría mucho que envidiar a los métodos que se pusieron de moda en épocas posteriores.

Primero, se decidió cerrarle el paso a los asesinos: se enviaron correos a todo el reino, se alertaron las garitas de la ciudad. Se buscaban hombres con actitud de fugitivos, con carga o sin ella, se envió una orden de aprehensión al menor rasgo de anormalidad.

A los mesones, se les exigió dar cuenta de sus huéspedes: quiénes se alojaban, desde cuándo y cómo se llamaban, y a qué habían venido a la capital. Se indagó en los cuarteles, y se pidieron informes de los soldados que estuvieron ausentes la noche del crimen.

Con una muestra de las hebillas de los zapatos de Joaquín Dongo, se pidió al gremio de plateros denunciar a quien se acercase intentando venderlas o tasarlas; otro tanto se hizo en los dos polos comerciales de la ciudad: el Baratillo y el Parián con las piezas de ropas y platería que se robaron de la casa del comerciante.

Había gente con inventiva en la investigación, pues se interrogó a los afiladores de armas y a los cirujanos que pudieron haber atendido heridos. También se interrogó a los vecinos de las calles aledañas.

En una ciudad tan pequeña, y a fuerza de rapidez y tenacidad, empezaron a brotar los datos: el día 25 de octubre, una persona que los resúmenes de la causa califican “de cierta distinción”, sin revelar su nombre, se acercó a la autoridad, y narró cómo vio al relojero Ramón Blasio en animada conversación con un caballero al que le advirtió, en la cinta que le sujetaba el cabello, una gota de sangre, aún fresca.

De inmediato, la autoridad localizó al relojero Blasio: su interlocutor era don Felipe María Aldama y Bustamante. Los hombres del alcalde de justicia lo esperaron hasta las ocho de la noche en su casa. Preso, fue interrogado. Se supo que no tenía ocupación pero que era español, de 37 años, y llevaba 10 en el reino. Que se había enterado del asesinato cuando buscaba a un amigo suyo, de apellido Blanco, con quien tenía desavenencias una tía suya. ¿La gota de sangre? Aquel hombre había pasado un rato en las peleas de gallos y creía que ahí pudo haberle caído.

Pero aquel hombre, que tenía una casa decente y con servidumbre, no tenía oficio ni negocio. Vivía, dijo, de ayudas que le pasaba un primo suyo, desde Querétaro, y préstamos de diversos amigos. De hecho, le debía a Juan Antonio de Yermo una fortuna: nada menos que mil 600 pesos. Las autoridades decidieron seguir las pista del amigo apellidado Blanco, y se encontraron que esa misma tarde la guardia de la prisión de la Acordada lo había aprehendido, por el pleito con la tía de Aldama, y lo requirieron para interrogarlo.

Resultó que Blanco tampoco tenía oficio ni beneficio. Español también, apenas tenía 23 años. Al ser interrogado entró en contradicción con Aldama, acerca de los hechos de la noche del crimen, y que según las primeras declaraciones uno afirmaba que habían estado juntos durante aquellas horas, y el joven Blanco declaró cosas distintas. En el interrogatorio afloró otro nombre, otro amigo: Baltasar Dávila y Quintero, que de inmediato fue aprehendido. Tampoco tenía oficio honrado, y conocía a Aldama porque habían estado presos, ambos, en la cárcel de la Acordada.

Dávila habló de haber sido enviado a desempeñar una capa de Aldama, en cincuenta pesos, con dinero ganado en el juego. Pero se mandó a buscar la prenda: estaba manchada de sangre, y con la capa se halló un sombrero, ensangrentado también. Sin dilación, se mandó catear la accesoria donde vivía Dávila.

Allí encontraron, en una viga, el monto total del robo: 21 mil 634 pesos, ropa, las hebillas y las charreteras de Dongo. Y entre las ropas, los sombreros de los otros dos amigos, todos con manchas de sangre.

Confrontados con el hallazgo, los asesinos negaron todo. Al cabo de varias horas, Dávila confesó: Blanco y Aldama fueron los de la idea. Uno de ellos, disfrazado de juez, procuró que le abrieran la puerta de Cordobanes 13. Él, Dávila, no había matado a nadie, simplemente vigiló la entrada.

Todos acabaron por confesar. No trabajaban, no tenían un clavo y eran muchas sus necesidades y deudas. Así, se decidieron por el robo y el asesinato. Y la suspicacia y una gota de sangre les había roto el negocio.

EPÍLOGO. A Aldama, Blanco y Quintero se les condenó a morir por garrote vil. Los ejecutaron en un patíbulo forrado de tela negra, justo frente al palacio virreinal, después de haberlos hecho caminar por la calle de Cordobanes, escena de su crimen. Llegaron a la plaza vestidos de negro y a lomo de mulas enlutadas también. Las armas de los asesinos fueron quebradas en público, y a los cuerpos de los asesinos les cercenaron las manos derechas, que se exhibieron en la plaza pública diez días. Era 7 de noviembre cuando los asesinos de Dongo pagaron su culpa.

La calle de Cordobanes cambió de nombre: hoy se llama Donceles. En 1835, en la misma casa, a punto estuvo de cometerse un crimen similar, pero los criados se dieron cuenta a tiempo y dieron la voz de alarma. Los delincuentes escaparon sin haber entrado.

La casa del crimen hace mucho que desapareció, y en su lugar hoy se yergue un maltratado edificio que data de mediados del siglo pasado. En la fachada, a un lado de la entrada, sobrevive una placa, resabio de la construcción anterior, que dice que allí se cometió el que muchos consideran el peor caso de nota roja de todo el virreinato.