TACUBA, agosto de 1894.- Aquellos hombres descendieron del carruaje que los había sacado de la capital y conducido al pueblo de Tacuba. Caminaron hacia el Panteón Español, y para eludir miradas curiosas y entrometidas, se movieron hacia la parte trasera. Una mirada aguda, al ver a aquellos caballeros bien vestidos, y la caja que cargaba uno de ellos, se habría dado cuenta de que se trataba de un duelo, de uno de esos combates por el honor, que solían emocionar y crispar los nervios de las buenas conciencias en el México decimonónico.
Y no era gente menor la que estaba ahí, a espaldas del cementerio, esperando el momento de concretar el lance: por un lado, estaba nada menos que José C. Verástegui, administrador principal del Timbre, del gobierno de Porfirio Díaz. Lo suyo era la recaudación de impuestos a muy alto nivel. Lo acompañaban los padrinos elegidos para aquel elegante enfrentamiento, el senador Ramón Castillo y el diputado Ramón Prida.
Con ellos iba un médico y un militar muy destacado, nada menos que el general Sóstenes Rocha, veterano de las grandes guerras de la patria, que había sido cercano al presidente Juárez y en 1894 lo era también del presidente Porfirio Díaz.
Fue el general Rocha quien, al llegar al sitio escogido, comenzó a marcar las distancias para el movimiento de los duelistas, que se batirían con las pistolas que aquel viejo militar llevaba consigo.
El viaje había sido relativamente ligero, como si Verástegui no acabase de comprender que el asunto podría costarle la vida. Acaso se confiaba en que era alto y corpulento, y que su contrincante, aunque militar, era más bajo y de menor talla.
Dieron las tres de la tarde, hora pactada para el duelo. Pero el rival de Verástegui no llegaba. El gesto era, definitivamente una desatención, una falta de cortesía exasperante en un asunto que, se entendía, se desarrollaba entre caballeros: el peladaje se mataba en cualquier lado, ciego por la marejada roja de la ira que nublaba los ojos y el entendimiento; a golpes, con palos, con una piedra encontrada a la mano, con un par de machetazos brutales, con el ziz-zaz de una navaja afilada y casi oculta. Pero ellos no eran iguales. No peleaban acicateados por el demonio de la violencia, no. A ellos los movía la defensa de la honra, del honor.
Lo cierto es que en el México de don Porfirio. Todos, por igual, cortaban las rojas flores de la violencia. La diferencia estaba en que unos se bañaban en sangre en el aquí y en el ahora. Los otros, integrantes de las élites políticas, militares e intelectuales, ponían por delante sus principios y su buena fama pública. Los lances tendrían que ser, por eso, más “civilizados”, atenidos a las reglas en un mundo que no veía con buenos ojos los duelos, pero que en realidad no se esforzaba mucho en evitarlos.
A todo esto, ¿por qué no llegaba el coronel Francisco Romero a su cita con el destino?
En realidad, los duelos eran asunto fuera de la ley, pero ni por esas dejaron de celebrarse a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX mexicano. Los más sesudos juristas coincidían en que un duelo era “una perturbación de la paz pública, un menosprecio a la ley, y una protesta contra la organización social; es tanto como gobernarse a sí mismo, hacerse justicia a sí propio, y menospreciar la soberanía del país en que se vive".
Otros sabios del derecho de la época consideraban, incluso, que el duelista era “un rebelde”, porque se atrevía a usurpar a la autoridad pública y, al batirse al margen de los procesos judiciales, apostando la vida, se burlaba de las leyes y de los poderes constituidos.
No obstante que los duelos eran tan mal mirados por el aparato de justicia, eran considerados un fenómeno que debía estar definido y tipificado penalmente. Un duelo era “un combate, aplazado en tiempo y lugar, entablado con el objeto de vengar o reparar una ofensa al honor”. El Código Penal mexicano de 1871 también establecía penas, en el caso de que alguien muriera en un duelo: si el desafiador resultaba culpable de homicidio, se le sentenciaba a cinco años de prisión, y si el desafiado mataba a su oponente, la pena era de tres años y medio.
Ese asunto del honor era demasiado importante para que no se peleara por él, y su penalización era inútil para moderar los ánimos. En la segunda mitad del siglo XIX, los personajes más diversos se enfrentaron en duelo; de Ignacio Manuel Altamirano hasta Manuel Gutiérrez Nájera; a veces por cuestiones absurdas, incluso, en representación del verdadero ofensor o el verdadero ofendido.
A veces, los duelos eran ajustes de cuentas muy añejos o incluso heredados: Miguel Miramón Lombardo, el hijo del general conservador fusilado en Querétaro al lado de Maximiliano, se batió en duelo varias veces por comentarios que sus contemporáneos hicieron con respecto de su padre. Los periodistas, después de arrojarse indirectas, directas y directísimas de periódico a periódico, acababan, a veces, en el campo del honor. El gremio recordó, con mucho sentimiento, y durante años, los desdichados sucesos de 1880, cuando don Ireneo Paz mandó al otro mundo al joven y prometedor Santiago Sierra, de un certero balazo en la cabeza.
En aquel México se batían los cadetes del Colegio Militar, los veteranos de las guerras, políticos y escritores. Hasta los maestros de armas, como el célebre Joaquín Larralde, famoso esgrimista, autor de un acreditado manual, de repente, se veían envueltos en un lance de honor.
Si los duelos provocaban tantas discusiones y eran mal vistos por el aparato de justicia, ¿por qué se permitían? Por el honor. Siempre por el honor. Los jueces, era sabido, no castigaban a quienes empuñaban un sable o una pistola en defensa de su honra. Y en este caso entraban, naturalmente, los duelistas.
Muchos duelos eran pactados para suspenderse a la primera herida, a la primer gota de sangre que apareciera, en uno u otro de los contrincantes. Con eso se consideraba satisfecho el reclamo: los rivales se estrechaban las manos, y la vida seguía su curso.
Pero había otros momentos en que la muerte se apersonaba en los sitios elegidos para los duelos. Y entonces era el drama de una muerte tremenda, pero eso sí, conservando o defendiendo el honor.
Y además, estaban los tercos. Los que insistían varias veces en solventar sus problemas personales desafiando al que se le ponía enfrente y que, casi sin darse cuenta, o con todas las intenciones, le difamaba, le insultaba o le ponía en evidencia ante la sociedad. No eran muchos, pero sí notorios aquellos personajes.
A esa clase pertenecía el coronel Francisco Romero.
Hoy día, Francisco Romero parece un personaje que bien podría estar en la famosa novela de Joseph Conrad sobre un par de duelistas ardientes y reincidentes. Veterano de la guerra de intervención, en 1894 Romero era también diputado de la XVI Legislatura, compañero, por cierto del general Rocha, Aquella tarde de agosto de 1894, se reunieron con Verástegui, sus padrinos y el general designado juez de campo, los padrinos del coronel, el senador Lauro Carrillo y un caballero oriundo de Puerto Rico, Manuel Barreto.
Todos conocían bien el talante del coronel Romero, que se tardaba para llegar al ese, el tercer duelo de su vida. El primero no se había concretado; en el segundo triunfó gracias a su pericia con el sable. Ignoraba el ausente que el duelo que había concertado sería no solo el último de su vida, sino el último que se celebraría en México.
Hay dos versiones acerca de las causas del duelo: una, según la cual, Romero alcanzó a escuchar en una tertulia cómo Verástegui hablaba mal de él, y resolvió reclamar satisfacción. Otra versión asegura que Verástegui faltó al respeto de doña Natalia de Barajas, anfitriona de aquella tertulia, de la cual algunos chismosos hablaban muy mal y la vinculaban sentimentalmente a uno de los dos contendientes. Una versión más, mucho más picante, aseguraba que Verástegui le había puesto casa a una guapa mujer en la colonia Guerrero, y que, una noche, al llegar, encontró al coronel Romero ahí, en paños menores. Por no querer dar, ninguno de los caballeros, explicaciones claras acerca del origen del conflicto, Verástegui cambió de padrinos, quedándose finalmente con Castillo y Prida para representarlo.
Empezó a llover en Tacuba. Alguien abrió un paraguas. Por fin llegó Romero. Algunos contaron después que se veía nervioso en extremo, raro para el duelista que era, además, con experiencia en el campo de batalla. Los contrincantes aceptaron las reglas que les propuso Sóstenes Rocha: caminarían 30 pasos, y entonces dispararían. El duelo terminaría “hasta que hubiese resultado”, es decir, que alguien saliera herido… o muerto. Tocaba al general Rocha la facultad de detener el combate al primer o al segundo disparo.
No hubo necesidad de tal valoración: al primer disparo, José C. Verástegui cayó herido de muerte. El médico elaboró un acta: se trataba de una lesión que “por sí sola y directamente produjo la muerte”.
Aquellos hombres, llevando el cadáver del caído, emprendieron el regreso a México. Si esperaban salir del lance con discreción, la muerte de Verástegui frustró todo: hubo que dar parte a las autoridades. Romero, por su parte, llegó al día siguiente a la Cámara de Diputados, y lo primero que dijo fue que había matado a un hombre, en defensa de su honra.
Confiado en el argumento de la defensa de su honor, Romero se presentó ante las autoridades. Y tenía razón en sentirse tranquilo: a pesar de que la cámara de diputados lo desaforó -una cosa era matar a un cualquiera y otra al principal administrador del Timbre- y que en el proceso se le declaró culpable, sentenciándolo a tres años y medio de prisión, y a pagar una multa de mil 800 pesos. Además, pagaría los 400 pesos del sepelio de Verástegui y los costos legales del proceso. Y, encima, quedó obligado a indemnizar a la viuda con una pensión anual de cuatro mil quinientos pesos, en mensualidades adelantadas, y por espacio de 18 años.
En realidad, el coronel estuvo apenas unos pocos meses en prisión. Ningún caballero que defendiera su honra permanecería largo tiempo en la cárcel. Sin embargo, el duelo fue un escándalo, a grado tal que estancó la carrera de Romero varios años, sin que se le considerara para un ascenso.
En cambio, las versiones más atrevidas sobre las causas del lance dieron para que Heriberto Frías escribiera otra novela, “El último duelo”, inspirada, dijo, en la historia de Romero y Verástegui, pero “con otros personajes y otro medio ambiente”. El resultado es una pequeña novela con tonos oscuros, lleno de pasiones desbordadas, infidelidades, esposas contagiadas de “enfermedades secretas” por sus esposos, y una mujer, pecadora y espléndida, como origen de la desgracia.
La siguiente aparición pública relevante de Francisco Romero tuvo lugar casi veinte años después, en febrero de 1913, cuando justo se le ascendió a general. Se encontraba entre la bulliciosa compañía de personajes que comían con Gustavo A. Madero en el restaurante Gambrinus, cuando Victoriano Huerta puso en marcha su plan de traición.
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