
El filósofo Heidegger le atribuye al poeta Hölderlin, los siguientes versos: “El hombre ha experimentado mucho /Nombrado a muchos celestes, / Desde que somos un diálogo /Y podemos oír los unos a los otros”.
En tales versos se encierran dos de los grandes temas relativos a las dimensiones profundas de las relaciones humanas: el nombrar y comunicar-nos a través de los nombres; y el escuchar; quizá la capacidad más olvidada y erosionada en medio del bullicio idiota que predomina en el espacio público contemporáneo.
El tema es fundamental en la política mexicana. Y urge también recuperarlo como asunto de discusión pública, porque si de algo carecen la mayoría de quienes aspiran a cargos de elección popular, es precisamente de la capacidad del buen decir, pero más aún, de la vocación de escuchar.
Atrapada en la tiranía del jingle y el slogan, la clase política se ha convertido en la principal emisora de una interminable retahíla de tonterías sin ton ni son; y la ciudadanía, de manera mayoritaria, en una pasiva receptora de basura discursiva y ruido contaminante respecto de la cual, por lo dispuesto en la legislación electoral, tenemos la inevitable necesidad de escucharla y verla millones de veces en todos los medios de comunicación; todo ello financiado con nuestros recursos.
Hoy nos encontramos ante la penosa necesidad de reclamar a la clase gobernante, que en México reina la vacuidad de la coyuntura permanente; que se ha renunciado a pensar al país como posibilidad de grandeza, presente y futura; y que se han cerrado casi todas las rutas para garantizar que los hijos pueden llegar a vivir mejor que sus padres.
Nada sustantivo está siendo debatido por los principales precandidatos y precandidatas a la presidencia de la República: nada serio en torno a cómo erradicar la corrupción; cómo acabar con el hambre; cómo crecer económicamente de manera sostenida y distribuir la riqueza de manera justa. Al contrario de eso, tenemos un penoso escenario en el que todas y todos se presentan como “el menos peor” en un país que clama por liderazgo moral y capacidad efectiva de gobierno.
Al contrario de ello, se están configurando tenebrosas alianzas que articulan a grupos de interés; a cacicazgos políticos caducos; a lo peor del pasado y del presente, con la amenaza velada de que, de llegar los contrarios al poder, lo que sobrevendrá será una especie de apocalipsis del que solo ellas o ellos podrán salvarnos.
Estamos frente a un escenario de suma complejidad que está desbordando las capacidades explicativas del mundo de la academia, pero también las de respuesta institucional a los grandes males de la República. El resultado por supuesto es funesto: marejadas de pobreza y fosos de oprobio desde el cual las víctimas ya no tienen ni la posibilidad de clamar por justicia.
En este contexto de fractura institucional, la derecha se posiciona desafiante: invade a todos los partidos y, siguiendo la lógica de la reciente campaña política del ahora presidente de los Estados Unidos de América, plantan “cara de honestidad” y se presentan como abanderados de la intolerancia, del desacato a los mandatos de la autoridad judicial, y de promotores de la regresión jurídica, asumiendo posiciones que dan la espalda a los derechos humanos y al mandato constitucional de garantizarlos por todos los medios al alcance de la autoridad.
No hay futuro posible para un país en el cual su clase política se hunde en la putrefacción y la frivolidad. No hay rescate social posible para los desposeídos, cuando lo que le importa a la clase dirigente es el enriquecimiento personal, el lujo y la ostentación, a costa del bienestar y la felicidad del pueblo.
Estamos ante un escenario en el que lo único que se percibe con claridad son horizontes de penumbras, y ante el que tristemente, recuperando al gran Ernesto de la Peña, vale decir: “Breve país el nuestro de hombres momentáneos… Corto país de paso sin sonidos”.
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