
"¿Qué pasó con los vitrales de colores que tenía el Kiosco Morisco?”, es lo que pregunta mi madre cada que vamos a la Alameda de Santa María la Ribera.
Mira aquel lugar con cierta nostalgia, dice, no es el mismo sitio de hace algunos años.
Llegó a vivir a esa colonia cuando apenas tenía tres años, el parque se convirtió en su lugar de ocio y juegos, tiempo después pasó a ser el sitio donde se llevarían a cabo sus primeras citas románticas con mi padre.
La alameda está enclavada en una de las colonias con más historia de la capital, incluso es considerada como el primer fraccionamiento moderno de la Ciudad de México.
La colonia surgió en 1861, luego de la fragmentación del rancho de Santa María la Ribera, situado al norte de calzada de San Cosme.
El parque se encuentra a una calle del Eje 1 Norte, José Antonio Alzate, rodeado de las calles Doctor Atl, mejor conocida como Pino; Manuel Carpio, Salvador Díaz Mirón y Jaime Torres Bodet antes llamada Ciprés.
Mi madre recuerda que hace unos 20 años los vitrales que tenía la cúpula del kiosco eran de colores, mismos que con el sol formaban una ilusión óptica en el piso del lugar que antes era de mármol.
Pocos saben que el nombre de Morisco se le dio debido a que se asemeja a la arquitectura mora: los arcos, las columnas y la cúpula resaltan en la construcción, además de la decoración tan detallada con diferentes líneas y formas.
Ese, el centro del kiosco era mi pista de patinaje favorito, aún cuando habíamos tantos niños intentando hacerlo que era prácticamente imposible patinar.
Ahora es difícil hacerlo, el suelo es de madera y ahora, aunque no ha pasado mucho desde su rehabilitación, ya luce desgastado y en algunas partes está roto.
Los domingos, sin duda, son los días idóneos para acudir al lugar, pues no sólo se trata de contemplar su belleza arquitectónica sino de disfrutar todo lo que hay en el sitio.
Para cualquiera formarse en una larga fila es tedioso y cansado, no obstante, quienes se van integrando a la cola de los raspados, que están justo en la entrada central que está sobre Jaime Torres Bodet, un poco antes del Museo de Geología yendo del Eje 1 Norte hacía Manuel Carpio, saben que valdrá la pena.
Hay de todos los sabores, tamarindo, frambuesa, guanabana, café, pinón, tres leches, cajeta son, dicen, los más pedidos.
En otros de los pasillos que llevan al kiosco, está el pasaje del arte. Mi padre siempre que podía me llevaba y yo intentaba pintar una tabla que con hilo cáñamo formaba el contorno de alguna caricatura de mis tiempos.
Además, puedes encontrar al señor de las burbujas, está ahí desde que yo visitó el parque.
Incluso, recuerdo que cuando el agua de las fuentes, cuatro para ser exactos, estaba limpia, mi abuela creía que utilizarlas como albercas para nosotros era lo más normal del mundo.
Es imposible olvidar que mis primos y yo simulábamos nadar en ellas cuando el calor era insoportable en días como estos de verano.
Mientras nosotros jugueteábamos en el agua, mi madre, sus hermanas y la matriarca comían tortas de jamón con queso de puerco y de sardina.
¿Para qué ir al Bosque de Chapultepec si tenemos la Alameda de Santa María?, pensaba la abuela.
A mis 26 años no hay nada que más disfruté que acudir a la Alameda de Santa María la Ribera y sentarme en una de sus bancas a comer patitas con mollejas mientras contemplo el Colegio Hispano Americano, ahí donde mi madre estudió.
Con tan poco se puede hacer mucho, en este lugar con magia propia se pueden hacer muchas cosas sin necesidad de gastar tanto dinero.
El Kiosco Morisco siempre estará ahí, cuidando la colonia donde nací y crecí.
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