
La devoró la “nada mexicana”, esa plasta paralizante, que todo postergaba, de la que se quejaba en sus cartas. La zozobra, la abrumadora sensación de fracaso que invadió a Carlota, emperatriz de México, después de recibir la rotunda negativa de ayuda francesa, de Napoleón III, la desquició. Todos sabemos de la aparición de sus delirios persecutorios, de su miedo a ser envenenada, del pánico a quedarse indefensa que la convirtió en la única mujer que ha pasado una noche en el palacio papal vaticano. Lo que ocurrió después con Carlota es una historia teñida de profundo dolor; rescatada por su familia del literal secuestro al que la sometió la realeza austrohúngara, vivió aún sesenta y dos años después del fusilamiento de su esposo en Querétaro. Todos los que han escrito de ella lo han repetido: en 1929 el mundo había cambiado por completo, y ella era ya, solamente, una sombra de una historia olvidada.
Al enterarse del fusilamiento de Maximiliano, Carlota fue presa de un profundo dolor. Se abrazó a su cuñada, sollozando, y manifestó la culpa que la embargaba: “¡Ah! ¡Si yo pudiese hacer la paz con el cielo y confesarme!”. Su hermano Leopoldo contó en una carta: “Ha aceptado con un vivo dolor, pero con valor y resignación, la fatal noticia”. Después, la pobre mujer fue transformando su lectura de los hechos: acabaría considerando que la muerte del archiduque había sido gloriosa. Incluso, le escribió a un pariente suyo, el príncipe Joinville: “[Maximiliano…] no podía haber perecido más noblemente…”. En esa construcción, Carlota llegó a equiparar la muerte de su esposo con el martirio de Jesucristo en el monte Calvario.
Las familias reales de Bélgica y de Austria-Hungría maniobraron para deshacer los vínculos que suponía el matrimonio de Maximiliano y Carlota. Incluso, el gobierno del emperador Francisco José devolvió la dote de la princesa, ese dinero que Max había peleado con tanta tenacidad en los días de la boda. No importaba en realidad, pues, para 1867, Carlota de Bélgica era una de las mujeres más ricas del mundo: había sabido cuidar su patrimonio propio, invertirlo en Europa, y durante su estancia en México hizo algunos envíos de dinero. Por qué decidió no emplearlo para rescatar financieramente al imperio mexicano, sigue siendo uno de tantos enigmas acerca de los últimos días del proyecto monárquico impulsado por Napoleón III. Finalmente, la fortuna de Carlota sirvió para financiar los proyectos bélico-coloniales de su hermano.
Bajo la tutela de la familia real belga, Carlota fue recluida en las propiedades de la corona. Los primeros diez años de su enfermedad los pasó entre el castillo de Tervueren, en Brabante, y el palacio de Laeken, que en aquellos años era una ciudad al noroeste de Bruselas y que hoy es un suburbio de la capital belga. Un incendio en Laeken decidió el traslado, en abril de 1879, de la antigua emperatriz al castillo de Bouchot. De allí no saldría sino hasta su muerte, en enero de 1929.
Pero nunca regresó a la lucidez. Como se sabe, Carlota era políglota: hablaba con soltura francés, inglés, italiano, alemán y español. Debe haber sido inquietante escucharla hablar, ya perdido el juicio, pasando de una lengua a otra, hablando consigo misma o con personas inexistentes. El tema recurrente de estas conversaciones era, invariablemente, México. Se afirma que mandó a hacer un muñeco que, para ella, era la representación de su esposo muerto, y que se ponía a hablar con él. Desarrolló una manía: cada día primero de mes insistía en ir al lago cercano al castillo y meter un pie en la canoa amarrada en el muelle. Nunca explicó qué resorte la movía.
Parece que tuvo alguna conciencia de su padecimiento mental, que algunos estudiosos han querido definir como esquizofrénico. Hay testimonios de que, en ocasiones, llegó a decir: “…no hagáis caso, una desvaría…” O incluso, se tachaba a sí misma de demente: “…una es vieja, una es tonta, una es loca… Señor, estáis en la casa de una loca”. Esa imagen continuó entre propios y extraños. Cuando en el año 2000 vino a México un sobrino-nieto de Carlota, el príncipe Miguel de Grecia, contó que era leyenda vieja en la familia hablar de la tía loca que había sido emperatriz de México.
En 1918, el periodista mexicano José D. Frías, enviado del periódico El Universal a cubrir el fin de la Gran Guerra, pasó por Bouchot. Le dijeron “Venir a Bruselas y no visitar la residencia de la emperatriz de México…” Eso lo decidió a hacer la visita, una mañana fría. Nada pudo sacarle Frías al jardinero, pues éste sólo hablaba flamenco”. No entró, pero alcanzó a ver, en una ventana, a Carlota, que en 1918 tendría 78 años. No quiso el reportero mexicano romper con la imagen de leyenda. “Allí estará tendida en su lecho, junto a la estufa encendida a pesar de ser abril; tendrá como yerto el hermoso cuerpo blanco que fue hace sesenta años una magnolia imperial…”
Cuando ella murió, en enero de 1929, nevaba con intensidad. Se murió de vejez, pues nunca padeció enfermedades físicas graves. Si acaso, padeció cataratas en sus últimos años. Un puñado de ancianos, sobrevivientes de su guardia belga en México, llevó su ataúd a su última morada en la iglesia de Meyse.
Se cree que el acceso grafómano de Carlota se debió al fallecimiento de su sobrino predilecto, hijo de su hermano, el rey Leopoldo. Su delirio subió de punto y se puso a escribir cartas. Muchas estaban dirigidas a Napoleón III y otras a un antiguo servidor en México, el francés Charles Loysel, jefe del gabinete militar de Maximiliano, a quien no volvió a ver desde que abandonó este país.
Numerosas misivas estaban encaminadas a responsabilizar del desastre imperial a Napoleón III. Luego, el delirio trastocó el discurso. En sus textos, Carlota se convirtió en hombre, después planteó casarse con Loysel. Llegó a exigir que Loysel se presentara ante ella para azotarla o, incluso la matara. Comenzó a firmar “Charles”, borrándose ella misma. La culpa y la certeza de que si ella hubiese tenido más poder de decisión también aparecen en esas cartas. Una de ellas dice: “Si [yo] hubiera sido hombre en 1864, Querétaro hubiera sido evitado”.
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