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La historia de amor que murió en Clipperton

Cientos de veces se ha contado la historia de aquella isla diminuta que, por un cálculo errado de la administración porfiriana dejó de ser mexicana. Esa isla, donde lo único que hay son cangrejos rojos y pájaros bobos de patas azules, las ruinas de un faro y un puñado de cocoteros, tiene una historia que es el sueño perfecto de todo novelista: en su pasado hay ambición, lucha política, la soledad en el mar inmenso. También hay sueños, esperanzas, eso que llamamos “amor a la patria”. Está, también, la historia de una pareja que creyó tenerlo todo para ser feliz, y a la que el destino se lo arrebató.

Visita de la Cruz Roja a un orfanato
Visita de la Cruz Roja a un orfanato Visita de la Cruz Roja a un orfanato (La Crónica de Hoy)

A medida que la mancha oscura se hacía más grande en las aguas del mar, Alicia Rovira sentía que el alma se le quebraba en pedacitos. ¡Ramón, su Ramón! Pero Ramón no existía ya. Junto con su lugarteniente, Secundino Ángel Cardona, Ramón Arnaud, gobernador de la isla de Clipperton, acababan de morir, en las fauces de los tiburones, cuando intentaban alcanzar a un barco que los sacara de aquel punto diminuto en el Pacífico. Era mayo de 1915.

Y con ese dolor que le llenaba la cabeza, que le perforaba los huesos, aquella joven mujer, que siete años antes había llegado a Clipperton llena de esperanzas, que ahí dio a luz a su primer hijo, intentó rehacerse, abrazando a sus niños, a las otras mujeres que, junto a ella, habían presenciado el final de Arnaud y Cardona. Tal vez intuía que la parte más oscura de su historia con esa isla, abandonada por gobernantes y generales, estaba por llegar.

Casi cuarenta años más tarde, en 1565, Andrés de Urdaneta, que había navegado con Juan Sebastián de Elcano, y que en su madurez se había vuelto fraile agustino, desembarcaba en el puerto de Acapulco, satisfecho: acababa de reencontrar, tal como se lo había ordenado la corona española, el “tornaviaje”, la ruta de regreso de las Filipinas a la Nueva España. Así quedaba fijado el trayecto que habría de seguir el famoso Galeón de Manila o Nao de China, que llevaba y traía mercaderías de Oriente a la América española. Por casi 250 años, las pesadas naves, llenas de maravillas, pasaban muy cerca de la pequeña isla, que en los mapas del siglo XVI fue llamada por los españoles “Médano” o “Médanos”.

Con el paso de los años, la isla se convierte en un raro objeto de deseo: los españoles y los novohispanos la saben suya; en 1700, exploradores franceses pasan por ahí y afirman haberla descubierto. En 1705, un pirata, John Clipperton, llega a la isla, también cree ser el primero en pisarla, y en un rapto de megalomanía la bautiza con su nombre, y la presume en un libro de memorias que se hace muy famoso en Inglaterra. Poco a poco, ese nuevo nombre se va imponiendo: aquel punto, perdido en el Pacífico, se llama Clipperton.

Pero, por alguna extraña razón, la isla, que, en realidad, y para la época, no parece valer dos centavos, es reclamada por franceses en 1711: dos mercantes, La Princesse y La Decouverte, rodean la isla, la ubican geográficamente, la rebautizan como Isla de la Pasión. Mientras, en los mapas españoles y novohispanos, Clipperton sigue llamándose Médanos.

Para 1800, los mapas importantes que se producen en Europa definen a la isla como “Posesión de España en la América Septentrional”. La “Carta Generale del Messico”, editada en Milán en el inicio del siglo XIX, la llama “Clipperton Roca”, y forma parte de las delimitaciones territoriales mexicanas de las constituciones de 1824.

El primer mapa oficial de la República Mexicana, mandado a hacer por el presidente Guadalupe Victoria en 1825, presenta a Clipperton como territorio nacional. Sin embargo, el primer testimonio claro de un desembarco en la isla proviene de un marino estadunidense, Benjamin Morrell, y hasta 1839 se levanta un mapa de Clipperton. El mapa, que está muy bien hecho, con fieles detalles del sitio, y que será durante años el referente para hablar de la isla, ¡está hecho por marinos ingleses! Parece que, a pesar de todo, Clipperton no es un sitio por el que se preocupen mucho en México en la primera mitad del siglo XIX.

En 1856, la Compañía Minera Estadounidense del Guano intenta hacerse con la isla, agarrándose del documento llamado “Guano Islands”, firmado por el presidente Franklin Pierce, que autoriza a cualquier norteamericano a ocupar “cualquier isla, cayo o roca con guano, siempre que no esté bajo la soberanía de otro país”: los estadounidenses vieron un negocio seguro y fructífero, con el detalle de que México sí reivindicaba su soberanía sobre Clipperton.

Dos años después, una misión francesa declaró que Clipperton pertenecía al imperio de Napoleón III, que, incluso, otorga una concesión para explotar el guano de Clipperton o Isla de la Pasión. La ocurrencia fracasó porque el enviado en aquel momento, Victor Le Coat, nunca puso un pie en la isla, levantó un acta a bordo de un barco mercante, y no se les ocurrió mejor cosa que enviar esa acta a Hawaii y publicarla en un periódico llamado The Polynesian.

Mientras Estados Unidos y Francia intentan, por diversas vías, hacerse de Clipperton para explotarla, y las autoridades mexicanas hacen valer sus derechos para acabar vendiéndole, por veinte años, los derechos de explotación a la Pacific Island Company, nace en Orizaba, en 1877, el descendiente de franceses Ramón Arnaud Vignon, acaso el hombre que realmente amó a Clipperton.

Es diciembre de 1897 cuando de un cañonero, el Demócrata, desembarca una guarnición mexicana en Clipperton: encuentran a tres personas y les exigen arríen la bandera estadunidense que tienen izada. En su lugar, ondea, por primera vez, un 14 de diciembre, el pabellón mexicano.

El siglo XX llega, y el gobierno mexicano sigue resistiendo las maniobras francesas y estadunidenses que insisten en que Clipperton les pertenece. Mientras el gobierno mexicano asume que debe consolidar su propiedad de la isla estableciendo una entidad de gobierno y una pequeña guarnición militar, los derechos de explotación son otorgados, en 1906, a la Compañía Británica de Islas del Pacífico. Parecía que las cosas caminarían: se construyó un muelle, se llevó equipo para procesar el guano. Uno de los empleados de la compañía inglesa, el alemán Gustav Schulz, plantó trece cocoteros para aminorar la desolación de la isla. No lo sabía Schulz, pero al tiempo, esos cocoteros salvaron las vidas de los que se convertirían en prisioneros en Clipperton.

El par de años que se trabajó en la isla, fueron algo parecido a la felicidad: más de un centenar de empleados operaban en Clipperton, y México construyó un “fanal de cuarto orden” y determinó el establecimiento de la guarnición militar que encabezó Ramón Arnaud, con la instrucción expresa de que nunca, pero nunca, habría de llamar “Isla de la Pasión” a aquel punto en el Atlántico. Era Clipperton, y era mexicana.

Arnaud llegó a la isla en 1905. Su superior, el coronel Abelardo Ávalos lo había convencido de que encabezar la guarnición era una oportunidad importante, y que sus habilidades lo habían hecho el candidato aprobado por el presidente Díaz. En su pasado había algunas complicaciones: quiso entrar al Colegio Militar y no lo logró. La ayuda de amigos emparentados con el general Bernardo Reyes, e ingresó al ejército finalmente. Algún rapto de cansancio, un desliz, lo hizo desertar. Purgó su falta en la prisión de Santiago Tlatelolco, y era tanto su empeño y su capacidad, que, una vez purgada su pena, recuperó su posición y alcanzó el grado de capitán.

Arnaud hablaba francés e inglés con soltura —elemento que fue importante a la hora de decidir quién habría de gobernar en Clipperton— y había acompañado al coronel Ávalos a un viaje a Japón. La tradición familiar afirma que, en el viaje de vuelta, cuando ya sabía que iría a la isla, tuvo encuentros con la gente que operaba la concesión. Era 1906 cuando llegó a Clipperton como su gobernador y comandante de la pequeña guarnición militar. El futuro era promisorio para él: viviría en la isla, echaría raíces, ahí criaría a su familia. Allá en México, lo esperaban, emocionados, unos ojos enamorados.

Se habían casado por todo lo alto en el Grand Hotel de France, en Orizaba, el 24 de julio de 1908. ¡Iba tan contenta Alicia, del brazo de su marido! ¡Hizo con tanta ilusión el viaje a Clipperton!

La pareja fue un juguete del azar, del destino Entre 1908 y 1913, la pequeña guarnición vivía con cierta comodidad: cada dos meses llegaba un barco desde Acapulco. Traía noticias, documentos, instrucciones y víveres, pues Clipperton, en su pequeñez, era también estéril. Lo único que fructificaba eran los cocoteros.

Alicia asumió su nueva vida con alegría, y decidió que podía ayudar a mejorar la vida de los que vivían con ella: les enseñó a leer, a escribir. Rezaba con ellos, porque Clipperton no tenía capellán.

El mismo año de la boda de Alicia y Ramón, la realidad alcanzó a los explotadores de guano: no hallaban mercado para su mercancía. Los precios internacionales del guano para fertilizante se iban al caño, y permanecer en la isla dejó de ser rentable. La empresa dejó Clipperton y cerró dos años después.

La tragedia pisó la isla cuando estalló la revolución maderista. El barco mexicano se retrasó, para angustia de los habitantes de la isla. A finales de 1911, Arnaud y Alicia, junto con sus dos niños, Ramón y Alicia, los primeros mexicanos nacidos en Clipperton, pudieron viajar a México, solamente para enterarse de que don Porfirio ya no era presidente y que había dejado confiado el destino de la isla a un arbitraje internacional que emitiría el rey de Italia.

La familia Arnaud Rovira pasó un par de años en México, y nació Olga, su tercera hija. Cayó Madero y el gobierno huertista ascendió a Ramón y lo envió de regreso a Clipperton, con la garantía de que ya no habría más retrasos en el barco que era vital para sobrevivir en la isla.

Pero ni Arnaud ni Huerta contaban con que, en menos de un año, la revolución cobraría una fuerza imaginada. El barco que viajaba con regularidad a la isla fue capturado por las tropas opositoras al huertismo, y lo hundieron. Así, fue la muerte la que se apersonó en Clipperton.

Arnaud no lo sabía, pero estaba firmando su sentencia de muerte. La enfermedad y el hambre había diezmado a su guarnición. Cuando rechazó la oferta de los estadounidenses, solamente quedaban 14 hombres, seis mujeres y 6 niños.

Cocos, peces, aves y huevos se convirtieron en su dieta; habrían muerto de escorbuto de no ser por los frutos de las palmeras. Los cocos, reservados para las mujeres y los niños, les dieron opciones de vida; los varones empezaron a entrar en delirio.

En mayo de 1915, Arnaud dijo ver un barco; con Ángel Cardona abordó una lancha para intentar alcanzarlo, pero el bote zozobró. Los hombres murieron, engullidos por tiburones. Solo quedó un hombre adulto en la isla: el farero Victoriano Álvarez.

Al dolor de haber perdido a su esposo, Alicia tuvo que añadir el espantoso mundo en el que se convirtió la isla.

Coincidencia atroz: no bien se concretaba el asesinato del farero, apareció en el horizonte el buque estadounidense Yorktown, quien recogió a los supervivientes: 4 mujeres y 7 niños, a quienes llevó a México. Sólo después de algún tiempo, se supo de la tremenda historia de los mexicanos atrapados en Clipperton.

Alicia, agotada, llegó al puerto de Salina Cruz, con sus hijos en julio de 1917, dos años después de la muerte de Ramón. Allí la esperaba su padre, Félix Rovira, que, al abrazarla, no sospechaba que, en esa mujer, enflaquecida, y con el dolor marcado en el rostro, que, en esos niños de piel tostada por el sol del Pacífico, llegaba a México la historia de un sueño de amor y futuro truncado por la tragedia.

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