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La independencia, imparable: se firman los Tratados de Córdoba

Recién desembarcado en el puerto de Veracruz, el sevillano Juan de O´Donojú se dio cuenta de que pretender frenar la independización de la Nueva España era ingenuo e inútil. Dotado de amplia experiencia militar y política, el enviado de las Cortes de Madrid optó por el mal menor, para “desatar sin romper” el vínculo que unía al antiguo virreinato con su metrópoli.

Entrevista de Simón Bolívar y José de San Martín en Guayaquil
Entrevista de Simón Bolívar y José de San Martín en Guayaquil Entrevista de Simón Bolívar y José de San Martín en Guayaquil (La Crónica de Hoy)

Pocos personajes en la historia de México han tenido circunstancias tan complicadas como don Juan de O’Donojú. Enviado por las cortes madrileñas, que recuperaban su  posición liberal después de las pretensiones absolutistas de Fernando VII, tenía horas de vuelo y experiencia suficiente para darse cuenta, cuando desembarcó en Veracruz el 30 de julio de 1821, que no había mucho qué hacer: la Nueva España se haría independiente, le gustara o no a la corona.

Lo cierto es que tampoco eran muchas las alternativas de don Juan: Agustín de Iturbide y las tropas agrupadas bajo el proyecto de las Tres Garantías, dominaban la mayor parte del reino; habían logrado un acercamiento con las tropas insurgentes que resistían en el sur, y habían convencido al líder rebelde, Vicente Guerrero, de las bondades de una alianza que le permitiría alcanzar la independencia deseada por ambos bandos, aunque hubiesen llegado a esa meta por caminos y con intereses distintos.

Este sevillano, hijo de una familia noble irlandesa (su apellido original era O’Donohue, que al tiempo se había convertido en el castizo O’Donojú) se había batido valientemente por su país y esa experiencia le dio instrumentos para decidir a la hora de llegar a la Nueva España.

A O’Donojú no le iban a contar historias: él mismo, un liberal convencido, había vivido y sufrido en carne propia los avatares de los movimientos que convulsionaban a la corona española. Había sido un héroe de la guerra en la lucha contra las fuerzas napoleónicas que trece años antes habían invadido España. En 1811, prisionero de las fuerzas de Murat, uno de los subalternos favoritos de Napoleón, había logrado fugarse y continuar en la resistencia. Las Cortes de Cádiz lo nombraron Ministro de la Guerra.

Pero, liberal y masón, no las había tenido todas consigo cuando Fernando VII regresó al trono español. En 1814, sentenció a O’Donojú a 4 años de prisión en Mallorca, donde fue sometido a brutales torturas. El regreso de los liberales al poder significó la reivindicación del valiente soldado. Cuando se restauró la Constitución de Cádiz, se designó a O’Donojú capitán general de Andalucía, donde fueron útiles todos esos años de intensas vivencias. Después, las Cortes decidieron enviarlo a la Nueva España, a sustituir al virrey De Apodaca, el Conde del Venadito. Pero ya no iría como parte de la vieja estructura de gobierno. La Constitución de Cádiz ya no hablaba de virreyes. Juan de O’Donojú salió de Europa con el cargo de jefe político superior de la Nueva España; su nombramiento era un reflejo más de los vientos de cambio que, en uno y otro lado del océano, transformaban la vida de los ciudadanos.

O’Donojú se encontró con políticos y militares audaces y decididos. El hombre del momento, Agustín de Iturbide, sabía que estaba en una posición de poder. Aunque el español recién llegado se opusiera, tampoco tenía posibilidades de enfrentar al movimiento independentista.  De manera que entró en contacto con Iturbide y aceptó un encuentro en la ciudad de Córdoba.

Años después, y no sin cierta soberbia, Iturbide recordaba: O’Donojú no tenía muchas alternativas: regresar a España, reconocer —como hizo— la independencia novohispana, o resignarse a ser un prisionero de Guerra. Había llegado acompañado de una docena de oficiales; en los hechos, tampoco tenía posibilidades militares de desbaratar los planes de Iturbide.

Pero fue la conjunción de las ideas del sevillano héroe de guerra con la contundencia de los hechos lo que decidió la firma de los Tratados de Córdoba. O’Donojú, como tantos otros a través de los siglos, tomó una decisión fundamental en el momento más crítico: asumió en su persona la representación total de las Cortes y reconoció con su firma la independencia de la Nueva España. El acuerdo, escribió después Iturbide, “me abrió las puertas  de la capital” sin tener que llegar al combate. El enviado español demostró, pues, ser “un hábil político y un excelente español”, aseguró Iturbide en sus memorias.

O’Donojú, inclusive, puso su cargo político al servicio de la independencia novohispana: haciendo valer su autoridad, frenó la resistencia española y logró la retirada de las tropas con las que el mariscal Novella aún intentaba retener la capital. Con esas facilidades, Iturbide logró llegar triunfante a la capital.

Pero una decisión de esa envergadura tiene consecuencias: O’Donojú eligió quedarse en el recién nacido Imperio Mexicano: murió en los primeros días de octubre de 1821, sin haber estampado su firma en el lugar que le habían reservado en el acta de independencia. Se dijo que desde sus tiempos de prisión estaba quebrantada su salud; se dijo que murió de una repentina pulmonía; algún chismoso insinuó que Iturbide lo mandó envenenar. Se le llevó a enterrar en la catedral de la ciudad de México, mientras Agustín de Iturbide continuaba su carrera hacia la corona del nuevo país.

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