Cultura

La locura del día, de Maurice Blanchot

El hombre rojo
El hombre rojo El hombre rojo (La Crónica de Hoy)

(Fragmento)

No soy sabio pero tampoco ignorante. He sido feliz. Sé que esto dice muy poco: estoy vivo, y la vida me procura un placer enorme. ¿Y la muerte? Cuando muera (quizás muy pronto) experimentaré un placer inmenso. No me refiero al gusto anticipado de la muerte, que es desabrido y a menudo desagradable. Sufrir es embrutecedor. Pero estoy convencido de la siguiente verdad, que me parece evidente: si vivir me produce un placer sin límites, morir me dará una satisfacción infinita.

He vagado, he ido de un lado para otro. Cuando me he encontrado estable, he permanecido en una sola habitación. He sido pobre, después rico, luego más pobre que la mayoría. De niño era apasionado y obtenía todo lo que deseaba. Mi infancia se ha esfumado, mi juventud sigue el mismo camino. No me importa: soy feliz por lo que fue, lo que es me gusta, lo que viene me conviene.

¿Mi existencia es mejor que la de otros? Puede ser. Tengo un techo, muchos no cuentan con él. No tengo lepra, no estoy ciego, puedo ver el mundo, dicha excepcional. Veo el día, fuera del cual el mundo no es nada. ¿Quién podría privarme de ello? Y cuando el día se desvanezca yo desapareceré con él: pensamiento, certeza que me transporta.

Amé a algunos seres, luego los perdí. Me volví loco al recibir ese golpe, y es que era un infierno. Pero mi locura no tuvo testigos, mi extravío no se manifestaba, sólo mi intimidad enloqueció. A veces me ponía furioso. Me preguntaban: “¿Cómo puede estar tan tranquilo?” La verdad es que yo ardía de pies a cabeza; por la noche corría por las calles, gritando; durante el día trabajaba en calma.

Poco después, la locura del mundo se desencadenó. Me llevaron al paredón como a muchos otros. ¿Por qué? Por nada. Los fusiles no funcionaron. Me dije: “¿Dios, qué haces?” Entonces dejé de ser insensato. El mundo vaciló, después recobró su equilibrio.

Con la razón volvió la memoria y comprendí que incluso en los peores días, cuando me creía perfecta y absolutamente desgraciado, a pesar de todo, y durante casi todo el tiempo, fui infinitamente feliz, lo cual me hizo reflexionar. No fue un descubrimiento agradable. Tenía la impresión de perder demasiado. Me pregunté: “¿En verdad estuve triste, en verdad sentí que mi vida se resquebrajaba?” En efecto, eso ocurrió; pero cada vez que me levantaba y corría por las calles, cada vez que permanecía inmóvil en un rincón de la habitación la frescura de la noche, la estabilidad del piso me ayudaban a respirar y permitían que reposara sobre esa felicidad. Los hombres, extraña especie, quisieran escapar de la muerte. Algunos gritan: morir, morir, porque quisieran escapar de la vida. “Esto no es vida, me voy a matar, me rindo.” Lamentable y extraño, eso es un error.

Y sin embargo, he conocido seres que jamás le han dicho a la vida, cállate, y nunca le han dicho a la muerte, vete de aquí. Casi siempre han sido las mujeres, hermosas criaturas. A los hombres el terror los asedia, la noche los taladra, en cuanto ven sus proyectos destruidos, su trabajo reducido a polvo, se sorprenden; ellos, tan importantes que querían cambiar el mundo, pero todo se derrumba. (...)

¿Soy egoísta? Sólo siento algo por algunos, piedad no siento por nadie, rara vez tengo ganas de agradar, rara vez tengo ganas de que alguien me agrade; y yo, casi insensible en lo que se refiere a mí mismo, sólo sufro por esos pocos, de tal manera que la menor de sus penas me parece un mal infinito y no obstante, si es necesario, a ellos también los sacrifico deliberadamente, los despojo de todo sentimiento de felicidad (he llegado a matarlos). (...)

No soy temeroso, he recibido golpes. Alguien (un hombre enfurecido) me agarró la mano y le clavó un cuchillo. Cuánta sangre. Después, ese hombre temblaba. Me ofreció su mano para que yo la clavara sobre la mesa o contra una puerta. Por haberme hecho esa herida, el hombre, un loco, se creía mi amigo; empujaba a su mujer a mis brazos; me seguía por la calle gritando: “Estoy condenado, soy la marioneta de un delirio inmoral, quiero confesar, quiero confesar”. Un loco extraño. Mientras tanto la sangre goteaba sobre mi único traje. (...)

Tengo que confesarlo, leí muchos libros. Cuando desaparezca, todos esos volúmenes cambiarán sin sentirlo: serán más amplios los márgenes, menos tensas las ideas. Sí, he hablado con demasiadas personas, lo cual me atormenta hoy en día; cada persona fue para mí como un pueblo entero. Ese Otro inmenso me ha permitido encontrarme a mí mismo más de lo que hubiera querido. Ahora mi existencia es de una solidez sorprendente; incluso las enfermedades mortales me encuentran resistente. Me disculpo por ello, pero debo enterrar a algunos antes que a mí.

Empezaba a caer en la miseria. Lentamente, ésta trazaba círculos a mi alrededor, de los cuales el primero parecía que iba a respetarme, pero el último me despojaba de todo salvo de mí mismo. Un día descubrí que estaba encerrado dentro de la ciudad: viajar no era más que una ilusión. El teléfono dejó de sonar. Mis trajes se gastaron. Tuve frío: que llegara pronto la primavera. Iba a las bibliotecas. Me hice amigo de un empleado que me permitía bajar a los sótanos con buena calefacción. Para devolverle el favor, yo galopaba alegremente por pasarelas minúsculas y le llevaba volúmenes que luego él entregaba al oscuro espíritu de la lectura. Pero ese espíritu lanzó contra mí palabras poco amables; bajo su mirada, yo me empequeñecía; él me vio tal cual era, un insecto, un animalejo con mandíbulas, proveniente de las regiones más oscuras de la miseria. ¿Quién era yo? Responder esta pregunta me habría sumido en un gran desasosiego.

Al salir, tuve una visión fugaz: a dos pasos, justo en la esquina de la calle que debía abandonar, se había detenido una mujer con una carriola, apenas la distinguía, ella manipulaba la carriola para hacer que entrara por la puerta de un estacionamiento. En ese preciso momento entró por esa misma puerta un hombre al que no había visto aproximarse. Ya había franqueado el umbral cuando hizo un movimiento de retroceso y volvió a salir. Mientras se hallaba junto a la entrada, la carriola, pasando frente a él, se levantó ligeramente para franquear la puerta y la mujer joven, tras alzar la cabeza para mirarlo, desapareció a su vez.

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