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La matanza del Templo Mayor o el horror sin fin

Se cuentan por docenas los relatos, las investigaciones y los testimonios que dan cuenta de la violencia de la Conquista. Pero hay momentos que, en la oscura historia del crimen en estas tierras, sobresalen de todo aquel proceso. Este es uno de ellos, detonado por el pánico contenido, por la tensión acumulada, acaso por los demonios internos de quien ordenó aquellas horas de espanto

La matanza del Templo Mayor o el horror sin fin

La matanza del Templo Mayor o el horror sin fin

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Era el 24 de junio, día de San Juan, cuando Hernán Cortés regresó a Tenochtitlan. Su ánimo estaba satisfecho: había logrado frenar al enviado del gobernador de Cuba, Diego Velázquez, y ahora los hombres de aquel personaje, Pánfilo de Narváez, estaban de su lado. Mucha gloria y mucha riqueza les había prometido, y mucho alarde de fuerza y poder había mostrado ante ellos. Cortés, para aquellos recién llegados, era la apuesta segura para un futuro próspero y regalado. Pero esa sensación de triunfo se enturbió cuando, a la mitad de los forcejeos para que el capitán hiciera el reparto de los tesoros ganados hasta ese momento, el astrólogo Blas Botello tiró de su brazo para susurrarle algo que lo llenó de inquietud, pues aquel hombre, al que se le adjudicaba pacto con el diablo, dijo haber tenido una visión:

-Señor, no os detengáis mucho, porque sabed que don Pedro de Alvarado, vuestro capitán que dejasteis en Tenochtitlan, está en muy grave peligro, le han dado gran guerra, y le han muerto un hombre, y le entran con escalas, por manera que os conviene dar prisa.

A poco, dos tlaxcaltecas, mensajeros de Pedro de Alvarado, llegaron con una carta: la visión del astrólogo era cierta. La ciudad se había sublevado y la sangre corría en Tenochtitlan.

LA ZOZOBRA

Con rapidez, Cortés rehizo su estrategia, mientras leía el mensaje de Alvarado: los mexicas habían intentado tomar el palacio en el que se alojaban –a eso se refería el astrólogo con las escalas de su profecía. En el momento en que Pedro de Alvarado escribía el mensaje, reinaba una tregua cargada de tensión, pues Moctezuma había logrado imponer su autoridad. La paz, si es que podía llamársela de esa forma, era frágil y precaria. Urgía el regreso del capitán.

Cortés tuvo que dejar a un lado su proyecto de ampliar su espacio de poder. Había armado dos expediciones, una al mando de Juan Velázquez de León, que con 200 hombres iría a ganar la tierra del cacique Pánuco, y Diego Ordaz, con otros 200, marcharía a la cuenca del Coatzacoalcos, para dominar al cacique Tuchintecla. A otros doscientos hombres los mandaba a la Villa Rica de la Vera Cruz, donde permanecían los barcos en que llegó Narváez. La noticia de la sublevación trastornó todo.

El capitán hizo regresar a Ordaz y a Velázquez de León; a Pánfilo de Narváez lo envió prisionero a Vera Cruz. Apresurada, desordenadamente, emprendió el camino hacia Tenochtitlan. Tan intempestiva fue la salida, que aquella caravana se hubiera muerto de hambre si no hubieran contado con la inventiva de un par de soldados, Alonso de Ojeda y uno apellidado Márquez, que idearon la manera de hacerse de suministros. La encarrerada columna, finalmente, paró en Tlaxcala.

Allí se enteró Cortés de las últimas noticias: no se combatía, pero el palacio estaba cercado y la tensión era terrible. Ordenó a sus hombres. Sumando a todos los soldados y jinetes, según Bernal Díaz del Castillo, contaban con unos mil 300 hombres y unos 86 caballos, además de ballesteros y escopeteros. Tlaxcala aportó otros 2 mil hombres. Tal vez, en ese momento, Hernán Cortés no externó la inquietud que le asaeteaba, pero tal tropa indicaba que no esperaba una recepción amistosa en Tenochtitlan.

Continuaron su camino. En Texcoco ya se percibía una situación extraña: no había gobierno. De Cuicacatzin, el gobernante impuesto por Cortés, nada se sabía, y un hombre llamado Coanacoh había tomado el poder, pero a falta de ejército en el que respaldarse, había escapado a Tenochtitlan.

Se disponía Cortés a abordar una canoa para llegar a la gran ciudad, cuando llegó otra canoa, con dos enviados de Moctezuma. La noticia del regreso del español había corrido más rápido.

¿Qué decían los emisarios? Le aseguraron al capitán que Moctezuma nada había tenido que ver en los levantamientos, pero que la ciudad estaba en calma, y que podría regresar a Tenochtitlan con entera tranquilidad. Calmados los ánimos de Cortés, se permitió dormir en Texcoco. Al día siguiente, después de oír misa, emprendió el camino.

Marchaban ya sobre la calzada, cuando un incidente reavivó la zozobra: el caballo que montaba el soldado Solís Casquete hundió una pata en una hendedura en el tablado. Se la quebró. A sus espaldas, Hernán Cortés escuchó nuevamente al astrólogo Botello: aquello era un mal augurio.

EL SILENCIO AHOGA A TENOCHTITLAN

Era mediodía cuando Cortés y su tropa entraron a la ciudad. No había gente en las calles; el silencio reinaba. El capitán vio a los mexicas en las puertas de sus casas. Lo miraban con hostilidad. ¿Qué había ocurrido en realidad?

Llegaron ante el palacio de Axayácatl. Las puertas estaban reforzadas. Desde arriba, Pedro de Alvarado lo reconoció y les franqueó el acceso. Pero eran tantos, que algunos fueron alojados en el Templo Mayor.

Ni ese día, ni el siguiente hubo enfrentamientos. Esa circunstancia hizo que Cortés recobrara la confianza y volviera a solazarse en su triunfo sobre Pánfilo de Narváez, a tal grado, que ignoró a Moctezuma y lo desairó, aunque el tlatoani había salido al patio para recibirlo

Aposentados ya, narró Díaz del Castillo, los que habían quedado en Tenochtitlan se apresuraron a contar los combates con los mexicas, mientras los viajeros contaban, gozosos, cómo habían derrotado a Narváez y atraído a su gente. En esa caótica charla, fue que que empezaron a enterarse de los sucesos en la ciudad.

Cortés quiso saber, sólo hasta entonces, qué había causado la sublevación. Y aquí fue escuchar a Pedro de Alvarado, dando montones de explicaciones, docenas de justificaciones. Entonces, el capitán empezó a cobrar conciencia de la gravedad de lo ocurrido. Solo así entendió el silencio, las miradas furiosas, la inquietud de sus hombres y el torrente verbal de su lugarteniente.

LA VERDAD Y EL HORROR

Era el mes Tóxcatl, explicó Pedro de Alvarado; tiempo de una solemne festividad en honor a Tezcatlipoca. Los mexicas pidieron a aquel soldado que llamaban Tonatiuh por su pelo amarillo, permiso para celebrar a la deidad. Alvarado se los dio, a condición de que no hicieran sacrificios humanos.

Cortés empezó a cavilar. Alvarado se había equivocado desde el principio: toda su labor para empezar a promover entre los naturales la fe cristiana, se entorpecía con este hombre valiente y leal, pero que no había pensado en que dejar a los mexicas hacer su celebración religiosa era una contradicción peligrosa. Claro que Alvarado solamente contaba con unos 130 hombres, y era consciente de su extrema debilidad.

Pero aquella celebración se había convertido en una brutal matanza que ofendió y enardeció a los mexicas, quienes no lo dudaron: atacaron sin piedad, del mismo modo en que cientos habían sido asesinados.

Se trataba de una trampa, le juró De Alvarado a Cortés: los mexicas habían introducido al Templo Mayor armas abundantes, con objeto de sacarlas cuando ellos, los españoles y sus aliados, estuviesen descuidados, contemplando la ceremonia. Querían matarlos, ese era el origen de la pretensión de hacer su ceremonial. El solamente había sido más astuto; se les había adelantado, como buen guerrero con el instinto aguzado.

Cortés quiso saber más. Así, se enteró que en aquella ceremonia participaban numerosos guerreros: caballeros águila y caballeros tigre; la élite de la soldadesca mexica. En lo alto del Templo Mayor, sonaban las flautas, los teponaxtles, los tambores. Estremecía el aire el sonido de los caracoles. El ruido producido por los danzantes parecía atronar la ciudad entera.

Los demonios saltaban en la cabeza de Pedro de Alvarado. Aunque insistió en que él solamente se había adelantado a sus contrincantes, lo cierto es que debió estar con los nervios tensos como cuerdas de violín. ¿Miedo, desconfianza? Cuando se indagó en la matanza, se dijo que el verdadero móvil del asesinato masivo no fue otro que la ambición, pues el español vio los ricos atavíos de los guerreros, que ostentaban medallones que le parecieron valiosísimos.

Los hombres de Alvarado habían controlado los accesos al templo. Danzaban unos trescientos o cuatrocientos guerreros, y unos dos mil o tres mil estaban sentados, presenciando la ceremonia. A una señal del jefe, españoles y tlaxcaltecas se lanzaron contra los mexicas.

Y fue la sangre, la furia y el desconcierto. Como las puertas estaban cerradas, no había escapatoria posible. ¿Cuántas víctimas cobró la desesperación de Pedro de Alvarado? Nadie lo sabe de cierto. Algunas fuentes hablan de 300 muertos; en otras el número sube a 600.

La narración de Alvarado parece haber sido confusa de principio a fin, porque, ¿Quién hizo explotar su cabeza? ¿El y sus miedos, su paranoia, el talante violento que le adjudican todos los testimonios de la Conquista? ¿Influyeron los aliados tlaxcaltecas que vieron la oportunidad de intrigar y dar un golpe importante a los mexicas?

Tan no confió Cortés en el relato que le hicieron, que, a la hora de escribir a Carlos V, minimizó el suceso, limitándose a anotar que, en su ausencia, los mexicas habían atacado a los que dejó en Tenochtitlan, y que los habrían matado de no ser por la intervención de Moctezuma.

Los testimonios mexicas que sobrevivieron describen horas negras, llenas de horror y de sangre: “Van a pie; llevan sus escudos de madera, sus escudos de metal, sus espadas. Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al lugar de los atabales: dieron un tajo al que estaba tañendo; le cortaron ambos brazos, luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada…”

Todo el espanto de un asesinato masivo se conservó para la posteridad en las crónicas mexicas: “todos acuchillan; alancean a la gente y les dan tajos, con las espadas los hieren”. Nadie esconde el hecho de que se trata de un ataque a traición: “…a algunos les acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersas sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza, les rebanaron la cabeza, enteramente quedó hecha trizas su cabeza”.

Las escenas que nos heredaron los mexicas son tremendas: atrapados, y evidentemente sin armas, los guerreros intentan salvarse. “Había algunos que aún, en vano, corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en ellos….”

Los que ganaron la entrada, murieron ahí, apuñalados. Murieron también los que intentaron escalar los muros, y murieron los que pretendieron ocultarse en el interior del templo. Otros, desesperados, se arrojaban en el montón de muertos para que los creyeran una víctima más. Pero al menor movimiento eran descubiertos y también los acuchillaban. Llaman a horror, a espanto, las palabras escritas hace medio milenio: “…la sangre de los guerreros, cual si fuera agua, corría: como agua que se ha encharcado, y el hedor de la sangre se alzaba al aire, y de las entrañas que parecían arrastrarse…”

Afuera, empezaba la gritería: “¡Venid, capitanes!”, clamaban los mexicas. “¡Corred! ¡Muertos son los capitanes, han muerto nuestros guerreros!”

Vino el estruendo, la furia de los mexicas al correr, en la ciudad, la voz de aquel asesinato. “Se alzaron gritos y el ulular de la gente” . Tarde se enteró Alvarado del error, del callejón al que lo había conducido su impulso violento. Se desencadenó la furia de los mexicas; a duras penas, los españoles y sus aliados lograron refugiarse. Los cercaron, los azotaron con injurias, con aullidos. Sólo Moctezuma logró contener, a duras penas, el vendaval que exigía venganza, que demandaba sangre.

Mientras Cortés corría a Tenochtitlan, los mexicas lloraban a sus muertos: “—y los padres y las madres de familia alzaban el llanto. Fueron llorados, se hizo la lamentación de los muertos. A cada uno lo llevan a su casa, pero después los trajeron al Patio Sagrado, allí reunieron a todos los muertos, allí a todos juntos los quemaron…”

El rencor y el dolor desataron la ira mexica. No habría camino de regreso de ahí en adelante todo fue ira y combate. Díaz del Castillo escribe que Cortés montó en cólera por el desastre ocasionado por Pedro de Alvarado. Pero nada importaba ya. Urgía hacer frente a la crisis. El siguiente asalto ocurriría a la vuelta de un mes: la historia lo recuerda como la Noche Triste, que hoy día muchos sugieren llamar la Noche Victoriosa y que era la gran venganza de la matanza del Templo Mayor.