Opinión

La verdadera Güera Rodríguez

(La Crónica de Hoy)

Ningún habitante de la ciudad de México en la primera mitad del siglo XIX ignoraba quién era doña María Ignacia Xaviera Raphaela Rodríguez de Velasco y Osorio Barba. Pero nadie se refería a ella por ese largo nombre, que había terminado abreviado con gracia: la Güera Rodríguez, dueña de belleza, audacia y encanto, que, según la tradición -y los chismes- tejidos en torno a ella, puso a sus pies a los hombres más sobresalientes de la Nueva España, y una que otra celebridad extranjera.

Cuando murió, en 1850, a la edad de 72 años, siendo una anciana vivaz, con sentido del humor, y una memoria excelente, había dejado huella en la memoria de la capital mexicana y en los recuerdos de algunos personajes, como la marquesa Calderón de la Barca, que alcanzaron a escuchar algunos ecos de las muchas historias que en torno a ella y a sus hijas, que eran tan bellas como había sido la madre, se contaban una y otra vez.

Pero, ¿es esa la Güera Rodríguez, a la que se le asocia como conspiradora, copartícipe de la consumación de la independencia mexicana? ¿Existió esa mujer de la que se cuenta tuvo mil amantes, acaso el más importante de ellos, Agustín de Iturbide?

Era bella, pero no enloquecidamente infiel. Sí, se interesó por los problemas políticos que despertaba en la capital de la Nueva España la corriente de independentismo que electrizó a toda la América Española, y sí hubo una acusación contra ella, por conspiración. Pero la verdad no está donde se ha supuesto por doscientos años, y en vez del personaje de novela picaresca, lo que hay es una mujer como tantas otras de la Nueva España: empeñada en conservar el patrimonio de sus hijos y las herencias que le tocaran en suerte. Ni siquiera era fabulosamente rica. Ni siquiera hay pruebas ciertas, sólidas, de que Agustín de Iturbide le entregara su corazón.

¿En dónde, pues, está la verdadera Güera Rodríguez?

CELOS, DRAMAS Y VIUDECES

Doña María Ignacia Rodríguez de Velasco nació en 1778. Un 20 de noviembre, cuando el viento frío del otoño llenaba las calles de la ciudad de México. A las pocas horas de nacida, la llevaron a bautizar al Sagrario. Su padre, don Antonio, era abogado, y tenía una buena posición en el momento de llegar al mundo la primera de sus hijas: regidor perpetuo en el Ayuntamiento. Tuvo dos hermanas, Josefa y Vicenta. La familia tenia casa nada menos que en una de las calles más importantes de la capital: San Francisco, no lejos del antiguo y poderoso convento que albergaba a la orden de frailes que llegaron los primeros a la Nueva España.

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¿Qué se sabe de los Rodríguez de Velasco? Que tenían buenas posiciones, que algunos de los parientes tenían cargos importantes en la Casa de Moneda y en el consejo de la Real Hacienda. En fin, que se trataba de una familia criolla que formaba parte de la élite novohispana, que tenía buenas relaciones con el gobierno virreinal y que se codeaba con la nobleza del reino.

Si el primer matrimonio de la Güera no hubiese atravesado por una densa crisis, que llegó hasta los tribunales eclesiásticos, acaso no sabríamos mucho de su crianza y primeros años. Por ese documento, que se conserva en los archivos inquisitoriales resguardados por el Archivo General de la Nación, es que sabemos, por testigos, que fue una joven muy bien educada por sus padres, devota, que sabía leer y escribir, como lo demuestran las cartas que escribió a lo largo de su existencia, y como toda señorita acomodada de su tiempo, sabía bordar y tocar algún instrumento musical. Hasta aquí no hay nada insólito en la crianza de la hermosa niña.

Pero María Ignacia creció. Y a los quince años se comprometió con un caballero, militar, para más señas, que le levaba 12 años. El sujeto en cuestión era don José Gerónimo (sic) López de Peralta de Villar Villamil, teniente del Primer Batallón del Regimiento de Milicias Provinciales. La tenacidad de la pareja venció la oposición del padre del novio, que alegaba, no le había pedido permiso para casarse. Y aunque José Gerónimo descendía de un conquistador, no nadaba en oro, y hasta demandó a su padre para que le diera recursos, a cuenta de su herencia, y reclamaba un legado de su madre. Poco a poco el matrimonio parecía progresar, aunque la Güera se quejaría de que, en ocasiones, el gasto no le alcanzaba y alguna vez denunció que, en los gastos de la casa, se había ido la dote que le diera su padre, y es que, de los primeros cinco años de matrimonio, llegaron otros tantos hijos.

Pero la pareja llevaba una vida conflictiva: sus pleitos eran públicamente conocidos y se debían a los celos desmesurados, patológicos, de José Gerónimo, Los reclamos subían de tono cuando, por sus actividades tenía que salir de la ciudad. Lo que se puede leer en el proceso de divorcio consigna que la Güera sufrió de lo que hoy llamamos violencia intrafamiliar, pues el marido la insultaba, sospechaba de ella constantemente, y llegó a maltratarla.

Fue él quien inició el proceso de divorcio eclesiástico en 1801, y en ese documento se encuentran múltiples acusaciones de adulterio con diversos personajes, pero lo cierto es que el desquiciado marido no ofreció pruebas concretas. Pero los problemas no acabaron. Al año siguiente, Gerónimo volvía de un viaje y la encontró en la puerta de su casa, conversando con dos canónigos jesuitas, Beristáin y Cardeña. Furioso, echó mano a la pistola y le disparó.

Jose Gerónimo falló, pero esa misma noche la Güera huyó de su hogar en Tacuba para refugiarse en casa de sus padres. Apenas recobró la calma, y acompañada de su padre, fue a ver al virrey, Félix Berenguer de Marquina, e interpuso una demanda contra su marido por intento de asesinato. Se reavivó el proceso de divorcio: pelearon por los hijos, por el patrimonio, por los celos bárbaros de José Gerónimo. Finalmente se reconciliaron, e incluso tuvieron una hija más, que nació en junio de 1805. Pero la Güera había enviudado seis meses antes. Sola, con sus hijos, volvió a la ciudad de México, y aquí es donde empieza a dejar huellas palpables de su existencia, cuidando el patrimonio familiar y la herencia que un día recibiría su hijo varón.

Papeles administrativos, préstamos, gasto de la pensión de viuda que recibió: ahí está la Güera Rodríguez, en la vida diaria, atendiendo el futuro de sus hijos. Eso sí, antes de dos años volvía a casarse, con un caballero, Ignacio Briones, honorable abogado. El nuevo novio tenía 53 años, la novia 28. Aquella unión duró apenas seis meses, suficientes para dejar a la Güera embarazada nuevamente, y en pleito con su familia política, por la herencia de su segundo marido.

Todas estas historias forman parte de lo que se puede probar en torno a la famosa Güera. Cuando, a la vuelta de un siglo, los viejos papeles del proceso de divorcio, y los documentos de los archivos de notarías mostraron a una mujer hermosa, en torno a la cual se murmuró mucho, con diversos conflictos y bastante fama pública, era inevitable que los cronistas de la primera mitad del siglo XX se enamoraran un poco de ella y quisieran traerla a los tiempos modernos: eso fue lo que hizo el cronista Artemio de Valle Arizpe, principal culpable de la leyenda de la Güera Rodríguez.

(Continuará)

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