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La Visita de las Siete Casas: devociones y recuerdos

Fe. En otros tiempos, el recorrido por los templos de las ciudades equivalía a caminar la ciudad en su totalidad. Épocas hubo en que el poder político era convidado a los oficios religiosos de la Semana Santa

Personas arrodilladas en una iglesia
Personas arrodilladas en una iglesia Personas arrodilladas en una iglesia (La Crónica de Hoy)

De una iglesia a otra: la visita de las siete casas, o de los siete altares, como la llamaban los mexicanos de hace siglo y medio, es todavía, además de un gesto de devoción para quienes profesan la fe católica, paseo y recorrido por las calles del México viejo. En la megalópolis del siglo veintiuno, cada quien hace su recorrido como puede y a la hora que puede, pero hubo un tiempo en que la ciudad era diminuta, y en esos siete templos se abarcaba casi la traza entera de la ciudad, y todos confluían el corazón de la vieja urbe: la Catedral Metropolitana.

Ahora, como ayer, la Visita de las Siete Casas es, para los mexicanos, una más de esas ocasiones de contento donde se ejerce el arte de quedar bien con Dios y al mismo tiempo pasar un buen rato, paseando por las calles, viendo y dejándose ver, pues así vivían el Jueves Santo los mexicanos de otras épocas, cuando no había ni teléfonos celulares ni redes sociales: buscando el mejor modo de pasar los días de guardar.

La ruta de Jesús inició en el Cenáculo y de allí fue llevado al Huerto de los Olivos hacia la casa de Anás; de ahí a la casa de Caifás. Después fue llevado Jesús ante Poncio Pilato, para de allí ser trasladado a la presencia de Herodes. De allí fue devuelto Jesús ante Pilato, para ser enviado al Calvario.

Al lugar donde se expone a la vista de los fieles el Santísimo Sacramento, se le llama “monumento”. Una de las curiosidades de la Visita de las Siete Casas es que los fieles pueden admirar la forma en que cada templo adorna su monumento. En otros siglos, cuando la vida se componía de esos pequeños placeres y divertimentos, que los fieles disfrutaran comparando los adornos y peculiaridades de uno y otro monumento, hacía entretenido el recorrido.

La Semana Santa transcurre entre rachas de calor y lluvia. En otros tiempos, desde las primeras horas del Jueves Santo, los mexicanos devotos se encontraban en las calles con numerosos puestos de aguas frescas con las cuales reponerse y completar el recorrido: llenos de flores y macetas; con montones de arena mojada para hundir en ellos las tinajas de aguas y así mantenerlas frescas, esos puestos formaron parte, durante siglos, del paisaje de aquella jornada. Chía, horchata, limón, piña o tamarindo con su correspondiente dulce, servidas por muchachas con trenzas engalanadas con listones de colores.

Igualmente, a temprana hora, los jóvenes que veían en la Visita de las Siete Casas una oportunidad inmejorable de conocer a las señoritas de la ciudad, se apostaban en los atrios o en las entradas de los templos, con actitud audaz y mirada conocedora. Quién más, quién menos, sacaba sus mejores ropas para con ellas salir al recorrido. No era extraño ver salir a las damas más encopetadas, adornadas con riquísimas y carísimas mantillas.

Era la Visita de las Siete Casas ocasión de contento en la ciudad, pues fue costumbre en el siglo XIX que ese día recibían los gendarmes sus uniformes nuevos y, así, limpios y engalanados, iban por las calles pidiendo “para su matraca”, juntando moneditas para la fiesta del Sábado de Gloria, con cohetes, judas y el escándalo de las matracas, que podían ser de madera o de hoja de lata y, si la alcurnia y el dinero eran muchos, hasta de oro o plata, para celebrar el fin del luto.

De ahí, todo era moverse hacia el centro de la ciudad: la comodidad de la línea recta llevaba a los fieles a San Juan de Dios (junto al Museo Franz Mayer) y, a unos pasos, sin salir de la misma plazuela, a la Santa Veracruz. Los amigos de dar vueltas, podían desviarse a un costado de La Alameda, para hacer alto en San Diego, que hace muchos años ya nada tiene que ver con el culto católico y sí con el patrimonio cultural.

La “gente bien” no podía caminar sino por las calles de San Francisco y Plateros; y hacer alto en el templo de San Francisco era un indispensable del Jueves Santo. La modernidad porfiriana hizo brotar junto a San Francisco al neogótico templo de San Felipe, de manera que las siete casas en línea recta se convirtieron en ocho al despuntar el siglo XX.

Un par de calles adelante, aún luce, imponente, la siguiente parada, La Profesa, el hogar de la orden jesuita. De allí a la Plaza de la Constitución, donde al visitar el Sagrario y la Catedral, muchos fieles completaban sus siete altares.

Pero la ruta se multiplicaba: desde la calle de Moneda, la gente podía visitar La Soledad, la Santísima y después Santa Inés —hoy sede del Museo José Luis Cuevas— y después desviarse a la iglesia de Loreto, deteriorada hoy día, pero famosa en otros tiempos por el lujo con el que montaban sus monumentos y con la espléndida música que podían escuchar allí los visitantes. De allí, de regreso a la Plaza Mayor, con una parada en La Enseñanza, con sus dos coros junto al altar mayor, y de allí, a Sagrario y Catedral.

La devoción y la curiosidad eran los verdaderos artífices de las Visitas de las Siete Casas. Otros visitaban La Merced, donde los padres mercedarios recibían en Jueves Santo la limosna para su misión original: la redención [rescate] de cautivos. Otro templo muy socorrido en la zona sureste de la ciudad era el real convento de Jesús María, y había quien hacía su recorrido de allí hacia el oeste, pasando por la parroquia de San Miguel, y luego San Jerónimo, Regina, la diminuta capilla aún existente de San Salvador el Seco, y luego la del Salto del Agua.

En los días en que la Iglesia y el Estado no eran cosas aparte, los presidentes de la República estaban invitados, con todo y gabinete, a los oficios de Jueves Santo en Catedral, y como gesto de deferencia, el cabildo catedralicio le colgaba al cuello la llave de oro del depósito del santísimo Sacramento, y al gobernador del Distrito Federal se le ponía al cuello la llave del Sagrario de la Colegiata de Guadalupe.

Sencillo o rumboso, con completa devoción o con algunos coqueteos entreverados con las oraciones, así terminaba el Jueves Santo en la capital mexicana: con cientos de personas entregadas al sencillo placer de pasear por la gran plaza, después de haber cumplido con Dios, y a la luz de la Luna llena. 

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