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López Portillo: una presidencia que se soñó luminosa y terminó entre sombras

Como candidato y como presidente, José López Portillo mostró una personalidad exuberante. Presumía de tener la agilidad y la fuerza de un muchacho, y al mismo tiempo ocuparse de sus inquietudes literarias y hasta filosóficas. Echado para adelante, buen orador, fue un gobernante popular al principio de su sexenio.

El presidente electo de Colombia, Belisario Betancur, saluda a la multitud desde el balcón del Palacio de Nariño
El presidente electo de Colombia, Belisario Betancur, saluda a la multitud desde el balcón del Palacio de Nariño El presidente electo de Colombia, Belisario Betancur, saluda a la multitud desde el balcón del Palacio de Nariño (La Crónica de Hoy)

Nieto de un gobernador de Jalisco que también fue canciller de Victoriano Huerta, hijo de uno de aquellos cadetes del Colegio Militar que escoltaron a Francisco I. Madero aquella mañana triste de febrero de 1913, José López Portillo y Pacheco, presidente de México entre 1976 y 1982, empezó su campaña electoral, para la que no tenía contrincantes políticos, pidiéndole a los votantes: “Llámenme Pepe”. Pensó que él era “el último de los Presidentes de la Revolución”, y después de prometerle al país que viviría en la prosperidad, tuvo que reconocer, en los últimos días de su mandato, que la bonanza petrolera de sus años de mandato había creado una ilusión que no pudo convertirse en realidad.

Dotado para las letras, aficionado al dibujo y a la pintura, nacido en un hogar donde hubo un abuelo escritor e historiador; catedrático universitario, López Portillo no parecía mirar hacia el mundo de la política. Uno de sus amigos de juventud, que se movía en aquel universo, Luis Echeverría Álvarez, lo fue involucrando: a los 40 años, dejó la abogacía y se volvió funcionario. Llegaría a la subsecretaría de la Presidencia en tiempos de Díaz Ordaz.

Con su amigo Echeverría, López Portillo ascendió: entre 1970 y 1972 fue subsecretario de una entidad ya desaparecida, Patrimonio. Luego, entre 1972 y 1973, director general de la Comisión Federal de Electricidad. Después lo hicieron secretario de Hacienda.

Su “destape” como candidato presidencial, en 1975 puso, ante los ojos de los mexicanos a un personaje que desde su juventud estaba obsesionado con la figura de Quetzalcóatl. Decía, no completamente en broma, que él era la encarnación de la deidad prehispánica.

Sus primeros discursos lo hacían parecer sereno, racional, moderado. Sonaba convincente, y era uno de esos políticos que en su formación habían aprendido los secretos del buen orador. Da inicio a su sexenio con lo que se convertiría en la importante reforma política de 1977, hablaba de tiempos nuevos, de superar los tropiezos económicos de los últimos tiempos de la era echeverrista.

Pero tener en sus manos el poder, sentirse el hombre más poderoso de México, lo llevó por otros derroteros.

Decía que, para caminar en esos recorridos a lo ancho y lo largo del país, donde se rodeaba de cientos que acudían al llamado corporativo que proclamaba su lealtad al Señor Presidente, nada había como las botas antimotines; se bajaba de un salto de los helicópteros, un par de metros antes del aterrizaje. Era un tipo de vitalidad distinto al de Echeverría, pero no menos exuberante.

Boxeaba, montaba a caballo para mostrar sus habilidades en la equitación y en la charrería. Nadaba y no era un mal esgrimista. Jugaba tenis y se trepaba al mástil de un barco. Aún hoy rebota, en internet, un video de aquellos años, en los que compite con su hijo José Ramón, a quien designó subsecretario de Programación y Presupuesto. A quienes criticaron la decisión, respondió llamando a aquel joven “el orgullo de mi nepotismo”, porque, ejerciendo ese nepotismo, nombró a su hermana, Margarita, titular de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía, con poder sobre aquella, la televisión pública de esos tiempos, y sobre las instituciones públicas encargadas de impulsar el cine nacional. Una mujer con la que se le relacionó sentimentalmente, la física Rosa Luz Alegría, fue nombrada secretaria de Turismo.

Evocar el inicio de la década de los ochenta es, también, evocar a ese hombre que fue José López Portillo en los últimos tiempos de su presidencia, cuya fortaleza empezó a vencerse ante la realidad insoslayable de la crisis financiera que afectó al país aún más allá de su gestión. La “abundancia petrolera” en la que se suponía vivía el país le dio al mandatario la seguridad para mostrarse decidido, incluso arrogante, en su trato con los jefes de Estado de todo el mundo. Después, fueron las lágrimas, el golpe en el atril, el reconocimiento del desastre.

A fines de su gestión, en 1982, el semanario Proceso dio a conocer la construcción de un conjunto de edificaciones en Cuajimalpa. Al mismo tiempo, se aplicaban recursos federales para dotar de servicios a la zona, de manera que la obra, iba cobrando aspecto de conjunto habitacional residencial. Se supo que era, nada menos, el lugar a donde iría a residir López Portillo como expresidente. ¿De dónde salía el dinero? Al aún Presidente no le pareció mal responder: su gran amigo, el Jefe del Departamento del Distrito Federal, Carlos Hank González, le había prestado el dinero necesario para aquella obra, con casas cómodas, lujosas, para él y para sus hijos. Los mexicanos, ofendidos por esa ocurrencia de final de sexenio, nunca llamaron a aquel predio de otra manera que no fuera “La Colina del Perro”. (Bertha Hernández).

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