
Así lo encontró la muerte la noche del 22 de diciembre de 1976, en la “posición aventajada” que él consideraba como la ideal para ir al encuentro de la gran igualadora de los hombres. Martín Luis Guzmán tuvo, hace 40 años, una muerte breve, casi indolora, al final de una jornada, como todas las suyas, intensa y llena de obligaciones, de trabajo. Hoy, la posibilidad de que los adolescentes mexicanos lean dos obras de su autoría, consideradas entre los clásicos indispensables de nuestras letras, es mínima: ni La sombra del caudillo ni El águila y la serpiente se consiguen en ediciones accesibles, debido a una disputa entre los herederos de Guzmán y la editorial Porrúa Hermanos.
Y aunque hoy existen diversas ediciones de algunos otros trabajos suyos y existe una versión mejorada de sus Obras Completas, editadas por el Fondo de Cultura Económica, enriquecida a grado tal que está integrada por tres volúmenes en lugar de los dos que originalmente concibió el escritor y periodista, lo cierto es que de Martín Luis Guzmán, las generaciones más jóvenes de este país saben poco, y las investigaciones que se adentran en su biografía aún no han acabado de descifrar al personaje, privilegiando su época de joven escritor involucrado con los movimientos revolucionarios, sobre sus últimos años, como editor de los libros de texto gratuitos, senador de la República y director de la revista Tiempo, una de las más longevas de la historia del periodismo mexicano.
Hombre longevo, la reflexión sobre la muerte y el “corte de caja” que todo ser humano genera ante la aproximación de ella, estuvo presente en los escritos y las entrevistas que Guzmán concedió. Madrugador, su jornada comenzaba apenas abría los ojos: llamadas, lecturas, revisión de periódicos. A lo largo de los años, propios y extraños, familiares y amigos, dejaron constancia de la actividad continua como sello de sus días.
Llevaba a la práctica lo que en 1967 le había dicho al crítico Emmanuel Carballo: “No acordarnos de que la muerte llegará deja intactas nuestras energías físicas y espirituales, en lo que cada una de ellas tenga de actual en cada momento, y esto se traduce en una ilimitada perspectiva de vida. Así, cuando la muerte llegue, será una sorpresa”.
1976 era el cierre de una época intensa: Guzmán había sido parte del comité organizador de las conmemoraciones del centenario luctuoso de Benito Juárez, terminaba su periodo como Senador de la República, y, año de cambio sexenal, estaba en vísperas de saber si se le ratificaba como presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos.
Pero nunca había abandonado el periodismo. Desde 1942, año en que fundó el semanario Tiempo, jamás fue ajeno al mundo de las redacciones y la adrenalina de la información. Formó parte, durante décadas, del Comité Organizador de la Comida del Día de la Libertad de Prensa, ese peculiar ritual que refrendaba, año con año, los vínculos de dependencia a veces, y otras de compleja cercanía, que mucho tiempo fueron inevitables entre la prensa mexicana y el poder político. Ese factor ayudaría a construir una especie de “leyenda negra” en torno a Guzmán, a partir de su discurso, en el Día de la Libertad de Prensa de 1969, cuando respaldó al presidente Gustavo Díaz Ordaz respecto de las decisiones tomadas por el gobierno federal en los días del movimiento estudiantil de 1968.
A partir de aquel discurso, numerosos intelectuales e integrantes de la generación del 68, pusieron distancia y se olvidaron de que, en algún momento lo habían calificado como el “´primer gran reportero mexicano del siglo XX”, como lo llamó alguna vez Carlos Monsiváis. En adelante, no sería extraño encontrar en numerosos ensayos los calificativos de “oficialista” o incluso “entreguista”, que la generación protagonista de la transición democrática le acomodó como reproche a la falta de empatía que tuvo para con ellos, y que algunos investigadores contemporáneos han dado en repetir sin profundizar en el pensamiento de aquel hombre, casi nonagenario y lucidísimo que era Martín Luis Guzmán al momento de su muerte.
Dos meses antes de morir, Martín Luis Guzmán había oficiado como jurado de un certamen organizado por periodistas, integrantes del Club Primera Plana, para premiar libros escritos por periodistas. En los días que siguieron a su muerte, la periodista Adelina Zendejas escribiría en las páginas del diario Excelsior que, con el autor de las “Memorias de Pancho Villa”, “aprendió a escribir todo en tres líneas”, enseñanza que, aún en el siglo veintiuno, resulta valiosísima para cualquier reportero.
A la par de aquella sección especial donde Tiempo narró las últimas horas del escritor y periodista, José Emilio Pacheco dedicó uno de los primeros Inventarios publicados en el entonces recién nacido semanario Proceso, a la memoria de Guzmán y rescató, a modo de homenaje, un texto que originalmente había aparecido en La Antorcha de José Vasconcelos. Pacheco escribió una amplia nota biográfica en la que elogió su labor como Presidente de la Comisión Nacional de los Libros de texto Gratuitos: “La política lo llevó de la oposición a la participación. A partir de 1960 desempeñaba activamente un cargo honroso: editor de los libros de texto gratuitos”.
Llevaron el cadáver de Martín Luis Guzmán al Palacio de Bellas Artes, donde le rindieron homenaje periodistas, hombres del poder y los humildes trabajadores de los talleres de los libros de texto. Con los años, ellos contarían que el fantasma de don Martín se paseaba por aquella gran imprenta.
“Era todo un clásico”, dijo de él Emmanuel Carballo. Y como personaje de un pasado relativamente reciente que aún genera intensas polémicas, aún no acaba de ser abordado por un análisis sereno y riguroso que vuelva a revelarnos su compleja personalidad.
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