
La muerte, con un toque de tragedia, no era una mala solución a los problemas políticos y personales de Maximiliano. Volver a Europa, fracasado y vencido, en malos términos con su hermano, el emperador austrohúngaro, con una esposa enloquecida, era un destino terrible para un orgulloso Habsburgo. Pudo más la presión: “Un Habsburgo no abdica”, le dijeron desde el otro lado del mar. Y el derrotado emperador de México se quedó a cumplir con su destino.
De nada valieron las peticiones de indulto. La consolidación del Estado republicano y liberal hizo necesaria una acción contundente, que evitara a México ser nuevamente objeto de las ambiciones de un gobernante extranjero.
“¿Ahora sí crees que van a fusilarme?”, le dijo Maximiliano aquella madrugada del 19 de junio de 1867 a su cocinero personal, el húngaro Tüdos, que, una y otra vez había manifestado su confianza en que, en el último minuto, llegaría el mensajero con el perdón anhelado. Desconsolado, Tüdos miraba cómo el archiduque subía a uno de los tres carruajes de alquiler en los que se trasladó a los tres sentenciados a un pequeño cerro, en lo que hace 150 años eran las afueras de la ciudad de Querétaro: el Cerro de las Campanas.
Francois Aubert, el gran fotógrafo francés de los días imperiales, se hallaba en la ciudad con la pretensión de fotografiar el momento del fusilamiento, petición que le negaron en redondo. Solamente le permitieron captar la imagen del sitio donde habían caído los tres ajusticiados. Tampoco pudo retratar el cadáver de Maximiliano en aquellas horas. Pero la inventiva suplió a la realidad y circularon docenas de fotomontajes para intentar recrear aquellos instantes.
Eran las 7 de la mañana de aquel 19 de junio, y Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria-Hungría, fallido emperador de México, estaba, como lo dijo en los albores del siglo XXI, su compatriota, el historiador Konrad Ratz: “muerto y bien muerto”.
Es en este punto donde empieza la alucinante historia de los restos mortales del segundo emperador de México. Como medida emergente, el gobierno de Juárez encomendó el embalsamamiento del cuerpo de Maximiliano a dos médicos: Ignacio Rivadeneyra y Vicente Licea, cuyo conocimiento de aquellas técnicas no era precisamente el mejor. A la hora de la hora, la tarea recayó por completo en Licea, quien entregaría un informe que aún se conserva, en el que jura que puso todo su empeño y sus capacidades en la peculiar encomienda. La realidad fue diferente: notables errores técnicos y de criterio cometidos por el médico convirtieron un proceso que exigía privacidad, en un macabro espectáculo que no dejaba de tener algo de tragicomedia.
Primer problema: la exhibición pública del cadáver del archiduque. Imprudentemente, Licea, acaso ávido de notoriedad, permitió el paso de numerosos visitantes al recinto donde trabajaba con el cadáver. Después se quejaría en su informe que los mirones entorpecieron su trabajo, le robaron instrumental médico y algunas pertenencias del difunto, sin que nadie asumiera responsabilidad y la consecuente reparación. Pero algunos observadores indignados, Concha, la viuda de Miramón entre ellos, denunciaron cómo el médico aprovechó la coyuntura para vender algunos mechones de la barba y los cabellos de Maximiliano. Licea buscó protegerse, asegurando que el médico personal del emperador, Samuel Basch, estuvo presente en todo el proceso, e incluso, le había proporcionado algunos de los materiales necesarios para el embalsamamiento. Licea habla en particular de un “excelente aceite egipcio”, con el que barnizó tres veces el cadáver.
Aquel asunto del aceite egipcio era la punta de una madeja donde la incompetencia y la tontería se entretejieron. En su informe, Licea confesó que, para tratar el cuerpo “había estudiado el método egipcio”. Como tantos otros hombres y mujeres del siglo XIX, Licea había sucumbido a la fascinación que despertaban las antiquísimas momias egipcias y el método empleado para conservarlas, y había tomado la determinación de emplear dicho procedimiento con el cadáver del archiduque.
Pero Licea no era embalsamador profesional. Lo que hizo fue una cadena de equivocaciones que tendrían mal fin. Colocó al cadáver en un “baño compuesto de reactivos” y le aplicó una mezcla de bicloruro de mercurio con agua, para “absorber las humedades”. Reemplazó los azules ojos del muerto por unos ojos “de esmalte de gota”, aunque la tradición afirma que echó mano de los ojos negros de una imagen de Santa Úrsula. Después tuvo colgado el cuerpo, unos cuantos días, “para que se secara”.
El informe narra que, después, Licea procedió a vendar por completo el cadáver, y empleó, para fijar las vendas, una capa de dextrina, un pegamento soluble en agua. Repitió tres veces el proceso, y después aplicó el barniz aportado por el doctor Basch. La última capa de vendas, además se fijó con suturas. Al fotógrafo Aubert le permitió hacer un dibujo del cadáver vendado.
Siete días, del 20 al 27 de junio, tomó el proceso desarrollado por Licea. Parecería que todo terminaba; el mismo día del fusilamiento, el barón de Lago, encargado de negocios de la embajada austriaca, hizo la petición formal del cuerpo del archiduque. La solicitud recibió la negativa de Sebastián Lerdo, a nombre del gobierno mexicano.
Otro diplomático, el barón Magnus, prusiano, insistió en la entrega del cuerpo, y se entrevistó con Lerdo en San Luis Potosí. La respuesta fue la misma. Hasta septiembre, el gobierno mexicano cambió de opinión, pensando en mejorar su imagen en el exterior: el cuerpo se entregaría si Austria-Hungría repetía la solicitud “de un modo regular y conveniente”, requisito que se apresuraron a cubrir.
Entretanto, en la ciudad de México, entre el 12 y el 21 de septiembre, un equipo de cuatro médicos entre los que no se hallaba Licea, procedía a embalsamar de nuevo a Maximiliano. Era urgente: en el traslado a la capital, el cuerpo se había caído dos veces en un arroyo, y la dextrina de los vendajes se disolvió: fue evidente que Licea había hecho un mal trabajo y el archiduque empezaba a mostrar signos de descomposición. “La momia se mojó”, reza el informe. El templo de San Andrés fue el espacio determinado para reembalsamar al emperador, cosa que se logró después de varios días de trabajo, para dejarlo relativamente “presentable”.
Todavía, Licea se metió en más problemas al intentar venderle algunas pertenecías del emperador al almirante Tegethoff, que al mando de la fragata Novara, había llegado a México para llevarse el cadáver. Quería ¡nada menos! que quince mil pesos. Por toda respuesta, Tegethoff, lo denunció ante el gobierno de Juárez, que de inmediato le requisó al médico las pertenencias del archiduque y las entregó al almirante austriaco. A Licea le abrieron proceso y lo encarcelaron un par de años.
Al fin, el cuerpo de Maximiliano fue entregado a Tegethoff, en Veracruz, el 25 de noviembre. La “Novara” surcó el océano llevando de regreso al fallido emperador. Atracó en Trieste el 16 de enero de 1868, y dos días después, en Viena, se celebraban las exequias del archiduque, y se depositaba su cuerpo en la cripta de los Capuchinos, tumba de los Habsburgo, donde permanece desde entonces.
Las relaciones diplomáticas entre México y Austria-Hungría se restablecieron en tiempos de Porfirio Díaz. Era abril de 1901 cuando se inauguró una capilla en el cerro de las Campanas, en el sitio exacto donde fueron fusilados Maximiliano, Miramón y Mejía. Allí sigue. Al pie del cerro, una estatua ecuestre de Mariano Escobedo domina la zona, hoy convertida en un parque público. Han pasado 150 años del triunfo de la República, y las instituciones del Estado laico y republicano forman parte de la vida de los mexicanos. Los ecos de nuestras historias monárquicas son apenas ecos de un pasado muy remoto.
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