
Pocos se hubieran imaginado al ver a aquel bebé, nacido el 17 de noviembre de 1831, tan débil, tan enfermizo, que viviría poco más de tres décadas de una manera intensa y arrojada, que lo llevaría por intrincados caminos políticos, en los que tocaría las cumbres más altas del poder y conocería los agujeros más profundos de la desgracia y el destierro. Aunque murió reivindicando su condición de caballero, en el consejo de guerra que lo llevó a la muerte, sus adversarios le cobraron acuerdos fracasados, endeudamientos nacionales y hasta oscuros asesinatos.
Aquella mañana de junio de 1867, Miguel Miramón y Tarelo ocupaba el sitio de honor ante el pelotón de fusilamiento, en un tardío reconocimiento de Maximiliano de Habsburgo para aquel general al que deliberadamente había alejado del escenario nacional y que, paradojas, se convertía en uno de sus compañeros en la ruta hacia la muerte.
Llega al Colegio en febrero de 1846. Sin saberlo, su padre acaba de dar a Miguel la llave de un mundo en el que se sentirá a sus anchas: si tiene sueños de gloria y de fama, es la carrera de las armas donde podrá convertirlos en realidad.
Pero el joven Miramón ha nacido en un México convulso por las asonadas, los pronunciamientos, los enconos y las confrontaciones políticas. Como si no bastasen los tremendos problemas internos, es junio de ese mismo 1846 y los alumnos del colegio se enteran que ahora son un país en guerra, “por natural defensa”, contra Estados Unidos.
La historia de aquel conflicto es bien conocida, y rueda, entre la superioridad tecnológico-militar del invasor y las intrigas nacionales que debilitan la estrategia de resistencia, hasta ese septiembre de 1847, cuando las tropas estadunidenses están a las puertas de la capital mexicana. Aunque los alumnos del Colegio reciben la instrucción de retirarse a sus casas, cincuenta de ellos deciden quedarse a resistir y a defender su escuela. En eso radica el heroísmo que por décadas ha tenido defensores y detractores. Aunque durante décadas los mexicanos conocieron como “niños héroes” a aquellos seis que cayeron en combate, los demás, que fueron considerados prisioneros de guerra, Miramón entre ellos, no fueron menos valerosos.
En el bosque de Chapultepec, al pie del cerro, permanece aún el monumento que honra la valentía de aquellos muchachos, de los cuales, los más jóvenes tenían 13 o 14 años. No nos referimos al enorme Altar a la Patria, sino a un sobrio obelisco de roca gris, en el que están labrados los nombres de los defensores del Colegio. Allí sigue el nombre de Miguel Miramón.
Esos logros lo llevaron a enfrentarse a las fuerzas liberales que, enarbolando el Plan de Ayutla, se habían levantado en armas contra la dictadura santannista en 1855. Aquel desempeño le valió el grado de teniente coronel. Solamente tenía 24 años.
Triunfante la revolución liberal, el nuevo y fugaz presidente, Juan Álvarez, negoció con los militares el respeto a sus grados y cargos. Pero los nuevos hombres del poder político enderezaron sus baterías contra la religión y los fueros como parte de un proyecto nacional. Iniciaba así el gran diferendo nacional que iba a separar amigos y a dividir familias por largos años. Miramón acabaría aliándose al Partido Conservador que nacía para defender el antiguo orden del mundo.
Pasaría los siguientes tres años combatiendo el orden liberal. Junto con otro soldado, Luis G. Osollo, 3 años mayor que él, se convertiría en el gran caudillo militar del conservadurismo. Los llamaron Macabeos, en alusión al pasaje bíblico donde los hijos del Macabeo derrocan al tirano Antioco.
La muerte se llevó a Osollo, y Miramón se convertiría en el gran caudillo conservador: parecía tenerlo todo: era muy joven, audaz y talentoso. Cuando en diciembre de 1858 acababa de ser ascendido a general de división, Ignacio Comonfort llevaba a cabo su “autogolpe de Estado” y principiaba la Guerra de Reforma.
México se vio en la circunstancia de tener dos presidentes de la República al mismo tiempo: uno liberal, que era Juárez. Otro, conservador, que era el general Félix Zuloaga, que no era un hombre conocido por su talento. No pasaría mucho tiempo antes de que el conservadurismo reclamara un liderazgo más contundente. Era febrero de 1859 cuando Miguel Miramón era proclamado presidente de la República, del lado conservador.
Durante la Guerra de Reforma, ambos bandos cometieron errores y tomaron decisiones desesperadas. Aunque mucho se reprocha a Juárez el tratado McLane-Ocampo, los conservadores también intentaron conseguir apoyo extranjero mediante el tratado Mon-Almonte. El asesinato de médicos, civiles y prisioneros de guerra, en abril de 1859, dio al liberalismo los mártires que les permitieron cultivar un profundo resentimiento. Si fue o no orden de Miramón o iniciativa de Leonardo Márquez, aún es tema de debate. Pero no fue ese el único error: la contratación de los famosos bonos Jecker, con intereses exorbitantes, y el robo de 600 mil pesos de la legación inglesa dañaron la reputación de Miramón, quien finalmente fue derrotado sin haber logrado cercar a Juárez, refugiado en Veracruz.
Una vez más tomó una decisión audaz. Entró en pláticas con el general Forey, que encabezaría la primera avanzada de la invasión francesa. Pero Forey acabaría retirándose del país y Miramón, simplemente, no tuvo una buena relación con Achille Bazaine, el nuevo comandante de las tropas francesas. Las cosas no mejorarían con la llegada de Maximiliano, quien, simplemente, no confió en el antiguo caudillo conservador. Prefirió enviarlo de regreso a Europa, en un “viaje de estudios” que ofendió a Miramón. Desde Europa, padeciendo miserias porque el sueldo no le permitía mantener a su familia, reclamaría una y otra vez una posición digna de sus merecimientos. Acaso, entre tantos errores cometidos por Maximiliano, el desperdiciar el talento de Miramón fuese uno de los más notables.
Miguel regresó a México en noviembre de 1866, cuando ya nada tenía remedio y el imperio de Maximiliano estaba derrumbándose. Aun así, Miramón creyó que podría levantar de la nada una fuerza como la que comandó en el pasado e, incluso, estuvo a punto de capturar a Juárez en enero de 1867.
Pero nada era como antes. Aunque la causa se veía ya perdida, Miramón había empeñado su palabra: triunfaría con el Imperio o caería con él. Así llegó al sitio de Querétaro, así fue derrotado. En las horas previas a su fusilamiento, Miguel le diría al emperador que si estaba en trance de muerte, sin posibilidad de salvación, era porque no había hecho caso de los consejos de su esposa. En la respuesta que recibió de Maximiliano, según cuenta la anécdota, se resumía parte de una tragedia: “¡Ah, general! Yo estoy aquí, precisamente, por haberle hecho caso a los consejos de mi esposa”.
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