A todas les habló al oído. A todas les dijo que las adoraba, y a muchas les dio palabra de matrimonio, y, por lo que se sabe, a varias les cumplió. Al mismo tiempo, allá en las tierras del norte, hay regiones donde no lo recuerdan como enamoradizo e inflamado de pasión social, sino como el huracán que todo lo arrasaba, y que, sin tentarse el corazón, podía cometer u ordenar asesinatos y crímenes igual de atroces. Si con ningún personaje histórico puede emitirse un juicio plano, la complejidad de Francisco Villa le muestra, a quien intente desentrañarlo, matices que, tantos años después, no deja de sorprender. El hablar de las muchas mujeres que amó, y aquí sí es posible usar la palabra “amor”, es correr en paralelo a su formidable carrera militar y a su complejo transitar por la vida del norte mexicano.
Porque, si bien es cierto que la fama de Villa cruza la frontera y lo coloca como el primer extranjero que se atrevía, desde 1812, a atacar territorio estadunidense, sin que la fuerza militar enviada a perseguirlo pudiera capturarlo, no es menos cierto que en el tiempo en que gobernó Chihuahua, con todas sus carencias educativas, intentó asegurar cierto nivel de bienestar social.
Pero ese perfil tiene también un lado tempestuoso: enfurecido, presumiendo que había alguien traicionándolo, el furor de Villa no conocía contención y se volvía temible, incluso, cruel. A las usuales historias de violaciones cometidas por soldados de las diversas facciones revolucionarias, en distintos puntos del país, a las que Villa no fue ajeno en sus movimientos por los estados del norte, sí puede sumarse el caso en que mandó al paredón a un grupo de mujeres —algunas versiones hablan de 60 víctimas, otras hasta de 100—, en una población llamada Santa Isabel, a partir de un incidente: sospechaba el general que unas soldaderas carrancistas pretendían envenenarlo; otras versiones aseguran que solamente lo insultaron. Haya sido una u otra la razón, la reacción de Villa fue brutal, desmesurada.
Pero, al mismo tiempo, tenía un lado sensible, que a veces podía ser hasta dulce, con destellos de esa capacidad de maravillarse y conmoverse que solemos tener en la niñez: todavía provoca sonrisas aquella anécdota que lo coloca, en los días de la revolución maderista, cruzando la frontera “al otro lado” para tomarse una malteada de fresa, él que era completamente abstemio. Es célebre su fotografía, sollozando ante la tumba de Madero, limpiándose las lágrimas con un enorme pañuelo. Es menos conocida la “redada” de chiquillos que efectuó en la Ciudad de México, con la idea de llevárselos para el norte, ponerles una escuela que fuera al mismo tiempo hogar y donde se les formara para hacerlos hombres de bien. No era una mala perspectiva, porque se trataba de pilluelos que en la capital vivían a la buena de dios, o trabajaban de papeleritos, vendedores de periódicos. El problema fue el método: los pepenaban y se los llevaron prácticamente a la fuerza. Claro, muchos se fugaron.
Pero con sus niños, sus propios hijos, todos los que tuvo con diversas mujeres, Villa fue un padre afectuoso y proveedor para todos. Pero cuando le levantan falsos, la furia reaparece: Martín Luis Guzmán menciona un episodio de ese tipo. Un sacerdote, que tiene un hijo con una mujer, asegura que el padre del niño es Villa. Encolerizado, el general echa a andar la máquina de la muerte; pretende ahorcarlo. Pero el pueblo interviene; le dicen a Villa que, pese a la mentira, el hombre es un tipo decente. El atrabancado revolucionario se arrepiente y el mentiroso sale vivo del mitote.
Villa, casi un siglo después de su asesinato, sigue siendo fascinante para mexicanos y extranjeros: hasta antes del inicio de la pandemia de Covid-19, se podía encontrar, en sitios como el Mercado de Sonora, velas decoradas con oraciones a Pancho Villa, para ahuyentar a los enemigos. Es uno de los prototipos del macho mexicano, que es un excelente jinete, buen tirador, y que ejerce una poderosa atracción entre las mujeres, a las que corteja con audacia y galanura. Esa imagen ha pervivido a través de las décadas, con un discurso que oscila entre la extravagante realidad y la desmesurada fantasía, que lo define como cónyuge de unas 75 mujeres.
Pero, ¿Qué hay de real en el Villa enamoradizo y mujeriego? ¿Qué del personaje que se enamora de aquella mujer que ve pasar y a la que le promete la luna y las estrellas?
En la biografía amorosa de Francisco Villa hay de todo: las indagaciones hechas por las propias descendientes del revolucionario, arrojan una lista de 18 mujeres que tuvieron alguna relación sentimental con el general. De ese conjunto, fueron varias las que estuvieron casadas con él, y en ocasiones, al mismo tiempo, y otras sostuvieron con él vínculos que resultaron pasajeros. Algunos investigadores locales afirman que se puede hablar con elementos sólidos de un total de 36 mujeres. Pero los tiempos revolucionarios eran azarosos y la vida personal se regía por el vivir para el hoy, porque nadie sabía lo que ocurriría al día siguiente, lo que hace muy probable que Villa tuviera muchas otras relaciones amorosas que fueron muy fugaces.
Los dichos y las anécdotas cultivadas por el pueblo hacen de Villa un amante breve pero honorable: no bien empezaba el romance, a la mujer en cuestión le regalaba zapatos, ropa. Pero cuando la pasión tocaba a su fin, el obsequio podía ser una alhaja, para que ella se acordara del hombre que desaparecía de su vida.
¿Dónde las encontró, cómo se atravesaron en su camino? Muchas de ellas son de Coahuila, de Durango, de Chihuahua. Varias son de Torreón o de sus cercanías; más de una es vecina de Parral.
¿Conocemos sus nombres? De algunas, conservadas por el anecdotario popular y los testimonios más fidedignos: está Paula Alamillo, de la que no sabemos su lugar de origen pero sí que se casó con él en Torreón. Con ella tuvo a una niña llamada Evangelina. También en Torreón se ubica a Juana Torres y a Esther Cardona, que le dio unos gemelos, muertos al poco tiempo de nacer. También era de Coahuila Francisca Carrillo, de una población llamada Matamoros, aunque acabaron casándose en Chihuahua, concretamente en Parral.
De Parral o vecina de Parral, era María Barraza. Con ella tuvo un hijo que después sería adoptado por Soledad Seañez, una de las últimas esposas de Villa. El poblado chihuahuense, parte de la geografía personal de Villa, fue también escenario de su boda con otra mujer llamada Manuela Casas, y de otra boda con una mujer llamada María Hernández.
En Santa Bárbara, Chihuahua, hubo otras dos bodas, una con una mujer llamada Cristina Vázquez, y otra con Petra Espinoza. De aquel romance nació una muchacha llamada Micaela. En esa misma localidad de habló de otro matrimonio con Librada Peña, que tuvo otra hija.
En Durango, hubo casorio con María Isabel Campa, y con María Reyes, con Asunción Villaescusa y con María Isaac.
En esas agitadas rutas de acción, se habla de otra mujer, Guadalupe Coss, a quien se ubica en un rancho llamado de Santiago, y con quien tuvo a un hijo llamado Octavio.
Sí, fueron muchas. Nombres como Guadalupe Peral, María Leocadia, Guadalupe Balderrama, María Arreola y Margarita Núñez, figuran en la lista. Varias de ellas le dieron hijos e hijas.
De varias de ellas se sabe poco, poquísimo. Sus rostros se pierden en la vorágine de la revolución.
Rentería, casada con el general en 1921; Luz Corral, a quien algunas versiones la señalan como la gran pasión del Centauro del Norte, y que se casó con él en 1911, y Soledad Seañez, casada con Villa en 1919.
Hay fotografías que muestras a Austreberta haciendo vida cotidiana con Villa; se conoce su foto de boda, por lo civil. Luz Corral fue la única que se casó con el general por lo civil y por el rito católico. Soledad, que murió de 100 años, en 1996, le dio un hijo, que el chisme popular, sin muchas bases, decía ahijado de Francisco I. Madero. hasta avanzado el siglo XX
Estas tres mujeres vivieron hasta avanzado el siglo XX y compartían, en general sin muchos conflictos la etiqueta de “viuda de Villa”. Era otro México, y nadie se escandalizaba demasiado por la situación conyugal del personaje. Parecía que se le perdonaban esas pequeñas peculiaridades a cambio de pertenecer al panteón revolucionario.
Cuando lo mataron, en 1923, durante sus funerales, había tres viudas llorando su ausencia.
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