Cultura

Pedantería, de Guillermo Fadanelli

La pedantería es una de las cualidades humanas que mayor aversión y urticaria suelen provocarme.

El joven Baco
El joven Baco El joven Baco (La Crónica de Hoy)

La pedantería es una de las cualidades humanas que mayor aversión y urticaria suelen provocarme. Y más allá de la vanidad poseo un atinado olfato para reconocerla cuando asoma un ojo y se hace presente a mi alrededor.

Con respecto a la palabra pedante, María Moliner anota en su Diccionario del uso del español, que pedante es el que camina a pie, pero que su significado se ha ido transformando y “se aplica a la persona que hace ostentación presuntuosa e inoportuna de sus conocimientos, así como a su tono o a sus palabras”. A cuántos de estos personajes no habré yo conocido a lo largo de mi extenuante jornada de hombre que respira.

Desde la definición de María Moliner parto en busca de una variante: pedante es el que hace ostentación de su condición bípeda, el que se ufana de caminar en dos pies y de no ser como las mulas o los perros. Entonces me lamento de haber sentido alguna vez orgullo de pertenecer a la progenie humana. Luego de las más recientes guerras mundiales, el genocidio judío y la tortura en los campos de trabajo soviéticos se reveló entre los intelectuales y filósofos humanistas la vergüenza que les producía el hecho de ser sobrevivientes.

Basta conocer a una persona que nos causa repulsión para lamentarnos de pertenecer a su misma especie. Una sensación similar despierta la situación política vivida actualmente en mi país: la incapacidad de las personas para organizarse en busca del bien produce un desaliento de dimensiones estoicas y casi míticas. Y también un embarazo íntimo que nos reduce, ya no a cuadrúpedos, sino a otras especies que carecen de pies.

Es así que la pedantería está de más en estos días, el orgullo es polvo disipado, la arrogancia aspira a la maldad animal y la presunción de habilidades deviene en ingenuidad insoportable.

Me he resignado a comprar pocos libros y es improbable que se me encuentre, como acostumbraba en el pasado, paseando por una librería. Me dedico más bien a la relectura y al descubrimiento de los libros que mis amigos me hacen llegar a casa: antes me obsequiaban camisas y hoy me dan libros. Sin embargo, hace unos días y debido a razones que no son razones me vi paseando por una librería y poniendo mis ojos en los estantes con el propósito de consumir el tiempo mientras llegaba la hora de acudir a una cita en un lugar cercano a la librería.

Si yo tuviera que elegir alguna virtud de las que conforman mi escaso repertorio diría que no sé hacer nada mejor que perder el tiempo, pero asegurar algo así me estaría acercando peligrosamente a terrenos de la pedantería romántica. Entonces lo descubrí: un libro que buscaba yo hacía muchos años, un solitario ejemplar que estaba allí para que yo lo encontrara. Dicho libro ha sido muy importante en la historia de las ideas por dos razones: la primera es porque fue una de las obras más influyentes en la filosofía de los últimos sesenta años; y dos: debido a que su contenido es profundo y el escritor no es pedante, ni recurre a jergas técnicas para darse brillo u ocultar su ignorancia: él acude a ejemplos mundanos y se da el lujo de ser superficialmente profundo.

Cuando apareció la obra de Gilbert Ryle, El concepto de lo mental, sus colegas filósofos debieron en un principio ruborizarse y después asombrarse, ¿cómo es posible que se pueda decir algo importante acerca de la mente de manera tan sencilla, desordenada, informal y modesta?  Un libro que no luce notas a pie de página ni referencias bibliográficas. Eso es lo que me parece asombroso, y no sugiero que lo lean, pues seguramente se aburrirán ya que trata de asuntos que hoy en día a casi nadie le son importantes.

Lo que me interesa decir es que se puede llegar a ser profundo y claro en la política, en la literatura o en la cocina, sin mostrar orgullo desmedido por haber logrado erguirnos sobre dos pies. ¿Cómo puede ser pedante alguien que cada día envejece más? Nos vamos a la tumba, todas las puertas nos empujan al infierno, la política ha llegado a grados de ignominia y desencanto irreparables. Hoy más que nunca, la vergüenza de estar sobre dos pies, ser pedantes, agobia a muchos seres humanos. Quizás ha llegado el momento de comenzar a arrastrarse como un anélido (¡qué palabra pedante!).

Es posible que vivir a orillas de la pedantería te torne descuidado en la forma. Tocado por esta sospecha y luego de haber publicado un libro caigo en una recurrente tentación: lo leo. Leo lo que yo mismo escribí. ¿Vanidad o curiosidad malsana? Es entonces cuando encuentro un número desagradable de erratas y descuidos. Y me alegra. Son pocos los errores que pueden llegar a cimbrarme o a hacerme sentir acongojado. ¡Si yo mismo soy un error que camina! ¿Ante eso, qué pueden pesar algunas palabras mal escritas o un par de contradicciones?

Las erratas son fundamentales en el texto pues, de lo contrario, se tiene la impresión de que el escritor controla el asunto cuando, en verdad, no controla nada. Me despiertan una seria desconfianza los escritores que sufren de la curiosa enfermedad denominada limpieza. Por lo regular la limpieza excesiva no trasluce más que una manía secundaria e intrascendente. Es común que los escritores entreguen obras negras a las editoriales y confíen en la pericia de sus correctores. Estos últimos no tocan en realidad la obra, pero barren un poco en los rincones y ponen los manteles en la mesa. Lo que parece irreparable a la hora de publicar es que la obra sea en sí un error, lo cual resulta mucho más difícil de juzgar y aceptar. En los escaparates de las librerías y sobre todo en las mesas de novedades me encuentro a menudo con erratas cuya longitud se mide en cientos de páginas. Algo así resulta mucho más frustrante que encontrar erratas en una obra literaria: quiero decir que a veces me comporto como un idealista. A ojos de un idealista la esencia de las cosas o su sentido no se altera por la presencia de unos cuantos accidentes en la superficie: el idealista sale en busca de su perro y no le importa si el camino que debe tomar para ello es el de la razón, la beatitud o las artes. La única justificación de su actuar es la creencia de que ese perro existe. ¿Entraña esta creencia un problema? ¿Cioran o León Bloy encontraron a su perro? Ya lo veremos.

En cierta conversación que sostuve con un escritor francés, éste me confesó que en las entrevistas, charlas o intervenciones públicas se cuidaba de citar a escritores u obras en idiomas extranjeros por temor a pronunciar mal el nombre y convertirse en objeto de escarnio por parte de los eruditos o de los nativos de la lengua en cuestión. ¡Qué pudor enfermizo! Lo interrogué: “¿Cómo pueden herirte esos bípedos conscientes, esos monos llorones?” Nada, mi amigo no alteró un ápice su posición: “No tenemos derecho a pronunciar mal los apellidos de los escritores o los títulos de sus obras –me respondió–, ello equivale a deshonrarlos, además de hacer el ridículo ante el público. Tenemos un compromiso”. No me convenció: las palabras son símbolos para interpretarse, no clavos en las manos de un cristo.

Las semanas caen y me encuentran cada vez más desaliñado en mi aspecto, y llegará el día en que use una bata todos los días y a cualquier hora. Si miran a un hombre de barba crecida envuelto en una bata o dentro de un overol plagado de manchas de comida, es que finalmente he abandonado esta vida para instalarme de lleno en el paraíso. Les ruego no me molesten. Déjenme seguir, que sé hacia dónde me encamino, aunque no dé la impresión de ser orientado. El error que camina, claro, pero un error finalmente despreocupado.

La pedantería no es mi asunto y las erratas me parecen hermosas bailarinas recién llegadas de Tahití. Schopenhauer escribió que la pedantería produce engendros sin vida, torpes y amanerados, y que el pedante se queda demasiado corto en la vida. Con el fin de suavizar tal pedantería, las erratas deberían ser aceptadas y recibidas con una sonrisa: son parte de la familia y sólo desaparecerán cuando uno deje de escribir.

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