Alma Reed, periodista, estaba feliz. Eran los primeros días de enero de 1924, y se encontraba en la ciudad californiana de San Francisco, atareada con los preparativos de su boda con el gobernador de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, quien, muy pronto, la alcanzaría para contraer matrimonio. Luego, viajarían de regreso a México, para, como ocurre en todas las historias románticas, vivir en paz, en la Quinta Aurora, que Felipe tenía ya preparada.
En algún momento, Alma preguntó en la recepción del hotel, si había algún telegrama para ella. Tenía que haber mensaje de su Felipe. Pero no había nada para la señorita Reed. Al insistir ella, apareció el mensaje. No lo enviaba el hombre que amaba, y estaba dirigido a Pixan Halal, el nombre maya que el gobernador había puesto a la periodista, y que significa Alma y Caña.
El mundo de Alma Reed se rompió cuando leyó el telegrama, que solamente decía: “Felipe Carrillo Puerto asesinado”.
Ya no había sueño, ya no había futuro. El Dragón Rojo con Ojos de Jade, sobrenombre que la Casta Divina yucateca le había puesto a Carrillo Puerto, jamás se reuniría con la norteamericana que le había robado el corazón.
La muerte había cortado la cadena de misivas y telegramas que aquellos dos intercambiaron, construyendo así el discurso de su pasión. La última carta que Alma había enviado a Yucatán, era optimista: “Estoy muy ocupada con muchas cosas en preparación de nuestra vida común, y yo estoy lista para mi tierra tropical o cualquier otra parte del mundo, si es contigo. Tuya – hasta pan y pozole, hasta guerra o (sic) otra calamidad, tu periodista India.”
Ahí, junto al cenote de Chichén Itzá, la periodista conoció al gobernador socialista de Yucatán. Quienes los vieron, dirían después que el amor fue mutuo e inmediato.
¿Quién era Felipe Carrillo Puerto? Era el segundo de 14 hijos en su familia, que trabajó en la tienda de abarrotes de su padre, vendedor de ganado y ferrocarrilero. Se había casado joven. Dejó el ferrocarril, y se dedicó al comercio entre las ciudades de Motul, donde vivía, y Valladolid. Esa vida a ras de tierra, mirando la miseria en que vivían muchos indígenas mayas, y la opulencia en que flotaba la llamada Casta Divina, lo inclinaron hacia el socialismo.
El antiguo comerciante decidió entrar en la vida pública: fundó un periódico, El Heraldo de Motul, donde empezó a criticar a las autoridades y a algunos personajes adinerados. Así conoció al director de la Revista de Mérida, Delio Moreno Cantón, quien lo llevó a escribir ahí. Moreno Cantón compitió en 1909 por la gubernatura de Yucatán como candidato independiente, disputándole el cargo al antirreeleccionista José María Pino Suárez, y al porfirista Enrique Muñoz, quien ganó los comicios. En ese clima de efervescencia, y en defensa propia, Carrillo Puerto mató a un hombre que, según los rumores, había ido a Motul para asesinarlo. Fue encarcelado y lo liberaron en 1913. Un año después, estaba en Morelos, atraído por el ideario zapatista.
Cuando regresó a Yucatán, en 1915, ya se había convertido en un convencido socialista. Gobernaba el estado Salvador Alvarado, y Carrillo Puerto se integró a la Comisión Agraria, encargada del reparto de tierras. Al mismo tiempo, se volvió promotor del sindicalismo obrero en el estado, y de difundir entre el pueblo maya, sus derechos. Hablaba bien el maya desde niño, y en los días de prisión había traducido la constitución al maya, para difundirla entre los indígenas.
Toda esa tarea política lo condujo a la fundación del Partido Socialista Obrero, que a la larga se convirtió en el Partido Socialista del Sureste, que lo llevó a la gubernatura de Yucatán en noviembre de 1921. Era popular: ganó con el 95% de los votos.
El hombre del que se enamoró Alma Reed ese día de 1923 había repartido más de 600 mil hectáreas entre 30 mil familias; construyó caminos y ordenó la restauración de las ruinas arqueológicas; fijó salario mínimo en Mérida, y creó leyes de trabajo, de divorcio, de inquilinato, de expropiaciones por utilidad pública y de revocación de mandato de los funcionarios elector por voto popular. En los días del gobernador Carrillo Puerto se promovió algo que se llamó “educación racionalista” y se abrieron 417 escuelas públicas; hubo “bautizos socialistas” y bodas comunitarias; se llegó a hablar del control natal. Era favorable a la idea de que las mujeres pudieran votar y ser candidatas a puestos de elección. En su gobierno, hubo una mujer, Rosa Torre, electa regidora del ayuntamiento de Mérida, y en la legislatura local, hubo tres mujeres.
Ése era el Yucatán en el que se encontraron Felipe y Alma. Cuando el romance se fortaleció, ella recibió un regalo del gobernador: una antigua campanita de cobre, rescatada del fondo del cenote de Chichén Itzá, montada en un triángulo rojo, emblema del Partido Socialista del Sureste. En el reverso, tenía grabada una leyenda en maya: “No olvides a los mayas, hermosa Pixan Halal”.
La relación floreció, aunque la mayor parte de sus conversaciones fueron por carta. En realidad, Reed y Carrillo Puerto estuvieron juntos muy poco tiempo, pero la lejanía la compensaban con una intensa correspondencia. Hicieron un viaje a Nueva York, y pasaron juntos algunas temporadas en Yucatán. Por su Felipe, Alma Reed, rubia y de ojos muy azules, vistió el traje de mestiza tradicional del estado. Con aquella prenda espléndida, lucía la muchacha un crucifijo de filigrana. Tanto el vestido como el crucifijo eran regalos del gobernador. En la foto que capturó a Alma transformada en yucateca, brilla su sonrisa. Aunque acordaron casarse en Estados Unidos, ella no veía la hora en que México, y concretamente Yucatán, se convertiría en su hogar.
En una de esas estadías de Alma en Yucatán, recibió un regalo que se volvió una pieza indispensable en la historia del romanticismo musical mexicano: una canción, Peregrina, que originalmente era una habanera, dulce y melancólica, y que hoy se canta como un bolero.
Era el verano de 1923, y Reed, Carrillo Puerto y el poeta Luis Rosado viajaban en calesa, rumbo a una cena. Acababa de llover, y el aire olía a fresco, a flores. Alma dijo:
—¡Ay, cómo huele!
—Sí, todo perfuma porque usted está pasando, respondió el poeta con galantería.
Intervino el gobernador:
—Eso se lo vas a decir en unos versos.
—Se lo diré en una canción.
—repuso el poeta.
A poco, en otra salida, en una de esas noches deliciosas, Luis Rosado le dijo a la muchacha:
—Le tengo una sorpresa. Espero que le agrade. Está compuesta con cariño y admiración. Desde el momento en que nos conocimos supe que debía escribirle una canción. Pero sólo me corresponde la mitad del crédito…
Rosado terminó de contar la historia del regalo: el título era de Felipe Carrillo Puerto, y, al acompañar al poeta en su encomienda, conversaron y conversaron, y de aquellas charlas Rosado sacó muchas de las frases que se integraron a la canción…
Se adelantó el gobernador:
—Muy pronto la letra tendrá su acompañamiento musical: Palmerín, el mayor compositor de Yucatán, ya trabaja en ello. Es autor de muchas canciones hermosas, pero creo que se va a superar a sí mismo con tu canción.
Durante la cena, Rosado leyó a Alma la letra de Peregrina:
Peregrina, de ojos claros y divinos,
Y mejillas encendidas de arrebol…
Mujercita de los labios purpurinos
Y radiante cabellera como el sol…
Muchos años después, Alma Reed escribió sus memorias. Recordando aquel momento, se confesó a sí misma que, como toda joven feliz y enamorada, ese día sintió el corazón halagado por todas las cosas bellas que decía la canción… pero había algo. Algo triste, melancólico en la letra. Algo que le dejó un punto de angustia en el alma. “No te olvides, no te olvides de mi tierra”, finalizaba la canción. “No te olvides, no te olvides de mi amor”. A la luz de cómo habían terminado las cosas, Alma sintió que Peregrina era el triste augurio de un amor que no iba a perdurar.
Alma, destrozada, tardó muchos años en volver a pisar tierra mexicana. Pero no olvidó a Felipe. Le guardó luto muchos años y nunca se casó. Se convirtió en la gran promotora del arte mexicano, y apoyó y difundió en Estados Unidos la obra de José Clemente Orozco y Rufino Tamayo. Escribió muchos libros y artículos sobre México, y, finalmente, regresó en 1950. Aquí vivió 16 años más, y escribió para el periódico Novedades y para The News. Cuando murió, en 1966, fue incinerada, y era tan pobre que sus cenizas estaban embargadas en Gayosso. Pero fueron rescatadas, y por gestiones del gobernador Carlos Loret de Mola, Peregrina pudo descansar en el cementerio de Mérida, frente a la tumba de su amado Felipe.
En las últimas décadas del siglo XX, cuando en las secundarias públicas aún había maestros de música, Peregrina era una de las muchas canciones que aprendieron millones de adolescentes mexicanos, ignorantes de que se trataba de la huella musical de una gran pasión.
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