
Iban huyendo, pero intentaban conservar la dignidad. ¿Acaso no habían hecho temblar los cimientos del orden virreinal? Distanciados, Allende e Hidalgo veían cómo sus sueños de independencia marchaban por caminos diferentes. El antiguo capitán de Dragones de la Reina desaprobaba el saqueo, el derramamiento de sangre gratuito que había marcado la campaña militar. El cura de Dolores insistía en que, si no permitía el saqueo a las tropas, ni en sueños habrían reunido el ejército de 40 mil hombres con el que aterraron a la Ciudad de México.
El punto de quiebre había sido la negativa de Hidalgo a tomar la capital de la Nueva España. La decisión enfureció a Allende: ¿para eso tantos esfuerzos, tanta sangre, tantos riesgos? Después de la batalla del Monte de las Cruces, ganada por la retirada realista, y del desastre que significó el enfrentamiento de Aculco, todo había ido de mal en peor.
Hidalgo y Allende huyeron del altiplano por caminos separados: El cura miraba hacia adelante, en busca de nuevos territorios. El militar pretendía volver a Guanajuato a fin de recuperar fuerzas en los territorios que ya habían sido tomados por la insurgencia. Pero era tarde. El brigadier Félix María Calleja avanzaba incontenible, reforzado por las tropas de Manuel Flon, intendente de Puebla.
Hidalgo paró en Valladolid, donde, además de dedicarse a refutar las acusaciones y denuestos en su contra, permitió una cruel matanza de españoles. Allende hizo un alto en Guanajuato, de donde escapó, perseguido por los realistas, para unirse al cura en el occidente del reino.
Hidalgo marchó a Guadalajara entre rumores. Se dijo que en uno de los carruajes que lo seguían iba nada menos que el rey Fernando VII. Desde luego, era un chisme. Una joven, María Luisa Gamba, vestida de oficial, acompañaba al cura. Decían que era su hija o su amante, pero en realidad era hija de Luis Gamba, un español de Valladolid secuestrado por los insurgentes. La chica viajaba junto a los rebeldes pues Hidalgo le había prometido que le devolvería a su padre apenas le fuera posible. El sacerdote mentía, pues Gamba había sido asesinado. Engañada, la muchacha llegó a Guadalajara, y el pueblo, insistiendo en la conseja sobre el rey de España, la apodó La Fernandita.
Hidalgo entró a Guadalajara el 26 de noviembre de 1810 y lo recibieron multitudes. Fue una entrada triunfal. Recibieron al cura todas las autoridades civiles y eclesiásticas, con excepción del fugado obispo Cabañas.
El cura generalísimo fue tratado de “Su Alteza” por primera vez. Todas las campanas de Guadalajara repicaban y se mezclaban con las salvas de artillería. Un Hidalgo sonriente fue recibido por el cabildo catedralicio y, mordaz, les espetó: “Aquí tienen al hereje”.
Hidalgo solemnizó en Guadalajara, el 29 de noviembre, el bando emitido semanas atrás en Valladolid, que abolía la esclavitud. También encargó a un cura, Francisco Severo Maldonado, la hechura de un periódico que pusiera a circular las ideas de la insurgencia. El resultado fue El Despertador Americano, cuyo primer número apareció el 20 de diciembre.
Como había ocurrido en Valladolid, y para tener contenta a la muchedumbre que lo seguía, Hidalgo permitió el secuestro de numerosos españoles residentes en la ciudad, a los que degollaron y descuartizaron en la barranca de Oblatos. Al enterarse Allende, enfurecido, llegó a pensar que envenenando a Hidalgo, acaso terminaría la racha de violencia gratuita. Era el prólogo a la derrota total.
Allí los alcanzaron las fuerzas realistas. Los ejércitos velaron la noche del 16 de enero de 1811. Al amanecer del día 17 inició el combate.
Hidalgo había presumido: “Voy a almorzar en Puente de Calderón, a comer en Querétaro y a cenar en México”. Parecía que la victoria era cosa segura: sumaban los insurgentes 80 cañones, 20 mil rancheros a caballo y 50 mil indios a pie.
Ambos ejércitos luchaban con furia y no podía decirse que hubiera un vencedor claro. En Puente de Calderón, Calleja hizo gala de toda su pericia militar. Los insurgentes ocupaban una loma, de modo que las fuerzas realistas trepaban a pesar del diluvio de flechas y piedras que les lanzaban desde arriba.
Aunque Calleja la eliminó de su informe final, fue decisiva la explosión de la carreta de parque de los insurgentes: una granada cayó en ella, y al estallar incendió el campo de batalla. Los 50 mil indios de Hidalgo entraron en pánico y se dispersaron sin hacer caso a las órdenes desesperadas de Allende. En el caos, los realistas se apoderaron de los pertrechos de los insurgentes. La derrota era un hecho.
Ignacio López Rayón, secretario de Hidalgo, alcanzó a escapar con los dineros insurgentes. Hidalgo huyó a caballo: paró en el poblado de Cuquío y de allí salió con rumbo a Juchipila. Allende y sus lugartenientes lo siguieron poco después.
Tomaron rumbo hacia el norte, con la esperanza de llegar a Estados Unidos y rehacerse. En la marcha, los militares concluyeron que Puente de Calderón se había perdido por los errores del cura. En la Hacienda de Pabellón, cerca de Aguascalientes, le quitaron el mando militar, aunque le dejaron el título de “Alteza Serenísima”. En los hechos, Hidalgo era más bien un prisionero.
EPÍLOGO SIN SUERTE. A Félix María Calleja su victoria en enero de 1811 le valió años después el título de Conde de Calderón. Algunas investigaciones recientes han puesto en tela de juicio que el puente hoy señalado como eje del combate sea el verdadero campo de batalla, y, en cambio llaman la atención sobre el llamado Puente de Zapotlanejo como el escenario real.
No obstante, allá queda una inscripción, colocada el siglo pasado, donde se afirma, justificando a los caudillos, que en ese lugar, “la suerte le fue adversa” a Hidalgo y a Allende. No los errores; no la falta de estrategia; no los conflictos internos: fue la mala suerte la que venció a los primeros insurgentes.
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