Cuanto más siniestros son los deseos de un político,
más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje.
Desde el estereotipado concepto de las mafias sicilianas, pasando por las organizaciones criminales de los años setenta en los EUA, particularmente en Nueva York, hasta su asentamiento en nuestro país, como territorio de producción y de tránsito de sustancias ilegales, la delincuencia organizada fue ampliando, paulatina pero significativamente, su campo de acción no sólo a delitos contra la salud (narcotráfico), sino a otros tantos como terrorismo, trata de personas, defraudación fiscal, operaciones con recursos de procedencia ilícita (lavado de dinero), piratería, secuestro, homicidio, violación, acopio y tráfico de armas, contrabando, entre otros.
En una nueva configuración del orden nacional e internacional permeado por acciones criminales organizadas, se hizo urgente la implementación de un marco jurídico acorde al nuevo fenómeno delincuencial que demandaba atención. Así, por ejemplo, en 1970 el Congreso norteamericano aprobó la Ley sobre Organizaciones Corruptas e Influidas por la Actividad Ilegal (Ley RICO), pero, como en cualquier otro aspecto que deba ser estudiado o analizado, el primer reto fue el de la definición conceptual de crimen o delincuencia organizados.
En México, los primeros intentos por significar y atender en su justa dimensión la delincuencia organizada no fueron a través de una ley, sino de los Planes Nacionales de Desarrollo 1989-1994 y 1995-2000, este último en el cual se amenazaba con sanciones mucho más severas a quienes se organizaran para delinquir.
El paso inicial para incorporar a nivel constitucional la regulación de la delincuencia organizada fue en 1993, con la reforma al artículo 16, dotando al ministerio público de la facultad para duplicar el plazo constitucional de 48 a 96 horas en tratándose de delincuencia organizada (DO), pero con el pecado a cuestas de no haber insertado noción ni concepto alguno de lo que debía entenderse por “delincuencia organizada”.
Más tarde, en 1996, se presentó ante la Cámara de Senadores la iniciativa de Ley Federal contra la Delincuencia Organizada (LFCDO) en cuyo artículo 2 tipificó a la DO en los siguientes términos: “Cuando tres o más personas acuerden organizarse o se organicen para realizar, en forma permanente o reiterada, conductas que por sí o unidas a otras, tienen como fin o resultado cometer alguno o algunos de los delitos siguientes… serán sancionadas por ese solo hecho, como miembros de la delincuencia organizada”.
Con 18 reformas hasta el 2021, la LFCDO ha sufrido fuertes y justificados embates de expertos penalistas, especialistas en derechos humanos que, desde la academia y la praxis han identificado una serie de debilidades en la Ley por constituir un claro ejemplo del Derecho Penal del Enemigo, un derecho penal excepcional que restringe garantías y que sanciona el simple acuerdo criminal o la reunión con propósito delictivo.
Más allá de coincidir o no con la naturaleza y alcances de la LFCDO, no podemos menos que reconocer que la delincuencia organizada es una actividad criminal cierta, con efectos desastrosos, incesante y que, con independencia de su actividad presencial directa, sus efectos no se suspenden o interrumpen por ninguna veda electoral. Como ocurre con el viento, no puede vérsele, pero nadie se atrevería a negar su existencia.
En el proceso electoral de 2018, se registraron casi 800 actos de violencia contra candidatos y políticos, frente a las más de 900 agresiones cometidas en las elecciones 2021. Balaceras en plenos actos de campaña; ataques orquestados, 280 víctimas de amenazas, 42 privaciones de la libertad (para mí secuestros) y 89 homicidios, algunos incluso videograbados.
Es improbable que estos actos de violencia obedezcan a la delincuencia común y desarticulada. Parecen lo contrario, el mensaje expreso de la delincuencia organizada por influir en los procesos democráticos. Por eso difiero del apapacho a las organizaciones criminales que, según esto, se portaron bien en el proceso electoral. Definamos “portarse bien” y preguntemos a los seres amados de las víctimas a ver si acaso ellos coinciden con la bonhomía presidencial.
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