Opinión

Suplicio y persecución: la tragedia de la familia Carbajal

Suplicio y persecución: la tragedia de la familia Carbajal

Suplicio y persecución: la tragedia de la familia Carbajal

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La sentencia del Santo Oficio determinaba que de los Núñez de Carbajal (O Caravajal) no habría de quedar memoria. Pero aquel día de marzo de 1601, a la desdichada Mariana, sobreviviente del desastre de aquella familia, nada le importaba ya. “Recuperada” –o al menos eso dicen los papeles de su proceso- del acceso de “locura” que le preservó la vida durante cinco años, mientras la mayor parte de sus parientes eran ya polvo quemado y disperso, aquella muchacha se disponía a morir por garrote. Luego, su cuerpo ardería para que no quedase rastro de ella y se perdiera toda huella de su paso por la tierra.

“Mariana Núñez de Carbajal, doncella, murió con mucha contrición, pidiendo a Dios misericordia de sus pecados; confesando la santa fe católica, con tanto sentimiento y lágrimas, que enternecía a los que la oían, diciendo mil requiebros a la cruz que llevaba en las manos, besándola y abrazándola, con tan dulces palabras, que ponían silencio a los religiosos que iban con ella, dando todos infinitas gracias a Dios nuestro señor, por la gran misericordia que con ella usaba, por donde se entiende que estaba en carrera de salvación…”

¿Había recuperado la cordura, efectivamente, la joven Mariana? No lo sabemos. ¿Estuvo “loca"? ¿Fue un recurso desesperado simular demencia para salvar la vida? La sencillez, la frialdad con que los documentos del proceso relatan el episodio, es inquietante. Una mirada decimonónica, la del general Vicente Riva Palacio, rescató aquellos detalles: “Doña Mariana de Carbajal, sin duda por el terror que le causaron los procesos seguidos contra su familia, perdió la razón". Más tremenda fue la reacción del Santo Oficio: el tribunal resolvió esperar a que la cordura regresara a la desdichada mujer, y sólo entonces se cumpliría la sentencia:

“Condeno a la dicha doña Mariana a que sea llevada por las calles públicas de esta ciudad [la ciudad de México], caballera [montada a horcajadas] en una bestia de albarda, y con voz de pregonero que manifieste su delito, sea llevada al tianguis de San Hipólito, y en la parte y lugar que para esto está señalado, se le dé garrote hasta que muera naturalmente, y luego sea quemada en vivas llamas de fuego, hasta que se convierta en ceniza, y de ella no haya ni quede memoria…”

Los que presenciaron aquella procesión hasta el quemadero que existía junto al templo de San Hipólito, aseguraron después que aquella pobre muchacha le dijo a Anica, su hermanita menor: “voy muy contenta a morir en la fe de nuestro señor Jesucristo”. Anica, una niña, sería la única sobreviviente de la familia Carbajal, pero no se libró de la marca infamante: ella participó en el auto de fe, marchando con los ropajes y la coroza que también la señalaban como culpable de delitos contra la fe.

¿Qué delito merecía tal magnitud de castigos? ¿Qué investigación podía llevar a una familia hasta su desaparición de la faz de la tierra? ¿Qué le debían, a Dios y a la corona, los Carbajal? Era su religión, “la fe de Moisés”, el origen de todo. Los Carabajal fueron juzgados por judaizantes en un reino que no admitía otra fe que la católica.

EL PROCESO DE LA FAMILIA CARBAJAL

El tribunal del Santo Oficio comenzó persiguiendo los delitos contra la fe. Andando los siglos se ocuparía de otras cuestiones más terrenales. Pero en el siglo XVI se investigaban presuntas herejías, blasfemias, falsos misticismos que podían conducir al trato con el demonio o con sus huestes de diablillos perversos. Profesar una fe distinta a la católica en los reinos españoles era delito grave, y se castigaba con dureza; si los acusados persistían en su falta, nada les conservaría la vida. Aun así, hubo en la Nueva España una comunidad que, a escondidas, procurando la extrema discreción, mantuvo su religión.

Pero los ojos inquisitoriales estaban en todas partes, silenciosos, disimulados. El Tribunal mantenía informantes que con sus reportes podían dar lugar a investigaciones. Otras veces, la gente, movida a veces por su propia fe, contaba lo que advertía en casa de sus vecinos, en los habitantes de aquella casa, en la frecuencia con que iban a misa, o dejaban de ir. Había una posibilidad más: que fueran la mala voluntad o la envidia las que movieran a una persona cualquiera a delatar -con verdad o con falsedad- a gente de la ciudad.

Esas denuncias iniciales eran el principio de la pesadilla. Lo acusados eran llevados ante el tribunal y jamás se les decía de qué se les acusaba; mucho menos el nombre de sus denunciantes. Ahí empezaba el suplicio. Aterrados, sin saber hacia dónde mirar o en qué dirección desmentir, los interrogados comenzaban a hablar de más, a vacilar, a contradecirse. Así se iban obteniendo los datos que los conducirían al castigo. Y si se resistieran, si negasen todo, quedaba un recurso terrible: el suplicio.

En el proceso de los Carbajal, todo comenzó con una denuncia anónima, registrada en 1587. Se les acusó de profesar a escondidas la religión judía, fingiéndose buenos católicos puertas afuera de su casa, e incluso diciéndose cristianos viejos, es decir, que en su genealogía no había rastro de sangre judía.

El expediente inquisitorial muestra que la investigación fue larga y detallada: por esa actitud burocrática en el sentido más preciso del término, es que la memoria de los Carbajal ha sobrevivido hasta el siglo XXI.

La familia Núñez de Carbajal o Carabajal había llegado a tierra novohispana en la persona de don Luis, portugués de nacimiento, y no obstante, nombrado gobernador del Nuevo Reino de León hacia 1583. Don Luis, hombre poderoso, no llegaba solo: trajo consigo a su hermana, Francisca Núñez de Carbajal, a su cuñado, Francisco Rodríguez de Matos y a sus sobrinos Isabel, Catalina, Mariana, Leonor, Baltasar, Luis, Miguel y Anica. Estos tres, refieren los testimonios, eran niños muy pequeños. La mayor, viuda incluso, contaba con 26 años. Catalina y Leonor tenían maridos novohispanos, factor que impulsó el traslado de toda la familia a la América española, aprovechando la fortuna y el nombramiento de don Luis.

Las primeras indagaciones de la Inquisición indicaron que la familia era de buenos cristianos: vivían en paz con sus semejantes, sin escándalos ni rarezas. Algún vecino indicó que uno de los yernos tenía negocios de minas, razón por la cual viajaba con frecuencia a Taxco. De repente, una delación anónima destrozó todo aquello, y ni el poder del tío Luis, conocido como Luis Carbajal, el Viejo, bastó para frenar el desastre.

La primera denuncia señaló a la hija mayor, Isabel, como “observante de la religión de Moisés”. De inmediato, el Santo Oficio entró en acción. Determinó el encarcelamiento de la mujer y la confiscación de sus bienes. Interrogada, presionada, Isabel de Carbajal confesó profesar el judaísmo, religión aprendida de su madre y de su difunto esposo.

Pero como al principio se resistió a confesar, el expediente consigna que se le aplicó tormento: se le obligó a desnudarse, “en camisa baja, las carnes de fuera”, lo que ya era una tremenda marca de infamia, y se le exigió dijera la verdad. Ella se resistió: ya había dicho toda la verdad, y rogaba que no se le afrentase más. Ante sus repetidos juramentos de inocencia, le ataron los brazos a un potro de tortura, y dándole vueltas al cordel, la atormentaron. “… por reverencia de Dios, diga la verdad y no quiera padecer tanto trabajo…” Así amenazaban con aplicarle castigos físicos.

En el potro, Isabel, sintiendo que sus carnes se partían, confesó: su madre y sus hermanos Baltasar y Luis también profesaban el judaísmo, y ellos la habían instruido en esa religión. Siguieron las vueltas de cordel, e Isabel “dio grandes gritos, que la dejen, que la matan…”. Así denunció no sólo a su familia, sino a muchos conocidos. Empezó la persecución.

EL PROCESO FAMILIAR

Todos los Carbajal, incluido el tío gobernador de Nuevo León, fueron hechos presos. Uno sólo escapó: Baltasar, quien se fugó en Taxco, sin que la Inquisición lo alcanzara. Nunca más se supo de él, pero la infamia de todas maneras lo alcanzó a la hora de ajusticiar a sus familiares.

Cuando se tomó la declaración de la madre, Francisca de Carbajal, se sabe que resistió cuanto pudo para no delatar a sus hijos. La fuerza del tormento la doblegó. A pesar de haber confesado, Francisca sufrió más tormento. Entre llantos y gritos, ella aseguró que ya había confesado todo lo confesable; que ya había reconocido ser creyente de la ley de Moisés y nada más tenía que decir. El Santo Oficio no estaba de acuerdo.

Cinco vueltas de cordel en el potro soportó Francisca. Juró que nada más podía confesar y no obstante, se le ató “de piernas y espinillas” y hubo de soportar otra vuelta de cordel. Quebrantada, terminó acusando a todos sus hijos e hijas, quienes al ser interrogados, confesaron su fe con tanta fluidez que ninguno de ellos fue sometido a tormento.

En el auto de fe del 24 de febrero de 1590 se leyó la sentencia dictada contra la familia Carbajal: Puesto que habían reconocido ser herejes y judaizantes, todos debieron vestir las prendas infamantes, amarillas y con cruces rojas, de los castigados por el Santo Oficio; debieron retractarse y abjurar públicamente de sus errores en la fe. Al marido de Francisca, difunto hacía años, y al joven Baltasar, fugado, se les quemó en efigie para que no quedasen sin castigo. Al joven Luis se le dio por cárcel perpetua el hospital de dementes de San Hipólito, y a su madre y a sus hermanas se les envió a vivir, bajo vigilancia, en una casa cercana al colegio de Santiago Tlatelolco. Al tío Luis, su cargo de gobernador del Nuevo Reino de León, le salvó la vida, pero después de haber abjurado del judaísmo, fue desterrado para siempre del reino.

LOS PEORES CASTIGOS, PARA LOS REINCIDENTES

Si algo tenía la Inquisición, era buena memoria. Nunca dejaba de vigilar a quienes habían pasado alguna vez por sus cárceles, y eso fue lo que ocurrió con los Carbajal. Cinco años después del primer proceso, la familia fue denunciada de nueva cuenta, acusados de haberle mentido al Santo Oficio, y persistir en la religión judía.

Toda la familia fue encarcelada otra vez, y al joven Luis se le encerró en una celda con un espía. Evidentemente, se buscaba testimonios de su reiterada herejía, y así se consiguió, pues el espía reveló que el joven Luis mantenía inquebrantable su fe en la ley de Moisés. Incluso, conservaba algunos apuntes de su vida en la comunidad judía que, embozada, radicaba en la ciudad de México.

Los carceleros también propiciaron el intercambio de mensajes entre Luis, su madre y sus hermanas, primero en plátanos o en huesos de aguacate, después en cartas. Resultó una trampa con la cual se consiguieron más pruebas de su fe judía. Eso no libró a los Carbajal de ser atormentados nuevamente.

De las declaraciones del joven Luis se desprendieron 121 investigaciones contra todas las personas mencionadas por él. No teniendo otro futuro que la hoguera y el garrote, Luis, el joven, intentó suicidarse. Temblaba solo de ver a los inquisidores, y entraba en pánico ante la idea de volver a ser atormentado. Se arrojó desde un corredor al patio de la Audiencia, pero sobrevivió a la caída.

Se le sentenció a ser “quemado vivo, en vivas llamas de fuego” en 1596, junto con su familia, en las cercanías del templo de san Hipólito, donde hoy día miles le rinden culto a San Judas Tadeo.

LAS HUELLAS DE LA INFAMIA

Los mexicanos del siglo XIX se enteraron de los tormentos y de la persecución contra los Carbajal por medio de los oficios literarios del general Vicente Riva Palacio, que leyó el expediente inquisitorial y lo incluyó, en 1870, en El Libro Rojo, ese gran compendio de la historia negra de México, que escribió al alimón con su colega Manuel Payno.

Riva Palacio efectuó una concienzuda lectura de diversas causas inquisitoriales y sonados casos de administración de justicia novohispana que le llamaron la atención. Para El Libro Rojo, Riva Palacio eligió la tragedia de los Carbajal, justo cuando se cumplía una década de que Benito Juárez había promulgado la Ley de Libertad de Cultos (diciembre de 1860).

De reedición en reedición, llegó al siglo XX,y el cineasta Arturo Ripstein decidió convertir el caso en película. Con guión del propio Ripstein y José Emilio Pacheco, El Santo Oficio se filmó en 1973. Tuvo Ripstein el acierto de conservar, en los diálogos, algunos de los estremecedores textos del expediente original, tal como los había rescatado Vicente Riva Palacio un siglo atrás, y que son los diálogos pronunciados por el actor Claudio Brook.

En 2016, los Carbajal volvieron a la vida pública: rescatados, los escritos de Luis de Carbajal, el Joven, tres cuadernillos con sus memorias, regresaron a México. Los documentos habían sido robados del Archivo General de la Nación en las primeras décadas del siglo XX, y se dieron a conocer como un fragmento de memoria que la Inquisición no pudo desaparecer.