Frente al albergue en la Magdalena Mixhuca, cruzando la avenida Río Piedad, hay tres puestos semifijos de tacos. Birria, pastor, bisteck, moronga y arroz con huevo cocido es su oferta. Estos últimos cuestan 13 pesos, normalmente, pero por ser migrante el precio se reduce a 10 pesos.
"Bajamos el precio para los hermanos migrantes, ahora no le vamos a ganar; es nuestra forma de solidarizarnos, no tenemos más qué darles", comparte Daniel, quien va haciendo el pedido de tacos a su compañero que pica la carne.
Las mesas no dejan se ocuparse. Al terminar de comer no hay prisa para levantarse e irse.
"Me siento turista acá. Después de bañarme, pues no alcancé alimentos, me vine a comer unos tacos".
–¿Son caros?– se le pregunta a Luis Antonio
–Pues está bien. Mira, con este billete de 100 lempiras, me va alcanzar para tres tacos de aquí, un refresco y un cigarro.
Una mujer que espera su orden de tacos al pastor escucha la conversación. Le interesa saber si el joven, de 19 años, trae más billetes. Él joven muestra dos. A cambio, ella le da 100 pesos, “los tendré como recuerdo”.
José del Carmen Orellena, de 55 años, vivía hasta hace un mes en Nuevo Laredo, Texas. Fue deportado a Honduras, aunque él nació en El Salvador. “Pero es igual", dice. Ya está en camino nuevamente: "Me enteré de esta caravana y ya voy de regreso. Ahora sí voy a normalizar mis papeles, porque no me quiero volver a separar de hijos y nietos. Ni de mi esposa. El camino ha sido difícil, por el clima, como el de ayer aquí en la ciudad, pero voy bien. Tengo ánimos”.
Orellana es un hombre mayor, y habla como tal: “Le digo algo, en general la Caravana Migrante se ha comportado, pero sí hay grupos de delincuentes, vienen muchos con dinero que se escudan en el grupo para seguir el camino. A los hondureños y nicaragüenses los azuzaron a venirse, los tres días que estuve deportado la prensa difundió: Saldrá grupo de caravana hacia EU".
Señala que la noticia se regó como pólvora, "por eso es que todos nosotros estamos acá. Fue un asunto político la verdad", advierte.
–¿Piensa que puede volver a Honduras?
–No, a Honduras nunca y a El Salvador jamás–, sentencia José del Carmen.
Al redactarse estas líneas un tráiler se detiene frente a la puerta 6 del estadio Palillo. Se abre la caja, al menos 200 migrantes hombres bajan y se internan en el albergue. El éxodo sigue fluyendo.
Tras la más frío noche-madrugada (a 10 grados centígrados a la 1:00 am de otoño, algo que muchos centroamericanos no habían vivido nunca) los mil 400 migrantes que tomaron la vanguardia del éxodo de la pobreza vieron el amanecer en la capital y se quedaron boquiabiertos. A las siete de la mañana el sol ya bañaba el césped del estadio donde algunos hombres decidieron pernoctar. Al abrir los ojos, el café caliente y pan estaban listos. El hambre es evidente.
Afuera, autos particulares desde temprana hora no dejaban de estacionarse sobre Río de la Piedad. Sí, los capitalinos de colonias cercanas o lejanas se apiadaron del éxodo. En unos minutos descargaban bolsas con regalos, chamarras, suéteres, abrigos, pantalones, camisas, mamelucos o chambritas. Mucha ropa de bebé. Mochilas con jeans para mujeres. Prendas para niños de todas las edades. Y juguetes.
Los migrantes se volcaron sobre las donaciones. Los capitalinos que se dirigían a la entrada de la estación del Metro Ciudad Deportiva detenían el paso, buscaban entre las bolsas del pantalón o la bolsa de mano una moneda, un billete para entregarlos.
La Caravana Migrante debe reunirse en su totalidad a más tardar el miércoles, cinco mil hombres y mujeres procedentes de Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua y Costa Rica, continuarán su camino hacia la frontera norte. Al menos ese es el plan que se escucha de sus labios.
Será nuevamente en algún estado norteño donde se dividirán, quizá para siempre, "los que no van en familia". Algunos buscarán desviarse hacia Tijuana y otros hacia Tamaulipas.
"Los de acá, de esta ciudad que está bien bonita, son los más buena onda de México”, señala un centroamericano que ha decidido adoptar modismos locales, “de todos los lugares que hemos recorrido, aquí, aquí nos han tratado como reyes. Yo creo que ustedes ven que somos gente buena, ¿no?", comenta Jimmy Alexander, de 34 años, quien abandona San Francisco, La Paz, en Honduras.
Para las 13:40 horas, jóvenes migrantes ya tomaron un baño. Agua fría y jabón resbalan por sus cuerpos, carcajean, juegan. Parece que van dejando cada vez más lejos una tragedia: la separación familiar.
ijsm
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