
Ellos ya eran hijos de la crisis. Adolescentes, muchos de ellos, o adultos jóvenes casi de marbete, 18 años recién cumplidos, o unos pocos más. Iban en primaria cuando empezaron a sonar los sustos devaluatorios, llegaron a la secundaria, si bien les fue, y algunos la terminaron, otros no. Y supieron de los trabajos mal, muy mal pagados, de las semanas sin día de descanso, o si acaso los domingos, con poco tiempo para echarse una cascarita de futbol como cualquier chavo de su edad, o con un rato para escuchar la música, nacional o der importación, que llenaba la radio del México ochentero.
Eran, como el resto del país, protagonistas de la crisis. Nada nuevo que decir. La “falta de oportunidades” era ya un lugar común de la prensa. Pero se parecían en varias cosas a los jóvenes de sectores más afortunados: querían su espacio, su tiempo, libertad para hacer lo que les gustaba. Y como parecía que la desigualdad insistía en no dejarlos salir de su colonia, de la chambita que duraba apenas unos días, de los fines de semana sentados en las banquetas porque no había a dónde ir ni con qué, empezaron a forzar su espacio. Hicieron grupo, hicieron banda. Así los conocería el país entero: Chavos banda.
Aparecieron al principio de la década, en 1981. La prensa los trató como a sus antecesores cincuenteros, como a pandilleros. Pero no eran Los Nazis de la Portales, o Los Chicos Malos de Peralvillo. Eran otra onda. Tenían reclamos diferentes, y les gustaba un rock duro, socialmente incorrecto; les encantaban los punk ingleses y decidieron que les gustaba ese modo de vestir. Una película, Los Guerreros, les dio pistas; el grupo Sex Pistols fue una influencia definitiva. Construyeron su identidad y buscaron sus nuevos nombres.
Estaban los BUK (cuando les preguntaron, salieron con que quería decir Bandas Unidas Kiss), los Salvajes, los Monkys. La más famosa, la que construyó la identidad de aquello que todavía no se llamaba “tribu urbana”, fue Los Panchitos, que, originalmente quisieron llamarse los Sex Panchitos. Sonaba bien, dijeron. Sí, venía de los Sex Pistols. ¿a poco no está a toda madre?
Del mismo modo que en la década anterior se había tachado a los hippies y rockeros mexicanos de “mariguanos y delincuentes”, sólo el aspecto de los muchachos ayudó a criminalizarlos: inquietaban sus pelos parados a fuerza de frascos enteros de gel o fijador; movían a desconfianza sus pantalones entubados, entubados, sus cadenas, sus zapatotes de suelas gruesas. Incomodaba su música, sus nombres, sus rumbos. Los BUK eran de Tacubaya, los Panchitos de Observatorio, pero también sentaban sus reales en Santa Fe, que era zona marginada, lo que estaba habitado. Nada que ver con el Santa Fe del siglo XXI. En Ciudad Nezahualcóyotl, abreviado con el rotundo “Neza”, proliferaron grupos similares. Si algo tenían en común eran las carencias que los hacían nuevos personajes urbanos, que en la calle reclamaban su espacio.
Los Panchitos, se volvieron llamativos y su nombre se volvió el genérico para hablar de esos jóvenes que carecían de tantas cosas y que, sin embargo, defendían su espacio y su identidad. Ellos contaban que empezaron siendo 50, y que, otros grupos, al ver que se volvían famosos, que se hablaba de ellos en la prensa, pedían integrarse a la banda. Querían ser Panchitos, tener sus minutos de notoriedad. Uno de sus líderes, El Hacha, era personaje conocido. Algún otro tenía un apodo de época, El Mimoso —“por gordito y mugroso”, explicaban los muy mulas—, pero todos eran banda, todos eran chavos banda.
Pero decir Panchito era, en opinión e sus malquerientes, que eran muchos, decir “pandilleros”, y era decir “delincuentes”. Y sí, fueron criminalizados. Los famosos DIPOS, los integrantes del oscuro cuerpo policial creado por El Negro Durazo, los corretearon, los bolsearon, los macanearon. Parte de los Panchitos también hizo de las suyas; robaron comercios, se metían alguna droga; se les acusó de violaciones. Pero llegó un momento en que cualquier acto delictivo se les achacaba: había sido un panchito; fueron Los Panchitos, metan al bote a Los Panchitos.
Aguantaron vara. En algunos casos crecieron, siguieron siendo sobrevivientes. Algunos pasaron unos años en el Tutelar o en la cárcel. Se integraron al sistema, al México que se transformaba, porque ya no podía ignorarlos. Crecieron, alguna chamba consiguieron, dejaron la banda para los pocos ratos libres, para el recuerdo. Pero hubo días en que, a fuerza de terquedad, se sintieron, por horas, semanas, días, los amos de una ciudad inmensa.
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