Opinión

Es común en los gobiernos populistas sacralizar la soberanía, ahora invocando al dios pueblo, para concentrar el poder y gobernar arbitrariamente.

¿Qué es la soberanía? ¿Cómo fue justificada en los primeros relatos mitológicos?

Elecciones en México
Casilla electoral del INE. Casilla electoral del INE. (Mario Jasso/Mario Jasso)

En el Diccionario de Política de Norberto Bobbio, Matteucci y Pasquino, se define a la soberanía, en su sentido más amplio, como un concepto para indicar el poder de mando en última instancia en una sociedad política. La soberanía pretende ser una racionalización jurídica del poder, en el sentido de transformar la fuerza en poder legítimo. El soberano, como la autoridad suprema, aunque es un término que empezó a usarse en la Edad Media, según Bobbio, ha sido de hecho, consustancial a la organización de los grupos humanos y ha adquirido diversas formas en la historia de la humanidad. Se habla de soberano para referirse a la persona en la que recae la responsabilidad de ejercer el poder y se dice que un país es soberano para apuntar que tiene un poder interno constituido, independiente de los poderes extranjeros. En este sentido, la idea de soberanía tiene un enfoque interno y otro externo.

En las primeras comunidades tribales, el poder de mandar sobre los demás seguramente tenía su justificación y legitimidad en el uso de la fuerza física. El derecho a gobernar sobre los demás recaía en un líder que había demostrado sus cualidades físicas superiores y al cual se sometía el resto del grupo. Cuando el líder tribal envejecía, enfermaba, o veía su fuerza menguada, a menudo era desafiado por algún miembro más joven del grupo en una batalla personal, como lo menciona James Frazer en La rama dorada. El vencedor era aceptado como el nuevo jefe y mediante algunos tipos de rituales o ceremonias se le investía como tal.

O como lo plantea Desmond Morris en El zoo humano: “La existencia de individuos poderosos y dominantes que gobiernan despóticamente al resto del grupo es un fenómeno muy extendido entre los primates superiores. Los miembros más débiles del grupo aceptan sus papeles subordinados”.

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En la tribu predominaba un pensamiento mágico en el que las fuerzas y el espíritu de algún animal se asociaba con el grupo y era lo que de alguna forma lo mantenía cohesionado. El jefe tribal tenía el poder de mando porque era el que encarnaba esa fuerza y el chamán contribuía a legitimarlo. El dominio sobre los demás se lograba mediante la fuerza, y el totemismo le daba a ese dominio su envoltura; su justificación mágico-mitológica.

Mircea Eliade, en su Historia de las creencias y las ideas religiosas, analiza la forma en que la soberanía del rey es legitimada por la mitología y los rituales practicados en diferentes lugares, cuando surgen las primeras ciudades. La convivencia de grupos que tienen un origen tribal diverso y que se agrupan en un espacio físico reducido, hace más difícil mantener la cohesión y subordinación mediante el solo uso de la fuerza bruta. Las supertribus, como las llama D. Morris, requieren de un relato un tanto más sofisticado y nuevos oficiantes (sacerdotes) de los mitos y rituales que legitiman el poder.

En Mesopotamia, Egipto, la India, Grecia, Israel, China, surgieron mitologías que asociaban el poder del gobernante con alguna fuerza divina. La sacralidad de la soberanía fue un fenómeno nuevo y muy poderoso en esas civilizaciones.

En Babilonia, por ejemplo, cada año nuevo, durante doce días, se celebraban rituales en en los que el rey participaba en una representación de la batalla primigenia en la que el dios Marduk había derrotado a la diosa Tiamat. El soberano representaba a Marduk y con esa batalla, de la que salía victorioso, refrendaba su derecho a seguir reinando. Al final del rito, los habitantes de la ciudad pedían a los dioses bendiciones para su rey. Como mediador entre el mundo de los hombres y el de los dioses, el rey mesopotámico era considerado, al menos metafóricamente, como creador de la vida y la fertilidad, escribe M. Eliade.

En Egipto, los mitos establecieron que la realeza existía desde el comienzo del mundo. “El creador fue también el primer rey, que luego trasmitió esa función a su hijo y sucesor, el primer faraón”.

En Grecia, Zeus destrona a su padre Crono, pero la afirmación de su soberanía como rey de los inmortales tiene que pasar la prueba de la lucha contra los Titanes. Su victoria lo coloca como el poseedor del poder absoluto que luego distribuye entre los dioses olímpicos. En Micenas, nos dice Jean Pierre Vernant, antes de la aparición de los filósofos jónicos y de la Atenas democrática, los ritos de legitimación de la soberanía del rey, en los que se reproducía de alguna manera el triunfo de Zeus sobre los titanes, estaban vigentes.

En Israel, escribe M. Eliade, la monarquía fue considerada desde el primer momento agradable a Yahvé. Después de que Saúl fue ungido rey por Samuel, recibió el espíritu de Yahvé. “El rey, en efecto, era el “ungido” de Dios… La ceremonia de coronación en Israel incluye, además de otros ritos, la unción, la proclamación de la realeza y la entronización”.

Durante siglos, los rituales de asociación del poder con Dios se volvieron costumbre en muchos países europeos. Reyes y emperadores eran coronados por el Papa. Aún en la actualidad, en algunos países, el gobernante electo inaugura su mandato jurando ante un ejemplar de la Biblia y en presencia de algún ministro de culto.

En las sociedades modernas y democráticas se dice que la soberanía, el derecho de mandar, reside en el pueblo, quien ejerce esa prerrogativa mediante la elección libre de sus representantes en el gobierno. Este concepto adquiere connotaciones míticas y de legitimación espuria cuando se confunde la palabra pueblo y se le hace erróneamente sinónimo de mayoría. Más aún, cuando el elegido se asume como representante absoluto de ese pueblo mítico. Al respecto, G. Sartori reflexiona que el gobierno de las mayorías debe ser siempre limitado por la constitución y las leyes para preservar los derechos de todos, porque si la mayoría hace un uso excesivo de su derecho, el sistema, como tal, ya no funcionará como una democracia.

“De ahí que si el criterio de la mayoría, dice Sartori, se transforma (erróneamente) en la norma de la mayoría absoluta, la implicación real de ese cambio es que una parte del pueblo (a menudo una gran parte) se convierte en no pueblo, en una parte excluida. Aquí, por lo tanto, el argumento es que cuando la democracia se asimila a la regla de la mayoría pura y simple, esa asimilación convierte una parte del demos en no-demos”.

Bobbio señala en su diccionario que existen formas arbitrarias de ejercer la soberanía popular y que, de hecho, este término ha quedado obsoleto en las nuevas teorías del constitucionalismo y los derechos de los individuos. Constitucionalismo y soberanía son conceptos antitéticos. Citando a Benjamin Constant, Bobbio escribe que la expresión soberanía tiene una connotación de poder absoluto, y en cuanto tal, arbitrario: “nadie, ni el rey ni la asamblea puede arrogarse la soberanía, y ni siquiera la universalidad de los ciudadanos puede disponer soberanamente de la existencia de los ciudadanos”.

Es común en los gobiernos populistas sacralizar la soberanía, ahora invocando al dios pueblo, para concentrar el poder y gobernar arbitrariamente. En la compleja y enormemente diversa sociedad actual, no es posible referirse al pueblo como una masa única, homogénea e indiferenciada y menos aún decir, como demagógicamente suele ocurrir, que se gobierna en su nombre.

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