A la política mexicana le gusta jugar con los contrasentidos. Durante décadas fue dominada por ese oxímoron llamado Partido Revolucionario Institucional: en el nombre llevaba la contradicción de términos, y evidentemente al menos una de las acepciones era falsa.
México se encamina hacia el autoritarismo, pero ese camino se recorre con el argumento de que se está obedeciendo el mandato popular en las urnas. Sería un autoritarismo democrático, según esto.
El problema nace de que la reforma constitucional al Poder Judicial, aprobada como regalo de despedida al presidente saliente, se hizo con tanta prisa y descuido, que le aparecieron muchos huecos que la hacían impugnable. A esta circunstancia se ha respondido con una fuga hacia adelante, intentando poner parches legales a algo que estaba mal construido desde el inicio. Esos parches, que es como pegar con cinta adhesiva un mecanismo que debería ser preciso, al mismo tiempo que están generando una crisis constitucional, abonan el camino para terminar con toda deliberación democrática y para que el andamiaje del estado de derecho, que genera equilibrios en la vida pública se tambalee. Lo están volviendo tan endeble como un trabajo de taller de electricidad de un estudiante de segundo de secundaria.
En esta democracia, todos los poderes son iguales, pero aquí, con lógica orwelliana, unos son más iguales que otros. Y mandan.
La mayoría en el Congreso ha decidido que el Legislativo tiene más poder que el Judicial. Por eso ignora, en vez de combatirlas legalmente, todas las suspensiones a la reforma judicial. Es la imposición de la ley del políticamente más fuerte y un mal precedente en contra de cualquier posible amparo sobre cualquier tema. El Ejecutivo, en tanto, aplaude.
Y al ver la posibilidad real de que la Suprema Corte eche abajo la reforma, aprobaron lo que han dado en llamar “supremacía constitucional”, que es una manera engañosa (¡Ah, el lenguaje!) para decir que lo que decida el Legislativo en materia constitucional es inimpugnable por quienes están en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y los ministros están ahí precisamente para revisar la constitucionalidad de leyes y procedimientos. Ahora resulta que esta mayoría legislativa, cuando reforma la Constitución, es como el Papa con el dogma católico: infalible.
Dejan de lado la discusión, incluso en las comisiones legislativas. Saben que vencen, pero no convencen. Que avance la aplanadora y que aplane lo que encuentre a su paso. En el camino cuesta abajo son incapaces de autocontenerse. Todo, con tal de pasar la reforma.
Lo más curioso es que todo esto se hace, en el discurso, afirmando que esa es la voluntad del pueblo, porque mayoritariamente votó por la presidenta Claudia Sheinbaum y le dio una mayoría a la coalición encabezada por Morena (aunque, recordemos, no tan grande como la que hoy se expresa en el Congreso). Según esa lógica, el pueblo habría votado por eliminar el debate político, por plegar al Poder Judicial, por quitarle los dientes al derecho de amparo y por la acumulación de poder en unos cuantos políticos, para que hagan y, sobre todo, deshagan la Constitución.
Todavía, la mayoría en la Suprema Corte debe ser capaz, al menos, de intentar detener este sinsentido. Dado que la aprobación de la llamada “supremacía constitucional” (el Legislativo como poder supremo, ojo) fue hecha con la actual Constitución vigente, tiene un vicio de origen. Pero me parece que su argumento, además de técnico, debe ser político. Dejar claro que la sedicente supremacía constitucional lo que trata es de acabar con la división de poderes y de que los ciudadanos queden inermes ante los designios del grupo que actualmente detenta el poder.
El gobierno y su mayoría pudieron haber evitado ese desbarajuste y, aún así, pasar una reforma amplia al poder judicial. Es posible que, negociando, hubieran obtenido lo esencial en ese terreno, sin tener que recurrir a la compra o intimidación de senadores para conseguir la mayoría calificada. Pudieron, pero no quisieron, porque lo importante era no cambiarle ni una coma a la propuesta de López Obrador.
Y ahora pudieron haber seguido una ruta diferente que la de redoblar la apuesta, llevándose entre las patas derechos ciudadanos fundamentales. Pudieron, pero no quisieron, porque de lo que se trata es de refrendar quiénes mandan.
Dicen que lo hacen porque es un programa democrático, a favor del pueblo. Como si no supieran que la votación de juzgadores es pura demagogia, y lo contrario a cederle poder al pueblo. Como si no se dieran cuenta de que están torciendo las leyes para pasar sobre ellas. Como si no lo disfrutaran hacerlo porque pueden.
Los hechos dicen otra cosa. En la contradicción de términos del autoritarismo democrático, la segunda palabra es un pegote. Se trata de autoritarismo, punto y basta.
Twitter: @franciscobaezr