En mi más reciente colaboración planteaba la que me parece una característica de nuestros tiempos: la enorme incompatibilidad entre las expectativas de lo que uno asumiría como lógico y lo que la realidad muestra, a pesar de lo inverosímil que pueda resultar. En esa ocasión mencionaba la imperiosa necesidad de hacer un alto para reflexionar sobre lo que está sucediendo, cuando menos, en lo relativo a la política y a la sociedad. Mientras escribía aquella colaboración periodística, Estados Unidos llevaba a cabo la jornada electoral que, esa misma noche, anticiparía el triunfo de Donald Trump, el cual se conformaría unos cuantos días más adelante. Este hecho, amén de tener una relevancia de orden internacional, ejemplifica esa colisión entre lo que consideramos lógico, normal y esperable, y lo que la realidad nos devuelve, dejándonos sin demasiada oportunidad para comprender causas, razones y efectos.
Desde que hizo pública su intención de buscar, por tercera ocasión consecutiva, la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump exhibió un discurso altamente polarizador, controversial, violento, discriminador y, en no pocas ocasiones, cercano al fascismo. Desde los hechos perpetrados por una turba de sus simpatizantes que derivaron en la ocupación violenta del Capitolio en enero de 2021, Donald Trump fue sumando acusaciones por conductas criminales que lo mismo incluían delitos de orden fiscal, que abuso sexual y violación. En los estándares de lo que consideramos lógico, normal y esperable, la realidad de un resultado mayoritario no solo en votos del Colegio Electoral, sino del sufragio popular, era inconcebible. Sin embargo, el resultado fue claro: Donald Trump obtuvo 312 votos del Colegio Electoral – 42 más de los necesarios para ser declarado ganador – y se hizo con el 50.3 por ciento – más de dos puntos de ventaja respecto de Kamala Harris, equivalentes a poco más de tres millones de votos –. ¿Por qué sucedió lo inimaginable? Porque hoy la política responde a nuevos parámetros que en muchos casos no estamos viendo o, en el mejor de los casos, no comprendemos. Hemos dejado de entender el presente.
Tradicionalmente, la política estadounidense ha estado marcada, desde hace décadas, por intereses de los grandes capitales, pero también por costumbres, ritos y valores que provienen de la fundación misma de aquél Estado. O, cuando menos, así era. Principios como la verdad, la honestidad o la igualdad han sido sustituidos por las fake news, la simulación y patrioterismo. Otros pilares de aquella sociedad como la libertad o la pluralidad han diluido sus significados originales y ahora se asemejan más al libertarismo y a la tiranía de las masas. La realidad política de Estados Unidos es que Donald Trump, con todas y las más grandes máculas, fue el preferido por la mayoría porque hoy los valores que los estadounidenses reconocen y anhelan son distintos a aquellos con los que crecieron y que les fueron compartidos por sus antepasados.
No cabe duda de la relevancia y trascendencia del caso norteamericano y de las implicaciones que tendrá en prácticamente todo el mundo. Ello, ya de sí, es altamente preocupante. Sin embargo, donde la situación adquiere un tono dramático es en que el fantasma de la incompatibilidad entre realidad y expectativa, desde hace algunos recorre el mundo entero contagiando, en mayor o menos medida, a prácticamente todas las sociedades. Y mientras, esa minoría a la que muchos pertenecemos y que nos cuestionamos el presente, seguimos sin entender que lo que la mayoría espera de sus gobiernos ya no se parece a aquello que nuestros padres y abuelos nos enseñaron.
En política, lo peor que el actor y el observador pueden hacer es negar la realidad. Basar el comportamiento del poder de acuerdo con lo que deseamos o esperamos suele llevarnos a destinos equivocados y eso siempre resulta peligroso, pero hoy puede tener consecuencias funestas. Si deseamos entender qué sucedió en Estados Unidos, pero también en El Salvador, México, Italia, Argentina y tantos más y rectificar la ruta en la que estamos enfilamos, debemos asumir que el mundo ha cambiado y el presente hoy es otro. Necesitamos, es urgente, entender nuestro presente.
Profesor y titular de la DGACO, UNAM
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