No, el título de este texto no alude al fin del régimen político, ni a la desaparición de los órganos constitucionales autónomos que han sido de gran utilidad para la economía y la sociedad, ni se refiere a una despedida definitiva o renuncia a la esperanza de volver a contar con un sistema democrático, republicano, con división y equilibrio de poderes; no, Adiós a todo aquello fue como llamó Robert Graves a su autobiografía publicada originalmente en 1929, reeditada con la revisión y corrección del autor en 1957, y que ahora, en el 2024, Alianza Editorial publica con una nueva traducción a cargo de Alejandro Pradera.
Robert von Ranke Graves fue uno de los escritores británicos más importantes del siglo XX. A él le debemos una amplia recopilación de los mitos griegos y de los mitos hebreos, trabajos que siguen siendo de lectura obligada para todos aquellos interesados en el estudio de la mitología. Se inició muy joven en la literatura como poeta y posteriormente incursionó en la novela y el ensayo. Sus novelas más leídas y admiradas por los lectores fueron, tal vez, Yo, Claudio; Claudio, el dios y su esposa Mesalina; El conde Belisario; y, Rey Jesús.
Como ensayista publicó La diosa blanca, en donde plantea que antes del arribo del patriarcado, diversos pueblos europeos y del cercano oriente rendían culto a una deidad femenina, la Diosa Madre, símbolo del nacimiento, el amor, la muerte y resurrección. Tenía diferentes nombres en cada lugar, pero esencialmente era un reflejo de la fuerza de la Luna que, en sus diferentes fases, aparecía y desaparecía regularmente en el cielo nocturno.
Algunos estudiosos profesionales de la mitología como G.S. Kirk valoran el aporte de Robert Graves en la materia y lo consideran “brillante, aunque totalmente despistado”, por querer encontrar en cada relato mitológico una referencia histórica particular asociada.
Adiós a todo aquello cuenta la vida de Graves, desde su primera infancia transcurrida en una familia inglesa acomodada y culta, hasta su exilio voluntario a la isla española y mediterránea de Mallorca, en el pueblo de Deiá, cuando este lugar era aún una pequeña comunidad alejada del interés del turismo internacional.
Graves nació en julio de 1895 y su retiro a Mallorca ocurrió en octubre de 1929, cuando tenía treinta y tres años; de tal manera que la vida del autor, desde esta fecha hasta su muerte en el año de 1985, está fuera de su autobiografía. En el Epílogo escrito para la reedición de 1957, Graves dice que le han pedido con insistencia que publique una continuación de su trabajo autobiográfico, pero que se ha negado porque considera que pocas cosas de interés han ocurrido en su residencia en la isla.
El único contratiempo grave, dice, fue cuando, con motivo de la Guerra Civil Española en 1936, se les aconsejó a los ciudadanos ingleses abandonar el lugar por motivos de seguridad. Vagó entonces por Europa y Estados Unidos y la Segunda Guerra Mundial la pasó en Inglaterra. Ahí hizo solicitudes para alistarse en la infantería y en los cuerpos policiacos especiales, pero fueron rechazadas por la desconfianza que producía su apellido alemán, porque alguien dijo haberlo escuchado hablar en un idioma extranjero y porque se dijo que se había encontrado una calabaza en su huerto con palabras grabadas alusivas a Hitler.
El interés de Graves por las letras se produjo desde niño. En su casa existía un armario con las obras de Shakespeare y sus padres, por años, organizaron regularmente reuniones con sus amigos en donde se leían y representaban las obras de este autor.
La influencia de su madre, Amy, fue determinante, para bien y para mal, en su desarrollo intelectual. “Mi madre me enseñó a sentir horror por el catolicismo romano, un horror que me duró mucho tiempo. De hecho, yo me desentendí del protestantismo (Graves terminó declarándose ateo) no porque su ética ya me quedara pequeña, sino porque me horrorizaba su elemento católico. Mi formación religiosa desarrolló en mi una gran capacidad para el miedo -me torturaba perpetuamente el miedo al infierno-, una conciencia supersticiosa, y una inhibición sexual de la que me ha resultado muy difícil liberarme”. Cuando se deja de creer, dice Graves, una de las cosas que más cuesta trabajo es deshacerse de la idea de Cristo como un ser perfecto.
A los dieciocho años, dice, todavía permanecía en mí esa idea y fue por ello que escribí un poema (In the wilderness) donde aparecía Cristo saludando al chivo expiatorio que iba vagando por el desierto. Cosa totalmente improbable porque en los rituales levitas, el chivo expiatorio era arrojado siempre desde un barranco y no le era permitido caminar libremente.
En agosto de 1914, a los diecinueve años, Graves se alistó en el regimiento de la Royal Welch Fusiliers, después de que Gran Bretaña le declaró la guerra a Alemania. La mayor parte de su relato biográfico está referido a su participación como soldado en La Primera Guerra Mundial. Muchos jóvenes de su edad, impulsados por el idealismo romántico de la época, pedían voluntariamente participar en los frentes y las trincheras, donde se libraban encarnizadas luchas, en muchos casos directas, y en las que la mayoría resultaba muerta o herida.
“De mi generación del colegio, dice Graves, murieron al menos uno de cada tres; porque todos consiguieron destinos como oficiales en cuanto pudieron, la mayoría de ellos en Infantería o en el Real Cuerpo Aéreo. La esperanza media de vida de un oficial subalterno de Infantería en el Frente Occidental fue, en algunas fases de la guerra, de tan solo unos tres meses, para entonces ya había resultado herido o muerto.”
El soldado Robert Graves fue herido en la batalla conocida como del Somme en 1916 y fue oficialmente dado por muerto. Una esquirla le traspasó el muslo izquierdo, otra le entró por la espalda cerca del omóplato y salió por el pecho, afectando gravemente sus pulmones. A la mañana siguiente del enfrentamiento, cuando empezó la recolección de los cadáveres, encontraron al fusilero Graves con una débil respiración. La atención médica recibida le salvó la vida. La mayor molestia que causó mi muerte, ironiza, fue que el banco suspendió el pago de mi salario y tuve dificultades para convencerlos que me abonaran de nuevo.
En la medida en que la guerra se prolongaba, muchos de los jóvenes soldados fueron perdiendo su idealismo y empezaron a cuestionar los oscuros intereses que pretendían continuar indefinidamente el conflicto. El mismo Graves escribió en un texto satírico que la guerra la deberían pelear en el campo los mayores a cuarenta años y no sacrificar a los jóvenes que deberían asistir a la escuela.
Graves recordaba un relato que solía contar su madre, de una familia donde todos sus miembros tenían la boca chueca. Al finalizar el día querían apagar la vela de su habitación soplando, pero ninguno podía porque el orgullo les impedía aceptar que tenían la boca torcida. Se colocaban justo enfrente de la llama, el padre soplaba a la izquierda, la madre hacia la derecha, el niño hacia arriba y la pequeña hacia abajo. La llama permanecía invicta hasta que se acercaba la sirvienta y con su zapato le ponía fin.