“…Nadie debe admirarse de ver tantas riquezas encerradas en el fondo del infierno, pues, precisamente, su suelo es el más a propósito para tan poderoso veneno.
“Sepan los que se vanaglorian de las cosas mortales y perecederas y que con admiración hablan de Babel y de las obras de los reyes de Menfis, sepan ahora cuán fácilmente estos espíritus réprobos eclipsan los más grandes monumentos humanos, famosos por la fuerza o el arte, ellos llevan a cabo en una hora lo que los reyes apenas acaban en un siglo con trabajos incesantes e innumerables brazos…”, así dijo el gran Milton cuando describió las dimensiones irrecuperables del “Paraíso perdido”.
Riqueza encerrada. Si no en el fondo del infierno --en este caso—tampoco el fondo del mar, allá abajo en el silencio de algas, rocas y barcos muertos. No, el cementerio marino; no. El cementerio junto al mar donde han sido sepultados las ilusiones y los recuerdos de tiempos felices, de atardeceres con una enorme naranja ahogada en el horizonte.
Eso es Acapulco hoy. Una triste muerte colectiva. Pérdida sin fin.
Un cementerio lleno de basura donde no hay forma de recuperar los montes, las lajas, ni las cruces de un anfiteatro podrido, gobernado por ladrones, delincuentes asociados con la peor versión de la política selvática, cínica y mal hecha, proxenetas de diversa calaña cuya rusticidad protegida por los gobiernos de la peor izquierda, nos lleva de la mano rumbo a la ruina absoluta y sin remedio porque han prostituido hasta la luz de la mañana.
No, no han sido los huracanes, ni Otis ni John; ni las lluvias del diluvio los causantes de este drama de hoy.
Han sido los hombres y las mujeres, todos quienes llegaron en oleadas de miserables a convivir de manera distante con la opulencia del oasis tropical de cocos emborrachados con ginebra y toneladas de mariguana Golden en las lanchas para turistas de ojos rojos a cambio de tolerancia en el uso del cuerpo tostado por vendedores renegridos de mechas oxigenadas, tatemadas de rubio peróxido y el sol eterno; han sido los años de transigir hasta asociarse con los extorsionadores, los vendedores de droga, los comerciantes con la tranquilidad ajena, los mercenarios, los partidos políticos protectores de criminales cuya mano negra los lleva de sierra en sierra, de filo en filo por todo el agreste, pobre e ignorante estado de Guerrero donde la vida humana se cambia por un pellejo de vaca o se trueca una virginidad infantil por la simpleza de una garrafa de mezcal o un cerdo.
No, no digan esa enorme mentira de ambición inmobiliaria: Acapulco necesita diez años para recuperarse.
--¿Recuperarse cómo, para volver a lo de antes de Otis? Eso no sería una recuperación, resultaría, en todo caso, la continuidad de la violencia ya enquistada, sin pausa ni remedio; la escena macabra de cabezas cortadas en la carretera escénica.
Cuando la miseria de los roquedales del anfiteatro --piso de tierra, muro de ladrillo robado, de piedra secuestrada a la orilla de la carretera, transportada en la carretilla de la arquitectura casual de los desechos, las botellas viejas, las paredes de lodo miserable cuya choza se alza con techo de palapa y lámina de cartón--, se convirtió en el pretexto para toda tolerancia, cuando se quiso hacer una industria controlada con la pobreza manipulada al estilo de los Lopitos --el primero, el Rey; el segundo el transformador-- , y sus lajeños de tajo y machete o la canalla matona de Rubén Figueroa y sus sirvientes de escuadra cromada o “superona” negra, negra, o Salgado Macedonio y su perversidad político familiar, Acapulco comenzó a degradarse de tumbo en tumbo, de costal en costal, de gramo en gramo.
Y cuando desgreñaron los pantanos y dejaron sin drenaje natural toda la sabana del camino a Pinotepa con los humedales destruidos, y además convirtieron la bahía de aguas azules de Santa Lucía en inmundo orinal donde la miasma flota junto a los plásticos eternos, el diamante de Acapulco no fue sino el grave atentado para terminar con el flujo natural del agua y vinieron entonces, como castigo bíblico, las insufribles e irremediables inundaciones a llenar la vida con pus y agua estancada por si algo más hiciera falta.
Los mercados en llamas porque no quisieron pagar la coima del extorsionador; el taxista preso de los menudistas de grapas quieras o no quieras; los padrotes de niñas o niños robados en los autobuses cercanos; convertidos a la fuerza en adictos, prostituidos con sevicia tumultuaria, a todo eso le llamaban hasta hace pocos años, el paraíso de la industria turística, la joya de la corona sin admitir cómo poco a poco el desgaste moral, urbanístico y gregario se fue normalizando, cómo desaparecieron la reseña internacional de cine con todo y sus putas hollywoodenses; las convenciones y hasta el tianguis turístico; cómo cerraron los teatros y se establecieron los “brincos” a mitad de la bahía; como se rifaban rotundas mulatas costeñas por diez pesos el boleto.
Eso no lo querían ver, pero un día el huracán les arrancó la careta y los puso frente a la terrible visión de una realidad “asediada --como dice Padura de la lepra cubana--, por los efluvios de los meandros más degradados de la bahía, como un territorio cedido a los infieles sin esperanza ni intención de ser reconquistado (…) mientras generación en generación se empozaban ahí el olvido, la rabia y un espíritu de resistencia casi siempre desfogado en lo ilícito, lo pecaminoso, lo violento, en busca de una dura supervivencia, procurada a toda costa y por cualquier vía…”
NO. De ninguna manera.
No han sido el huracán, ni la lluvia, ni el viento, los segadores del puerto, ni los causantes de su imperdonable abominación de ruina.
Han sido los políticos asociados con la delincuencia quienes han producido una mafia destructiva, corrosiva y cavernícola, cuya sociedad ha llegado hasta la pudrición del agua de los riachuelos, la sal de la bahía, la luz del amanecer y el rostro de las iguanas moribundas.
En los Estados Unidos la mafia construyó Las Vegas; en México nuestra mafia destruyó Acapulco para siempre. Nunca se va a recuperar. No en 10, no en 20 años.
No regresará a los tiempos de asombro en el vuelo quebrado de los clavadistas, ni las avionetas aterrizadas en la Playa Hornos, ni los bailes bajo la luz de las estrellas y los venados en el parque del Papagayo. Ya no.
Nunca más.