Opinión

Un recuerdo de hace 40 años

Científico en un laboratorio realiza pruebas con una muestra
La investigación en el Ciatej. La investigación en el Ciatej. (Ciatej)

La semana pasada se cumplieron 40 años de que recibí una carta que fue decisiva para mi carrera como médico e investigador. La carta con fecha del 22 de noviembre de 1984, está firmada por el mismísimo maestro Dr. Rubén Lisker, en su calidad de director de enseñanza, y dice: nos complace informarle que ha sido seleccionado como Residente de MEDICINA INTERNA por un lapso de tres años.

Desde la escuela de medicina, cuando algunos amigos y yo llevamos la materia de Gastroenterología, de la cual el titular era el maestro Luis Guevara, entonces jefe de la consulta externa del Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubirán, nos enamoramos del Instituto y quedó claro que ese era el lugar en donde queríamos hacer la residencia. La reputación del Instituto entonces, como ahora, era de tener un programa de medicina interna de excelencia que lo hacía el hospital más atractivo para hacer la residencia en el país. “En ese lugar solo admiten genios”, decían los amigos de mis papás.

Además de la académica, ingresar al Instituto tenía otras ventajas. No tenías que hacer el año de residencia rotatoria de posgrado, que entonces era obligatorio para todos los demás programas. Si te admitían a nutrición, ya ni siquiera tenías que presentar el examen nacional de residencias médicas (ENARM), lo cual posteriormente cambió y se volvió obligatorio. Los residentes no utilizaban uniforme blanco. Podías vestirte normal, pero con corbata. Utilizabas una bata blanca que te hacían a tu medida y le ponían tu nombre en la bolsa del pecho. Eras alguien, eras tú. La bata tenía en el brazo izquierdo el emblema distintivo del Instituto, las letras INN en azul, que pronto cambiaron a INNSZ. En ese entonces, en ningún otro hospital tenías un distintivo de ese tipo en la bata.

Los residentes eran respetados por sus compañeros y adscritos. El ambiente era cordial, de cooperación y de respeto. El conocimiento de medicina en todos era basto. Lo mejor de todo: podías ingresar al acervo de la biblioteca las 24 horas del día, los siete días de la semana. Podías buscar y tomar por ti mismo las revistas y llevártelas prestadas, por lo que, si querías una copia de un artículo, no tenías que llenar ninguna papeleta y esperar a que el encargado de la fotocopiadora tuviera las ganas de hacerte una copia. La podías hacer tú mismo.

En 1984 éramos pasantes de medicina en el Instituto. Después de aprobar un rudo examen que entonces era de 600 preguntas en dos días, nos citaron a la segunda fase, para la cual, había que contestar un cuestionario con 30 preguntas que revelarían lo más íntimo de tu ser. Esta fase incluía varias entrevistas y tenías que hacer un ingreso de los de la consulta externa, bajo la lupa de un residente que calificaba cómo lo habías hecho. Después de ver al enfermo, te llevaban a un cubículo de la biblioteca, te daban una máquina de escribir y un Harrison de medicina interna y en tres horas debías escribir la historia clínica, proponer el diagnóstico y/o terapéutica y fundamentarlo con un buen comentario.

Recuerdo vívidamente la emoción del momento. Fue una mañana del 22 de noviembre cuando una secretaria de enseñanza me llamó. La voz dijo: “Dr. Gamba, ya puede venir por su carta de respuesta”. Me quedé un rato sin moverme. Por dentro, me temblaba todo. Estaba a 5 minutos de conocer mi destino. Me entregaron el sobre cerrado. Me fui a una de las esquinas del auditorio que en ese momento estaba vacío. Ahí, sentado en el piso, después de un suspiro grande, abrí el sobre.

Dr. Gerardo Gamba

Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán e

Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM

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