La reciente reforma constitucional, mediante la que se elimina al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), y por la que se trasladan sus funciones y estructura hacia el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) representa una modificación sustantiva en el andamiaje institucional que ha caracterizado la medición y evaluación de la pobreza y el desarrollo social en el país.
Este movimiento no puede entenderse únicamente como un ajuste burocrático o técnico; desde una perspectiva crítica que contempla las dinámicas de poder, la legitimidad del conocimiento, la producción de estadísticas sociales y el rol del Estado en la política social, el reacomodo encierra una serie de problemáticas y tensiones que podrían agravar las asimetrías y la desprotección de las poblaciones más vulnerables.
Debe entenderse que esta medida se debe a que el partido gobernante considera que no son relevantes ni las evaluaciones a las políticas y programas públicos; y menos aún las mediciones sobre los resultados y estado de cosas existentes en el país. Y esa es una de las grandes deficiencias que tiene la propuesta de Morena, pues lleva a una construcción parcial y excluyente que no permite una revisión objetiva sobre lo que hace o deja de hacer.
En ese sentido, el CONEVAL había logrado generar un consenso mínimo sobre lo que era relevante medir en torno a la pobreza, lo cual se logró por la existencia de un comité técnico integrado por expertas y expertos de la academia. Esa característica le dio un nivel importante de autonomía, elemento clave para asegurar que la evaluación de la política social no se subordinara a los intereses coyunturales del gobierno en turno.
Al integrarse las funciones del CONEVAL al INEGI, si bien el INEGI también cuenta con autonomía técnica, surge la preocupación de que la especificidad del mandato evaluador del CONEVAL se diluya en un marco institucional de mayor amplitud. La ausencia de un ente con mandato claro y especializado en evaluación de política social podría reducir la presión pública hacia los tomadores de decisión, favoreciendo lecturas más blandas de la realidad social o, en el peor de los casos, minimizando las evidencias incómodas sobre las fallas en el diseño y operación de los programas sociales.
El CONEVAL se destacó no sólo por generar mediciones rigurosas sobre la pobreza multidimensional, sino también por su rol evaluador: su función no se limitaba a cuantificar la pobreza, sino a analizar la efectividad y coherencia de las acciones estatales frente a las necesidades sociales. Este rol supera la simple generación de datos estadísticos: implica una lectura cualitativa y analítica sobre el desempeño de la política social. Al transferir sus funciones al INEGI, existe el peligro de que se privilegie una lógica meramente estadística, concentrada en la recolección y sistematización de datos, pero sin una instancia clara que imprima un carácter normativo y evaluativo sobre dichos indicadores. La especialización evaluadora, el análisis de causalidad y el enfoque en resultados podrían verse desplazados por una lógica más descriptiva que analítica.
Asimismo, la credibilidad del CONEVAL como órgano de evaluación se construyó a través de su relación con la sociedad civil, la academia y otros actores que habían encontrado en el organismo un canal para exigir rendición de cuentas sobre las políticas sociales. Sin un contrapeso específico para las mediciones y evaluaciones, y sin la presión implícita que un organismo evaluador independiente ejerce sobre las instancias ejecutoras, existe la posibilidad de un debilitamiento del escrutinio público.
La pobreza no es un fenómeno meramente de carencia monetaria, sino una construcción compleja y multidimensional que involucra el acceso a derechos, la capacidad de agencia de las personas y el entramado político, económico y social en el que se desenvuelven. En esa lógica, el CONEVAL fue pionero en incorporar una visión multidimensional. Y aún con las limitaciones que tenía esa medición, el riesgo que se corre ahora es que, nuevamente, la pobreza sea vista principalmente como un indicador más en el catálogo de indicadores nacionales.
Otro de los elementos que deben subrayarse es que el CONEVAL impulsaba la discusión pública en torno a la efectividad d ellos programas sociales; e intentaba orientar decisiones presupuestales. El INEGI no cuenta con ese mandato y esa dimensión también estará seguramente comprometida o incluso, definitivamente perdida.
Desde una perspectiva crítica, el traspaso de las funciones y la estructura operativa del CONEVAL hacia el INEGI en México no es un simple asunto administrativo. Implica el riesgo de disipar la autonomía y especificidad evaluadora que el CONEVAL había consolidado, al tiempo que amenaza con restar fuerza y claridad a la medición multidimensional de la pobreza y la evaluación de las políticas sociales. Esta reconfiguración institucional podría limitar la generación de conocimiento crítico, la exigencia de derechos y la rendición de cuentas, debilitando herramientas clave para enfrentar las desigualdades estructurales y la pobreza. En última instancia, el cambio compromete la capacidad del Estado y la sociedad de contar con información y análisis que no sólo describan, sino que puedan incidir eficazmente en la transformación de las condiciones que perpetúan la injusticia social.
El nuevo reto para el INEGI se encuentra en generar una medición que no solo siga siendo confiable, sino que avance hacia una concepción mucho más amplia de la multidimensionalidad de la pobreza, sin abandonar la capacidad de evaluación del Estado mexicano en lo que respecta al desarrollo social.
Investigador del PUED-UNAM