La derrota del dogmatismo maicero cuatroteísta cuya fe condena los productos genéticamente modificados en la agricultura y el empleo de sustancias defoliantes como el glifosato, cuya prohibición sólo se empareja con la fobia constitucional a los vapeadores, pero no al tabaco en rollo, tiene un aspecto fundamental: las decisiones políticas de los mexicanos, carecen de sustento científico.
Eso quiere decir una sola cosa: el régimen actúa por fanatismo; no por cientificismo. Y también con hipocresía. Veamos.
El actual secretario de agricultura, don Julio Berdegué, en el año 2009, presidió el Comité de Búsqueda y Selección para el nombramiento del uruguayo Carlos Pérez del Castillo como presidente del Consorcio de los Centros del Grupo Consultivo para la Investigación Agrícola Internacional (CGIAR).
--¿Por qué?
Pues por su trayectoria en biotecnología, principalmente dentro del CIMMYT. ¿Y eso qué es?
Pues algo muy simple y muy prestigiado. Tanto como la “Revolución Verde” cuya aportación a la alimentación humana le dio el Premio Nobel de la Paz a Norman Bourlag en los lejanos años setenta del siglo anterior. Y Berdegué era consejero de esa institución cuyos fines se explican de este modo:
“El CIMMYT es una organización internacional pionera en el mundo, sin fines de lucro, dedicada a resolver hoy los problemas del mañana. Se encarga de promover mejoras en la cantidad, calidad y fiabilidad de los sistemas de producción y de los cereales básicos como el maíz, trigo, triticale, sorgo, mijo y cultivos asociados mediante la ciencia agrícola aplicada, especialmente en el sur global, a través de la creación de colaboraciones sólidas.
“Esta combinación mejora el desempeño de los medios de subsistencia y la resiliencia de millones de agricultores de escasos recursos, y trabaja por un sistema agroalimentario más productivo, incluyente y resiliente dentro de los límites globales”.
Sin embargo, el converso Berdegué es actualmente sectetario de Agricultura y demás de un gobierno cuya ideología política; fanática, nacionalista y maicera circula en sentido contrario.
Dijo la presidenta en noviembre: “tenemos la obligación principal de que el maíz blanco que se siembra en México no sea transgénico, y eso va a quedar en la Constitución”. Dio a conocer (La jornada), que las reglas comerciales para el grano amarillo, que principalmente alimenta aves o para la producción de cárnicos, ya se verá…”
Pues ya se vió.
Tres días antes de la derrota en el panel de controversias, esto se dio a conocer:
“…en la última década la superficie destinada a la siembra de maíz en lugar de crecer ha disminuido, pues ha caído de un pico de 7.7 millones de hectáreas a poco más de 7 millones; en contraste, la destinada a berries se ha triplicado al ir de alrededor de 17 mil a más de 55 mil hectáreas, lo que ha llevado a estos productos al “top five” de las exportaciones mexicanas, con un valor que ronda 3 mil millones de dólares anuales, sólo por debajo de cerveza, tequila y tomate”.
Pero seguimos en el verso lopezvelardiano: tu superficie es el maíz, lo cual suena bien en la epopeya lírica, pero es inservible en la vida real. Los transgénicos aumentan el rendimiento de la tierra y la producción de alimentos con variedades más resistentes.
Sin maíz no hay país, dicen los dogmáticos cursis del grano mitológico, lo cual está bien. Corresponde a eso tan frecuente en la mexicanidad del subdesarrollo: el elogio de las raíces, el hombre de maíz del Popol Vuh, las hormigas salvadoras en Azcapotzalco. Todo eso es muy lindo, pero en el mundo moderno no sirve para nada, como el Museo del Maíz en Chapultepec.
Y de remate:
“…el campesino depende siempre de la semilla y, ante la siembra de un maíz híbrido, se pierde la diversidad genética de los maíces que surgieron de nuestros pueblos y se han seguido conservando”, dice nuestra científica presidenta.
¡Qué pena!, el campesino debería depender de las ganancias de su cosecha; de la industrialización y comercialización de su producto. No de su tradición miserable.
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