La Revolución Francesa de 1789 fue un parteaguas para el mundo occidental. Los efectos de este movimiento se dejaron sentir en primer momento en Europa, pero con igual intensidad en una América continental que ya había dado sus primeras muestras de rebeldía a partir de la independencia de las Trece Colonias. Por muchas razones, el movimiento de la “libertad, igualdad y fraternidad” de finales del siglo XVIII es un episodio de capital importancia para comprender al mundo de nuestros días, pero llamo la atención sobre uno que me permitirá plantear un hecho actual en nuestro país. Me refiero al fin del Estado Absolutista como aquella organización en la que el monarca concentraba y ejercía todo el poder, sin mayor límite que el de su graciosa voluntad, y al surgimiento del Estado Contemporáneo, aquél en el que los contrapesos formales y materiales se establecieron en constituciones, al tiempo que la democracia y la ciudadanía surgían como binomio indiscutible de la nueva vida pública.
Así, siendo tan imperfecta que apenas habiendo terminado ya dejaba ver el nacimiento de un nuevo tirano en la figura del emperador Napoleón Bonaparte, la Revolución Francesa significó una nueva manera de entender al poder y un pacto político renovado en el que, por primera ocasión, el pueblo llevaba mano por encima de los gobernantes. Si antes de 1789 la lucha se había centrado en tratar de limitar el poder de los reyes, a partir de esa fecha la batalla se convirtió en una defensa permanente de las conquistas que se habían alcanzado. El poder caprichoso de los gobernantes encontró límite en los derechos, libertades e intereses del pueblo y así se fueron configurando las nuevas formas de gobierno.
Desde hace más de dos siglos, el mundo occidental ha sido escenario del surgimiento de nuevas formas de organización política y, dentro de estas, de procesos políticos caracterizados, en mayor o menor medida, de un fortalecimiento paulatino de la participación ciudadana en detrimento del ejercicio del poder por parte de los gobernantes. Por supuesto, siendo esto lo común no es lo exclusivo y, en no pocas ocasiones, personajes encumbrados en los más altos cargos de gobierno han intentado socavar el poder popular al considerar que ellos como gobernantes son más grandes que la suma de los ciudadanos gobernados. Ahí están los casos un partido hegemónico como el PRI, capaz de gobernar por más de setenta años, o la megalomanía reciente de un presidente como Daniel Ortega, quien se considera no solo superior al pueblo o a la Constitución, sino al propio Estado de Nicaragua.
Sucede que, con todo lo que la Revolución Francesa y el Estado Contemporáneo pudieran haber cambiado, la naturaleza del poder política es y será siempre la de extenderse y expandirse sin medida ni control, con tan mala fortuna para los ciudadanos que, en no pocas ocasiones, esto se generar no solo con la conformidad del pueblo, sino alentada por éste. Hoy, ese es el caso de Estados Unidos con Donald Trump y lo es de México desde 2018 con la llegada al poder de Morena. En ambos casos, mayorías absolutas decidieron su destino político, al tiempo que ellas mismas han facilitado y fomentado el empoderamiento de sus líderes aun por encima de los principios constitucionales e incluso rebasando al propio pueblo.
No creo que en uno u otro caso el camino que se está siguiendo vaya a tener como resultado la conformación de un régimen absolutista. Confío, todavía, en la fuerza de las instituciones y de cierto sentido de supervivencia político que vive en la esencia del pueblo. No obstante, en el caso de nuestro país no se puede ignorar lo que está sucediendo y lo que implican hechos como la censura o cooptación de cualquier forma de inconformidad, la desaparición de órganos autónomos o la politización del Poder Judicial. El Estado Contemporáneo – aquél nacido bajo los principios de libertad, igualdad y fraternidad – que sirvió como modelo para el surgimiento de nuestro país en 1821 debe prevalecer y es tarea de los ciudadanos su defensa. Esperar que sea el poder el que se regule a sí mismo es tan absurdo como pensar que en el campo los lobos no devoren a las ovejas.
Profesor y titular de la DGACO, UNAM
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